“La casa no es un privilegio de la falsa riqueza sino de la riqueza misma. Los hombres siempre hacen casa, con lo que pueden, desde lo que pueden”. Hanni Ossott

Los que vuelven

Faltan pocos días para la elección presidencial en Venezuela y el nerviosismo ya se siente en el ambiente; ojos que miran inquisitoriamente, voces que susurran para decir cosas que no quieren ser escuchadas; desde el guardia migratorio que requisa con minucia a cada persona que intenta cruzar la frontera entre Colombia y Venezuela hasta los conductores que aguardan la aprobación para ingresar, todos se miran tensos, sus cuerpos lo dicen todo.

—Estos coñoemadres no quieren que la gente vuelva para votar, están nerviosos, saben que la gente está cansada y los que están cerca pueden volver para votar por el cambio.

La voz, quejosa durante gran parte de su viaje de retorno, es la de Antonio: 26 años, robusto, pelo corto, ojos vivaces color canela. Me enseña la fotografía de su identificación cuando se fue de Venezuela, ocho años atrás, y no parece la misma persona. Ya no es ese adolescente flaco y ojeroso con el semblante cansado. Ahora es un hombre con ropa y zapatos nuevos y teléfono de última generación.

—Este país es una mierda, desde que están estos bandidos en el poder ya no se puede vivir aquí.

—¿Entonces por qué regresas?

—Vengo para irme definitivamente. No tengo pasaporte, así que regresé para tramitarlo y aprovecho para votar en contra de este gobierno. Después de sacar a estos coñoemadres me voy a Canadá, porque allá sí funcionan las cosas.

—Pero si ellos pierden y se van, ¿por qué no te quedas?

—Porque este país hace tiempo que se fue al carajo.

En el tono que usa Antonio para hablar de Venezuela y sus connacionales hay siempre un dejo de resentimiento, como si llevara una furia contenida por años y ahora que ha vuelto a cruzar la frontera esa y otras emociones se dispararan buscando una salida al dolor de quien se fue sin haberlo deseado.

Protestas en el barrio caraqueño La Lucha tras conocerse los resultados electorales, el 28 de julio.

Protestas en el barrio caraqueño La Lucha tras conocerse los resultados electorales, el 28 de julio.

Antonio emigró de Maracay (en la región central de Venezuela, a unos 100 kilómetros de Caracas) apenas cumplió la mayoría de edad, con los estudios a medias y con nada de dinero en los bolsillos. Dejó a su familia y amigos para buscarse una oportunidad en otro sitio y, a la distancia, ayudarlos enviando dinero ante la crisis económica que terminó por desbordarse en 2017 y que llegó a superar el 1.000% de inflación al final de ese año, según datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe.

Vagó, como muchos, por distintos países y ciudades de América del Sur: Colombia, Ecuador, Perú y finalmente Chile, donde encontró la oportunidad de trabajar y estudiar. Cuando llegó, la situación en el país era distinta: en aquel entonces el miedo y la xenofobia hacia los migrantes, en especial los venezolanos, no se habían propagado como ahora, pero, según Antonio, todo es culpa de sus paisanos, que no supieron adaptarse a un sistema económico y de vida como el chileno, en el que quien no trabaja por sí mismo simplemente no sobrevive, menos aún como inmigrante.

—Estando fuera se gana dinero, pero la gente de aquí, la familia sobre todo, no entiende lo difícil que es ganarlo, sólo piden y piden, además de estar completamente ciegos, como mi abuelo, que a pesar de estar en la miseria se atrevió a publicar en Facebook apoyando a Maduro. El mensaje decía: “Vamos a ganar, mi presidente, para continuar con la revolución”. Después de leerlo le llamé y le dije que por mí se podía morir, que no le enviaría nunca más dinero, que si lo quería se lo pidiera a la revolución. De eso ya hace más de dos meses y no he vuelto a hablar con él.

En un viejo autobús de línea viajan, también con el semblante cansado y la vista refugiada en el recuerdo, otras personas que retornan a su país luego de un período largo de ausencia. Ellos también han ido a buscar su suerte en el extranjero y han acumulado experiencias, algunos con más desventura que otras. Alejandro tiene 22 años y dice que caminó las montañas de Colombia, alrededor de 1.000 kilómetros entre Cúcuta y Cali, para encontrar un sitio donde vivir. “Eso es lo que nos toca vivir a los migrantes, no hay fortuna sin riesgos”.

Después de más de 15 horas recorriendo Venezuela hacia el centro del país, unos 700 kilómetros, el viaje se torna pesado. A lo largo del camino, una fuerte presencia policial y militar mantiene por lo menos una decena de alcabalas, retenes de vigilancia que los venezolanos miran con recelo y precaución porque los robos y las extorsiones a mano de las autoridades no son un secreto para nadie.

Al filo de la madrugada, bajo una lluvia torrencial, la linterna de un guardia ilumina el rostro de los pasajeros.

—Documentos por favor.

De la veintena de personas sólo a tres descienden para una inspección, parece que los pasaportes extranjeros despiertan sospechas y deseos.

—Abra su cartera, ¿qué lleva ahí?

—Mis documentos y un poco de dinero.

—¿Para dónde va?

—Para Maracay.

—Bueno, mi amigo, usted ya sabe cómo es la cosa, ¿no?

—No. ¿Cómo?

—Bueno… Usted sabe, acá nos tiene que colaborar, es para la institución, ya sabe.

—No sabía.

—Bueno, ahora ya sabe. Vaya al baño, tome esos diez dólares y ahora lo alcanzo.

De vuelta al autobús, las personas le preguntan:

—¿Cuánto te sacaron, chamo?

—Diez dólares, ¡coñoemadres!

—Bueno, te salió barato.

Y todos vuelven a dormir. A la mañana siguiente, del otro lado de las ventanas, bajo un sol radiante, el destino final se asoma y un lago inmenso y azul emociona a viajantes, también a Antonio.

—Chamo, yo venía aquí cuando era adolescente; naturalmente es muy bello, pero la vaina está muy jodida, este sistema ya la pudrió. En realidad lo único que extraño de aquí es la comida y las mujeres.

Al final del viaje las voces de los que vuelven terminan por tejer un hilo de historias que se conecta por las similitudes que los abrazan, aunque entre ellas y ellos no haya ninguna otra coincidencia más que la de ser parte de la diáspora venezolana que lleva por lo menos una década migrando por el mundo.

Manifestantes a favor de Maduro caminan hacia el Palacio de Miraflores en apoyo a su reelección, el 31 de julio, en Caracas.

Manifestantes a favor de Maduro caminan hacia el Palacio de Miraflores en apoyo a su reelección, el 31 de julio, en Caracas.

Los que se quedaron

—Pronto son las elecciones. ¿Qué crees que va a pasar?

—Yo tengo fe, papá, ¿oíste? Ya estamos cansados, no soy la única, acá estamos por un cambio; la mayoría del barrio está como nosotros, incluso personas que antes fueron chavistas van a votar por el cambio.

—¿Y si eso no sucede?

—No lo sé, papá, mi Dios es grande, yo tengo fe. Ya mis hijos me dijeron que me vaya, que los alcance en Estados Unidos, pero no lo sé, yo tengo fe en que aquí vamos a ganar, además esa selva me da miedo. Mis hijos me contaron cosas terribles de ella. Yo recuerdo cuando se metieron en ella, fueron los cinco días más terribles de mi vida. Yo recé y recé, le pedí a mi Dios que los sacara con vida y me lo concedió. Pero no me quiero adelantar, vamos a esperar el domingo, tenemos que ir todos a votar.

Faltan dos días para las elecciones presidenciales en Venezuela y la tensión aumenta. Hay muchas ganas de decir pero más miedo de ser escuchados; los vecinos murmuran porque “el gobierno tiene ojos y oídos por todos lados”. Areli, que es bajita y de sonrisa desbordada, atraviesa una extraña sensación que navega entre la fe, el optimismo y el miedo por lo que está a punto de ocurrir. Como nunca antes, la esperanza de ella y millones de venezolanos está depositada en el 28 de julio: “Esta puede ser nuestra última oportunidad”.

Para Areli no hay duda: “En Venezuela tiene que haber un cambio, este gobierno ha generado más pobres que ningún otro”. Según ella, la causa principal de que su familia se haya fragmentado en unos cuantos años es el gobierno, por todo lo que ha ocasionado y ellos han tenido que padecer.

—De acá nadie quería irse, tenemos la playa, la montaña y buena comida. ¿Quién iba a querer?

Dentro de su casa, sentada en una vieja silla de plástico, rodeada de cientos de objetos que algún día tuvieron uso, Areli mira un viejo álbum familiar; mientras pasa una a una las fotografías, narra cada escena y personaje que aparecen en ellas:

—Acá está Toño con la prima cuando se graduaron del colegio. Este es Bebé en su cumpleaños. Este es Niño con sus amigos y Frank en la playa.

El tono de su voz, siempre cándido, da la impresión de que esas historias que cuenta pasaron tan sólo ayer, pero no, en realidad esas imágenes poco a poco desvanecidas por el pasar del tiempo tienen más de 20 años, son de cuando aún estaban todos juntos y Venezuela era otra, “de cuando éramos felices y no lo sabíamos”, dice Areli, recordando esa frase que se ha vuelto tan común entre los venezolanos.

Areli y Richard, su esposo, viven en Maracay, a dos horas de Caracas y 30 minutos del mar, una ciudad tropical situada entre el lago de Valencia y la cordillera de la Costa que debe su crecimiento al auge petrolero y de industrialización que vivió el país en los años cincuenta. La urbanización en la que viven es una de las más grandes y populares de la ciudad, y también una de las más peligrosas, pero este pequeño barrio no siempre fue así; según Richard, las revueltas sociales después del año 2014 y las crisis económicas de la última década detonaron la violencia y la pobreza, que terminó por pudrir la ciudad y expulsar a sus cuatro hijos varones, sus nueras, sus nietos y tantos otros habitantes del barrio, la ciudad y el país.

Su casa, una humilde construcción de concreto y láminas de calamina, es al mismo tiempo un pequeño taller mecánico en el que Richard trabaja cuando Areli sale a atender su negocio de venta de zapatillas de imitación en el centro de la ciudad. En su pequeño universo caótico de herramientas y utensilios, también se encuentran cientos de objetos que sus hijos dejaron ahí “para cuando vuelvan”, como si esos cuerpos inanimados fueran una minúscula extensión de ellos detenida en el tiempo; son muebles, ropa, juguetes y hasta un viejo auto inservible de los años ochenta.

Manifestaciones en contra del gobierno de Maduro, el 29 de julio, en Caracas.

Manifestaciones en contra del gobierno de Maduro, el 29 de julio, en Caracas.

La entrada de la casa se sitúa en la esquina de la calle y desde ahí, a través de una reja metálica llena de candados, Areli y Richard miran lo poco que aún pasa en el barrio. Desde que 7,7 millones de venezolanos salieron del país, la sensación de vacío se extiende por este y muchos otros lugares, los espacios comienzan a quedar grandes y lo único capaz de llenarlos son los recuerdos.

—En esta esquina se juntaban hasta 20 carajitos [niños], acá jugaban mis hijos pelota, andaban en sus bicicletas, la pasábamos bien. Ahora muchos de ellos se fueron y a otros los mataron cuando las FAES [Fuerzas de Acciones Especiales], fue la época más difícil.

Richard se refiere al período de la “crisis nacional”, cuando Venezuela atravesó lo que se consideró la peor debacle económica del siglo XX en un país que no atraviesa una guerra formal.

En aquel período, el gobierno de Nicolás Maduro creó las FAES, un grupo policíaco de élite que a partir de 2016 hizo frente a los altos índices de criminalidad en el país. Su accionar estuvo fuertemente criticado por diversas organizaciones de derechos humanos nacionales y extranjeras, que acusaron a este grupo de haber cometido cientos de asesinatos de manera extrajudicial, una forma de represión no sólo contra los criminales, sino también contra ciudadanos opositores al gobierno.

A partir de 2014, la caída de los precios del petróleo, la expropiación de cientos de empresas y las sanciones económicas por parte de Estados Unidos y otros países se resumieron en una cadena de desventuras para Venezuela que inició con una hiperinflación económica, el desabasto encarecido de productos alimenticios básicos y servicios fundamentales como la salud, el aumento de la violencia y finalmente el éxodo de millones de venezolanos en búsqueda de mejores condiciones de vida.

—Fue una época muy difícil, imagina que hacíamos una fila inmensa, de hasta dos o tres días, para conseguir un poco de harina, arroz, mantequilla, aceite, desodorante, papel, cosas básicas que en otros países son fáciles de conseguir. Así no se podía vivir, te robaban en todas partes, por eso se fueron los chicos.

Esto lo cuenta Areli, mientras el pelo le vuela por el aire. Viajamos en su moto azul atravesando Maracay para ir a la montaña que custodia la ciudad. Describir Maracay mientras recorre sus espacios le ha inyectado un poco de entusiasmo, algo tan necesario en estos días inciertos; como si mostrar a unos ojos ajenos estos lugares en los que ha encontrado consuelo fuera un soplo de fe, aunque afirma que desde que su familia comenzó a separarse la ciudad no ha vuelto a ser la misma.

Ella recorre en bicicleta todos los días esta ruta en ascenso hacia el Parque Nacional Henri Pittier, más de 20 kilómetros de ida y vuelta desde su barrio. Cuando no tiene tiempo para pedalear, camina o hace gimnasia musical con un grupo de mujeres entusiastas en una plaza pública de la ciudad, pero nunca deja de moverse, hacerlo sería entregarse a un estado de depresión que no se puede permitir.

—¿Hace cuánto tiempo haces ejercicio?

—Comencé a hacer ejercicio hace como cuatro años, más o menos desde que Frank emigró. Él se fue el 16 de abril de 2018, tengo la fecha bien presente porque él fue el primero en irse y pocos meses después le siguió Bebé y al año siguiente Niño con su familia, esposa y dos hijos; Toño fue el último en irse, con Janeyka y mi nieto Mathías.

El ejercicio al aire libre se convirtió en su terapia, la forma de sobrellevar su duelo, de lidiar con la ausencia y mantener la esperanza; en cambio, Richard prefiere refugiarse en los autos, así como en su casa y los recuerdos que emanan de ella. Richard nació aquí, a tan sólo unas calles, y nunca ha vivido fuera de Maracay.

La última vez que Areli y Richard vieron a tres de sus hijos (Frank, Niño, Toño) juntos fue a principios de mayo de 2023, cuando viajaron a Medellín para encontrarse con ellos y sus respectivas familias; volvían desde Perú, donde habían vivido los últimos cinco años. Areli y Richard nunca habían salido del país. En ese último encuentro, la familia prometió que la próxima vez que se reunieran su situación sería muy distinta; no fijaron un lugar ni una fecha, pero todos tenían la esperanza de que sería en Venezuela.

Manifestación a favor de la reelección presidencial, el 31 de julio, en Caracas.

Manifestación a favor de la reelección presidencial, el 31 de julio, en Caracas.

Luego de haber pasado seis días en Colombia, Areli y Richard volvieron a Maracay para cuidar su casa y las pertenencias que sus hijos dejaron en ella. Mientras, diez miembros de su familia emprendieron una travesía por siete países y más de 4.000 kilómetros hacia Estados Unidos. Desde entonces Areli y Richard iniciaron un proceso de adaptación a su nueva forma de vida. Por primera vez en 36 años de matrimonio, se encontraron completamente solos, pero no eran los únicos: como ellos, millones de personas en Venezuela padecen la misma fragmentación del tejido familiar y social a causa de la migración masiva.

Los que luchan

Venezuela amaneció noqueada, pero se resiste a sucumbir. El golpe lo asestó durante la madrugada el Consejo Nacional Electoral de Venezuela (CNE) cuando anunció que, “irreversiblemente”, Maduro había ganado nuevamente la elección presidencial, con 51,2% de los votos. A pesar de que el gobierno sigue teniendo millones de seguidores, fieles creyentes en la revolución bolivariana y el chavismo, la sensación de opacidad en los resultados se esparció por todo el país y el mundo entero.

Es lunes por la mañana y el silencio es abrumador. A Caracas, la resaca de la jornada electoral de ayer parece haberla dejado sin aliento; mientras eso ocurre, la esperanza de un cambio sucumbe ante la realidad que se despliega por los medios nacionales de comunicación: Maduro, el autoproclamado “gallo pinto”, ganó; aunque pocos lo creen, las instituciones del país lo respaldan.

Salir a las calles y recorrer la ciudad, sus grandes avenidas y calles, es encontrarse ante un vacío sepulcral. ¿Adónde se ha ido el ánimo de los días anteriores? No se sabe. Antes del mediodía la gente parece no haber digerido la noticia, pero una lluvia cálida que baja de la cordillera se lleva la desazón y, como agua que fluye, va arrastrando en su torrente el miedo. Entonces el viento corre y sobre esa brisa veraniega el sonido de las cacerolas se amplifica, así comienza lo que parece la insurrección de una legítima protesta popular.

La gente sale de sus casas, hay hombres, mujeres y niños haciendo retumbar el sonido metálico de sus utensilios de cocina: sartenes, cucharas y cacerolas repicando. El sonido de esa insatisfacción compartida viene de todas partes, pero la movilización nace en los sectores populares, esos que algún día sostuvieron el proyecto de Hugo Chávez pero que hoy, después de 25 años, no creen más en ese hermoso sueño que se convirtió en utopía.

“Yo fui chavista”. Alberto lo dice sin miedo y sin reparo mientras agita una pequeña bandera venezolana. Su barrio, 23 de Enero, es una chabola reconocida en el país por ser profundamente chavista y albergar el mausoleo de Chávez en el Cuartel de la Montaña, pero ahí Maduro perdió. “No se puede tapar el sol con un dedo”, dice Alberto.

—Allá en el barrio hay una pequeña capilla en honor al comandante, eso antes era lleno de veladoras, imágenes, personas que le rezaban. Si ahora pasas por ahí no hay nada, sólo una fotografía suya, ese lugar siempre está vacío; hasta al mejor santo se le acaban los milagros.

Desde Petare, otro barrio, uno de los más grandes y complejos de América, los manifestantes se van sumando; la mayoría son rostros jóvenes que no conocen otra forma de ser gobernados, el chavismo es su única referencia en un mundo que avanza a otra velocidad y en una dirección contraria. A medida que bajan desde las colinas, se van convirtiendo en una marea de motocicletas y personas que se transforman en miles de voces manifestándose a lo largo de la ciudad, un fuego fatuo que el gobierno no tardará en reprimir con violencia antes de que caiga la noche.

Los que resisten

Al otro lado de la ciudad y en distintos puntos del país, recluidos desde el día de la elección en casas, oficinas y apartamentos, hay quienes gestan otra batalla, una más sigilosa pero no por eso menos incendiaria. En ella no hay gritos, gases lacrimógenos ni perdigones volando por los aires, sólo una tormenta de comunicación en línea y de personas interconectadas formando una inmensa red de información que busca defender y hacer públicas las actas originales con los votos de todos los venezolanos.

Intervención artística de protesta. En esta se pueden ver las actas de la elección con los retratos de algunos de los manifestantes asesinados durante las protestas, el 3 de agosto, en Caracas.

Intervención artística de protesta. En esta se pueden ver las actas de la elección con los retratos de algunos de los manifestantes asesinados durante las protestas, el 3 de agosto, en Caracas.

Desde la ventana de su apartamento, en un viejo edificio de estilo art déco de los años cincuenta decorado con pequeños mosaicos de colores que dan cuenta de la Caracas que un día acarició la modernidad, Minerva fuma un cigarrillo y estira su cuello con movimientos circulares. Cuando lo apaga, sus restos se recargan sobre un montón de colillas más; al parecer la noche ha sido larga. La mujer es joven, de cuerpo breve, casi atlético. Vuelve a su computadora y clava nuevamente su intensa mirada; son dos flechas marrones que no pierden de vista el monitor en el que se refleja el proceso de carga de la información electoral.

Minerva es una activista caraqueña que lleva años trabajando para fortalecer el desgastado tejido social a partir del arte y la cultura en el país; aunque su trabajo suena a que hace equilibrio con una sola pierna, ella está convencida de que su labor y la de sus colectivos es sumamente necesaria, sobre todo en un contexto como el que atraviesan ahora. El arte también es resistencia.

—Nosotros no estamos eligiendo a un candidato, estamos trabajando para sacar un sistema totalitario instaurado en el país. Este es el primer paso si queremos comenzar a transitar hacia la democracia.

Durante el último año, miles de personas como Minerva se capacitaron para aprender sobre las normas electorales venezolanas; lo hicieron para promover la importancia del voto, sobre todo entre los más jóvenes, que parecían haber caído en la desesperanza por la incredulidad en el sistema electoral venezolano; también para defender y resguardar las actas de votación bajo las propias reglas del CNE ante un posible escenario como el que están viviendo ahora, en el que la palabra fraude parece más verbo que sustantivo.

El trabajo consistió en formar un gran bloque ciudadano con un solo objetivo: cuidar todas las etapas el día de la elección, desde los testigos en los centros de votación, que debían exigir por derecho una copia de las actas, hasta su recolección y resguardo, pasando por la verificación de su autenticidad y posteriormente su publicación en una plataforma pública y verificable en la web alterna al CNE.

A pesar de que el sistema electrónico de votación es robusto y confiable, según Luis Vicente León, un reconocido analista político venezolano, “pudieron existir muchas variables fuera de él, que la mayoría de las personas no había contemplado”. León se refiere a todo lo que el aparato político del gobierno pudo mover a su favor para tomar ventaja antes del día de la elección: coerción del voto, intimidación a líderes comunitarios opositores al gobierno, compra de voluntades y amenazas a los trabajadores del Estado, que pudieron haber sido decisivos el 28 de julio.

Aunque la mayoría puede no haberlo considerado, existió una excepción que podría ser la diferencia en esta larga y tensa disputa electoral: un numeroso grupo de ciudadanos que, como Minerva, desde la conciencia civil y la experiencia de elecciones pasadas, se organizaron en un gran frente de batalla que busca defender con uñas y dientes los 12 millones de votos ejercidos en Venezuela.

Los que se irán

—Mi corazón se siente arrugadito, nos robaron, no puede ser.

La voz achatada al otro lado del teléfono es la de Areli; llevan dos días sin salir de casa porque, como muchos ciudadanos más, tienen miedo. Las persecuciones policiacas, militares y de los “colectivos” (grupos civiles de choque a favor del gobierno) se han instaurado en el país con la venia del presidente Maduro. El gobierno venezolano ha jurado desde el Palacio de Miraflores dar persecución y castigo de hasta 30 años de prisión a los manifestantes, a quienes calificó de “terroristas, fascistas, criminales de la derecha imperialista que han querido dar un golpe de Estado en el país”. En tan sólo dos días hay más de 2.000 detenidos y 23 personas muertas.

—Nosotros salimos a manifestarnos pacíficamente, éramos muchos en la redoma de San Jacinto, pero luego unos muchachos se calentaron y salió la policía y empezaron los enfrentamientos. Richard y yo salimos corriendo para casa, luego nos enteramos de que a Rances, un chico que estaba por ahí, lo mataron. Nos quieren atemorizar. No sé qué vamos a hacer.

En una gran parte de Venezuela la situación es similar: las calles vuelven a estar vacías, los negocios están cerrados, es el ambiente pesante de una tensa calma que se resiste a recobrar la normalidad, el resquicio de una candela sofocada que encendía la idea de un cambio y que ahora se transforma en la ansiedad de tener que decidir si quedarse y sobrevivir o marcharse y resistir.

Autopista central de Caracas.

Autopista central de Caracas.

Areli y Richard han vuelto a hablar con sus hijos, los cuatro están de acuerdo: lo mejor que pueden hacer sus padres es salir del país, cruzar la selva del Darién, atravesar América Central y solicitar asilo en Estados Unidos para intentar rehacer su vida allí. Areli le abre la puerta a la posibilidad, en Venezuela le queda “poco y nada”, la economía del último año ha sido igual de mala para ellos, pero Richard tiene sus dudas.

—¿Qué va a pasar con nuestra casa? ¿Quién va a cuidar de ella y nuestras cosas? Es lo único que tenemos, lo único que nos queda. Ya le dije a Areli que si quiere irse, que se vaya, yo los alcanzo después. Pero no me puedo ir ahora.

Hace tres años, después de rentar por más de dos décadas este espacio, Richard y Areli pudieron comprarlo; fue con los pocos ahorros que tenían y el dinero que enviaron sus hijos desde el extranjero. En todo este tiempo han hecho con él lo que pudieron, desde donde pudieron, y abandonarlo parece una lápida gigante con la que no les gustaría cargar. En esa casa están depositadas sus historias personales, sus anhelos y penurias. Su casa es la guardiana de su pasado y su presente, de lo que son y de lo que han sido, pero muy posiblemente no de lo que serán.

Algunos nombres de personas fueron cambiados por razones de seguridad. 

Israel Fuguemann es periodista y fotógrafo documental mexicano. Su trabajo se centra en temas sociales y medioambientales, en especial de pueblos y culturas en resistencia y migraciones.