Algo late en ciertos sótanos de Montevideo. Afuera las calles lucen como siempre a la noche: oscuras, silenciosas, apenas habitadas por quienes las transitan. Pero bajo tierra el panorama es diferente. Húmedas y pegajosas, las paredes de los bares elegidos por decenas de bandas albergan cuerpos amantes de la música, que entre saltos y gritos están gestando algo todavía sin nombre.
Alguien podría objetar que el presente de la escena, o la movida, como le dicen sus protagonistas, tiene poco de nuevo. El under capitalino existe desde hace décadas. Pero no hubo tantos músicos criados a base de mp4 y Youtube ni bandas que grabaron sus primeros discos mientras el mundo se veía azotado por una pandemia. Varios de los que hoy toman los escenarios son los adolescentes que pasaron sus últimos años de liceo encerrados. El resto, los más grandes, tampoco le escaparon a la rutina debajo de tapabocas y detrás de pantallas. La vida comenzó a ser otra después de 2020, pese a que aún cueste dimensionarlo. La forma de experimentar la música, al menos para muchos, también.
“La gente dejó de cohibirse y de dejar cosas para después”, asegura Pablo Varela, bajista y cantante recién egresado de la carrera en Producción Musical de la Universidad ORT, al analizar lo que está pasando. Entender que puede ocurrir algo que cambie todo de un día a otro habilitó a muchas personas a “no juzgarse y disfrutar de lo que surja”, y eso desató una avalancha de toques que antes no se daban, agrega.
El joven de 21 años es, además, uno de los organizadores del Indieween, un festival gratuito de artistas emergentes que en octubre tuvo su segunda edición, en el mítico cruce de las calles Durazno y Convención. A pocos días del evento, él y quienes trabajaron durante meses para hacerlo posible —su novia y estudiante de marketing, Nicole Borches, su compañero de facultad y de banda, Samuel Acosta, y su amiga e ilustradora, Cecilia Braña— están contentos y sorprendidos porque la convocatoria fue mayor de la que imaginaban.
La idea surgió en un toque hace un par de años. Estaban en un lugar que se caía a pedazos y Cecilia comentó que era ideal para organizar una fiesta de Halloween. A los pocos meses se propusieron realizarla en formato festival, pero el espacio ya no estaba disponible. Tras una breve búsqueda, acordaron llevarlo a cabo junto a El Faro, un centro cultural perteneciente al gremio de estudiantes de la Facultad de Ingeniería de la Universidad de la República, que entre 2022 y 2023 fue un punto de encuentro clave para el circuito universitario. Pero el plan no prosperó porque El Faro no contaba con las habilitaciones necesarias. Finalmente, siguiendo la sugerencia de un colega, terminaron concretando la primera edición en Durazno y Convención, con el apoyo de los bares Andrómeda y Ducón.
Al principio, el grupo de amigos no sabía que en el mismo lugar solía celebrarse otro festival, el Peach & Convention, que entre 2011 y 2016 convocó a bandas como Alucinaciones en Familia, Camposanto, Genuflexos, Mux y Julen y La Gente Sola, cuyo vocalista, Federico Morosini, integró la grilla de la primera edición del Indieween. Aunque se presentaría como solista, el músico acudió con toda la banda porque “los conmovió volver a la esquina”, cuenta Samuel. Además de ellos, los más populares, se presentaron entonces Los Walrus, Neamwave, Cinnamon, Sofacha y Samuel Acosta y Los Colets, su banda. El año pasado se repitieron algunos nombres y se sumaron Emphasis, Yakisoda, Charlie, Solo Bueno y Hangwire.
Quien sugirió hacer el Indieween allí fue Jacinto Jaso Sanguinetti, voz de Los Walrus, una banda de “rock expansivo” nacida en La Paloma en 2017, cuyas referencias abarcan desde The Velvet Underground hasta Babasónicos. Actualmente integrado por Jaso, Santiago Castagnaro, Tomás Espino, Francisco Sander y Felipe Robaina —que tienen entre 21 y 26 años—, el grupo se posiciona como uno de los más populares de la movida, no solo por ser de los más veteranos, sino por su presencia escénica y el agite que generan en sus presentaciones. Samuel, por ejemplo, recuerda que la primera vez que se armó un pogo en un toque de Los Colets fue por iniciativa de ellos, que andaban en el público. La anécdota sirve para ilustrar su esencia. Arriba y abajo de los escenarios, Los Walrus proponen un movimiento cuya descripción es mucho más acertada en términos coloquiales: son gente a la que le gusta dar manija.
“Nuestras canciones tienen una energía que se contagia y en todos los lugares a los que vamos el público termina haciendo pogo”, celebra Fran. Jaso agrega: “Más allá de la música, escénicamente construimos algo de no achicarnos, buscamos que la experiencia esté buena, atrapar a quienes nos van a ver”. Parte del encanto se genera al confiar en sus capacidades. Sin miedo a parecer soberbio, Jaso asegura que durante el último año él y sus compañeros han crecido un montón. “No solo la banda suena zarpada, sino que estamos más sueltos para tocar. Eso se ve en poder invitar a la gente a que se cope, a que se cuelgue con el viaje, a sostener con fe que está bueno lo que hacemos”.
Lo común es que en los shows su invitación sea correspondida, pero fuera de ellos los contras nunca faltan. Animarse a crear un personaje y encarnarlo no es sencillo, porque en general “cuesta que la gente los compre”, dice Jaso. Al menos a los que nacieron en nuestro país: “El artista uruguayo no puede creérsela, pero viene el argentino y tiene derecho. Hay que saber maniobrar el ego, porque el público hatea mucho a los que se pasan de rosca. Hay una vara entre confiar en vos y ser una idiota, y hay que saber estar entremedio”.
Ruido para gurises
Sábado a la noche en el Andrómeda, el bar predilecto de la mayoría, no solo porque no les cobra a las bandas por tocar, sino por su impronta cooperativa. Sobre un escenario pequeño, cuya altura no supera los 50 centímetros, Samuel Acosta y Los Colets —Ezequiel Lencina en la guitarra, Tomás Doldán en el teclado, Pablo en el bajo y Matías Sánchez en la batería— entonan la canción “Benjamín”, junto a Santiago Odriozola, coautor y guitarrista invitado, para un público alegre y enérgico.
“Quiero ser una y otra y otra vez tu Benjamín, y saber que todo va a estar bien, que todo va a estar bien”, dice el estribillo del tema, dedicado a su abuela. Aunque fue publicado apenas unos días atrás, alrededor de 20 chiquilines lo corean como si lo escucharan hace meses. Saltan, se abrazan, lanzan un peluche al aire. Gritan: olé, olé, olé, Samu, Samu. Uno tiene una remera hecha a pedido, con las palabras “She poppys on my Samuel till i Acosta” estampadas en el pecho. La frase responde a un formato de meme gringo que nadie llega a entender del todo y que a quien la porta no le interesa explicar. En cambio, una vez terminado el show, ahonda en su gusto por el pogo, al que define como “un baile violento, primitivo”. Al lado, su amigo le comparte una galleta y afirma: “Lo que me hace quedarme acá es que cada vez que me estoy por caer alguien me levanta”.
La esquina está repleta. Hay personas sentadas en las mesas, en el cordón, en la vereda de enfrente y sobre la puerta del edificio de al lado, cuyos apartamentos, a estrenar, se anuncian en alquiler desde hace semanas. Entre ellas, andan desperdigados Joaquín Rocha, Tomás Vázquez, Juan Pablo Bordón y Rodrigo Ríos —vocalista y guitarrista, guitarrista, bajista y baterista, respectivamente— de Neamwave, una banda grunge surgida en 2021, cuyo nombre es una palabra inventada.
“Ruido para gurises”, proclama su presentación en plataformas. La descripción es tan concisa como acertada; si hay algo por lo que son distinguidos sus integrantes es por su barullo y juventud. Nacieron entre 2002 y 2003, y —menos el baterista, Rodrigo, quien se sumó más adelante— se conocieron en el liceo Salesianos de La Teja, cuando todavía vivían en soledad su gusto por el punk, el hardcore y el metal. Entonces ni siquiera sabían que en Uruguay había gente dedicándose a la música que los apasionaba, pero pronto descubrieron a grupos como VHS, Niño Nómade y Silver Tongued Hyenas. Vieron que era posible hacer lo que querían. Y lo hicieron: en 2023 sacaron su disco debut, Mental.
Una joven que no debe tener más de 20 años se para firme, con las piernas y los brazos abiertos frente a la banda. Han pasado solo minutos desde que Neamwave empezó a tocar, pero la marea que vino a escucharlos ya está agitada. Detrás de ella, que baila un poco, más chiquilines hacen lo de antes, con Los Colets, pero con mayor intensidad. La euforia es tanta que el público tira el micrófono que amplifica la voz de Joaquín. Mientras lo devuelven a su lugar, él permanece imperturbable.
“Me gusta mucho el ambiente que se genera en los sótanos”, dice el vocalista y guitarrista de Neamwave. “Si bien las limitaciones de sonido y espacio son obvias, hay una energía y una electricidad en el aire, con toda la gente apretada y transpirada y las paredes sudadas, que usualmente no se da en otros lugares”. La clave es el escenario. Si está a la altura del público es más fácil construir intimidad: “Tocar, tener adelante a una persona, que capaz conocés o capaz que no, mirarla a los ojos”. En momentos así “sentís complicidad, somos todos parte de algo, están todos en la banda”.
Joaquín comenzó escuchando a The Clash, Ramones y Sex Pistols cuando tenía alrededor de 12 años, gracias a unos discos de su padre. Luego, buceando en Youtube, descubrió a bandas como Bad Brains, Bikini Kill y Fugazi. “Lo que más me interesaba era la actitud de hacelo vos mismo y la idea de que todo el mundo tiene el poder de crear cosas”, dice al recordar sus primeros acercamientos al punk clásico. Y afirma: “Eso fue lo que más me habló, esa libertad. Fue lo que me inspiró a empezar a tocar la guitarra, a componer temas”.
Ahora lo cautiva la comunión que caracteriza a la escena. “Que se junte mucha gente por una misma razón, que les interese lo que está pasando porque les habla a ellos, o se sienten interpelados, es algo bastante fuerte”, reflexiona. Para el vocalista de Neamwave, la música que él y sus congéneres están haciendo es una “expresión directa” de sus emociones. Aunque le cuesta, alguna palabra encuentra para referirse a sus estados: lo primero que le surge es hablar de “alienación”. A nivel sonoro, visual y estético, a los artistas de la movida les gusta crear cosas “desprolijas”. Según Joaquín, eso puede responder a que “la gente necesitaba sentir crudeza y alejarse del mundo virtual, encontrar la belleza de lo imperfecto, de todo eso que se estaba perdiendo en los últimos años por la cultura mainstream”.
En la misma línea, Jaso afirma: “Hay cierta alienación en nuestra generación, producto de las redes sociales. Hoy en día hay que hacer un trabajo muy fuerte para poder estar enfocados en nuestras cosas y que todo lo que consumimos no nos contamine”. Las aplicaciones, además, fomentan la competencia y la “obsesión” por el aumento de seguidores y de likes, señala el artista. “Eso te termina desconectando de tu proceso. Si yo estoy pensando en el exterior dejo de enfocarme en grabar buena música y en disfrutarla, porque lo más difícil de todo esto es disfrutar”.
Ni bobas ni perezosas
Fotógrafos y diseñadores textiles y gráficos tienen un lugar de relevancia en la movida. Un ejemplo es el Tatú, uno de los espacios para tocar más queridos por las bandas, que es gestionado por un colectivo de personas vinculadas al arte y al diseño. Además de alojar a músicos, desde 2022 el centro cultural ubicado en Ciudad Vieja organiza proyecciones de audiovisuales, jams de poesía y dibujo, exposiciones, ferias y talleres. Parte del equipo de la madriguera, como suelen llamarla, integró la gestión de la segunda edición del Festival Del Sur, impulsado por Los Walrus, que entre la fecha de 2023 y la de 2024 albergó a la banda de origen palomense, a Samuel Acosta y a Neamwave, así como a Obelisco, Charlie, Flor Sakeo, Jesús Negro y Los Putos, y Cuatro Pesos de Propina, entre otros.
Dos puntos a destacar surgen de las grillas de los festivales y de las fechas en general. El primero es la diversidad en lo que refiere a géneros musicales. Esta es, quizás, la marca que distingue a la nueva generación del under: la escena no se construye alrededor de sonidos, sino de intenciones. Entre los músicos que la integran predomina la idea de que en colectivo es más fácil crecer y esa perspectiva tiende a mantenerlos alejados de los juicios que podrían distanciarlos entre sí. Pero la búsqueda de la evolución no es lo único que los motiva a compartir. Por lo que relatan, relacionarse con lo desconocido es parte de la gracia. Ir a ver a la banda que les gusta y luego escuchar a otra completamente diferente les divierte y alimenta una constante exploración. Uno de los emblemas de esta heterogeneidad es la vestimenta, que delata referencias vinculadas al mundo del punk y al del skate.
La otra observación refiere a las mujeres que, como de costumbre, son minoría. Las más mencionadas por sus colegas son Flor Sakeo, premiada en los últimos Graffiti como “la solista femenina del año”, y Julietta Astol, líder de Naoko, ambas bastante roqueras. A ellas se suma Charlie, una cantautora de 21 años que ya lleva dos discos editados, Microondas (2024) y Cráneo (2021), cuyos temas se inclinan hacia un lugar más dulce y juguetón. “Pienso mucho en las formas ingeniosas de decir las cosas”, dice Charlie. Si bien no le gustan las metáforas y las palabras pomposas —“eso del alba y los pájaros y Luis Alberto Spinetta”—, para la artista es importante que sus letras “no sean bobas ni perezosas”. Esta inquietud se ve atravesada por la idea de que al hacer música está comunicando un mensaje y le resulta importante que se entienda. “Quiero decir algo que al otro le resuene, siempre hablando desde mi verdad”, explica.
Consultada sobre su experiencia como mujer en un ambiente tan masculino, responde que la principal diferencia se halla en la autoexigencia y en el miedo a la exposición. “Lo he hablado con otras mujeres: todas compartimos la presión de tener que hacerlo bien y el no querer dar cringe”, revela. Este último término, proveniente del inglés, se relaciona con la vergüenza. Quien lo enunció lo resume mejor que cualquier diccionario: “Es cuando apretás los dientes y querés mirar para otro lado y decís ojalá no hubieras hecho eso”. En su entorno, el gesto aparece “cuando alguien lo está intentando demasiado, cuando te das cuenta de que hace algo porque lo hacía Kurt Cobain, cuando sentís que no es genuino”.
Charlie escuchaba a Nirvana y Led Zeppelin en su adolescencia, pero el amor por la música apareció a los ocho años, cuando descubrió a Michael Jackson. Ahora su obsesión es Paul McCartney. Gracias a él ha comenzado a pensar el arte también como un entretenimiento. “En su época la gente no tenía celular y se aburría, entonces iba a ver música, y eso tenía que ser entretenido porque si no les tiraban cosas”, cuenta. En la misma línea que el vocalista de Los Walrus, la cantautora resalta que las canciones están hechas para “simplemente disfrutarlas”. Con convicción, afirma: “En este mundo en el que vivimos es re importante tenerlo en cuenta, porque se desdeña. Sí, es para disfrutar, para sentirse bien, solo para eso. Para que escuches un sonido y digas qué demás”.
Nada más punk
“Estoy aburrida de las sociedades que no les dan bola a los procesos creativos”, admite Bianka Luna Marchesoni, una de las fotógrafas más destacadas de la escena. “Me refiero a lo que pasa alrededor de los eventos en los que hay tantas bandas tocando, a lo que se despliega ahí: el arte para los flyers, para los singles, y los fotógrafos, que empezaron a salir de abajo de las piedras, con un interés particular por la edición y la posproducción, por generar una estética y una imagen de lo que está pasando”, desarrolla.
Para ella, el presente es esperanzador y hasta conmovedor, tanto que ha soltado algunas lágrimas viendo a sus amigos abrazarse a desconocidos mientras saltaban al ritmo de una canción que les gustaba. “Me emociona que suceda algo así en un país tan chicuelo, en donde cuesta hacerse un tiempo para ensayar, para cranear, para gestar cosas culturales”, sostiene. Además de conocer esas dificultades por su experiencia capturando imágenes, Bianka sabe de lo que habla porque es la vocalista de Pólvora, una de las pocas bandas integrada únicamente por mujeres, y de un carácter más ruidoso y hardcore.
La propuesta surgió de Lucía Paz, guitarrista y también fotógrafa, conocida como Luz Experimental por el nombre de su cuenta de Instagram. La más chica del grupo —tiene 21 años— tuvo ganas de hacer una banda de mujeres durante mucho tiempo porque directamente “sentía que faltaba”, pero le costó concretarla pues sólo se topaba con mujeres guitarristas. “No tenemos tan naturalizado el acercamiento a la batería, al bajo, al ruido poderoso”, dice Mariana Curti, de 33 años, que comenzó a tocar la batería cuando tenía 27. Tampoco “el ser protagonistas o ponerse en una postura fuerte”.
“Lo que sorprende de Pólvora, por lo que me han comentado quienes nos vieron, es que la energía de nuestra música es como la de las bandas de pibes, porque nos animamos a meter sonidos raros”, asegura Camila Sena, la bajista, también integrante de Obelisco. Esa búsqueda todavía no congrega a tantas mujeres acá, pero sí al otro lado del Río de la Plata, en donde se destacan bandas como Las Tussi y Dum Chica, que han venido a tocar a Uruguay más de una vez. “Estamos tejiendo puentes con Argentina de una manera increíble”, dice Bianka al respecto. “Hay un vínculo entre los artistas de acá y de allá, que van y vienen, que creo que responde a un querer crecer y juntar cosas que eran injuntables”, continúa. Lo mismo pasa con la forma de vestir: “Buscamos generar nuevas estéticas, vestirnos como queramos”.
Olvidar el qué dirán es un motor para todos. “Tocar en Pólvora y en Obelisco me lleva a permitirme la inocencia de hacer lo que siento y, aunque me pone en un lugar vulnerable, me hace feliz”, celebra Camila. Junto a ella, Bianka vuelve a lo planteado al comienzo de la conversación y subraya: “Rescatamos el animarse a hacer las cosas y poner el cuerpo de verdad. No hay nada más punk que eso, que hacer lo que se te cante con tu proceso creativo. Es amor puro”.
Agustina Tubino es periodista. Escribe en Lento y en la diaria sobre temas sociales y culturales.