Verano de 1972: el café concert de Punta del Este
—¿¡Qué!?... ¿Estás loco? ¿Sabés la plata que hay que tener para abrir eso?
La reacción es de Moisés Lasca.
Germán Araújo le acaba de proponer montar un café concert de Camerata en Punta del Este, el principal balneario uruguayo, lugar de veraneo de la élite económica del Río de la Plata; en especial, argentina.
—Yo consigo el lugar —retruca Araújo.
—Está bien, pero hay que pagar alquiler, hay que armarlo —insiste Lasca.
—Yo conozco a la persona indicada —dice Araújo de forma críptica, ya dispuesto a poner en juego no solo el monto de su despido de canal 12, sino su capital social de múltiples amistades que ha hecho en el mundo de la publicidad.
Uno de esos amigos es Everly Rodríguez, concesionario del Parador del Cerro, que en esos momentos es uno de los lugares de mayor éxito de la noche montevideana. Más que un amigo, un estrecho cómplice de Araújo en las locas aventuras que pautan ese tiempo.
Moisés Lasca y Juan José Rodríguez son los embajadores de Camerata en esa primera charla con el empresario.
—Yo tengo un lugar en Punta del Este sobre la avenida Gorlero; vamos a verlo, a ver qué les parece, ustedes me dicen si les sirve o no les sirve —es la propuesta de Everly Rodríguez.
A Moisés Lasca y Juan José Rodríguez se suma Carlos Vinitzki, y van a ver el local, ubicado en diagonal con el casino Nogaró, frente a donde estaba la estación de ferrocarril y ahora se levanta la terminal de ómnibus.
—Era noviembre de 1971 —desempolva de la memoria Juan José Rodríguez—, o sea, la temporada empezaba en diciembre, como quien dice mañana. Abrimos la puerta y vemos una escalera que se pierde hacia abajo. Al bajar nos encontramos con un sótano, todo decorado con estalactitas, tipo cueva, con papel maché y alambres. Entramos con linterna porque no había luz.
—Bueno, pero hay que ver cómo hacemos para pagarlo —dice Lasca.
—La verdad es esta —les explica el empresario—: al lugar lo cerraron porque era un tugurio. La gente cruzaba a la vereda de enfrente para no pasar por la puerta. Yo se lo doy por cinco años gratis, para que lo levanten, porque a mí, así, no me sirve. Después de eso, hablamos.
Igualmente, el local no es todo. Se necesita dinero para montarlo.
—¿Cómo vamos a hacer, si no tenemos un mango? —le dicen a Araújo al regresar de esa primera conversación con Everly Rodríguez.
—No hay problema, vamos de cooperativa —les responde el futuro senador.
—¿Cómo "de cooperativa"?
—Yo pongo la mitad y ustedes junten la plata de la otra mitad.
—Entonces la pensamos —agrega Juan José Rodríguez, trayendo a la memoria las cavilaciones de ese tiempo—. Además, la cosa en el Sodre ya no estaba para bollos, porque seguían aumentando los problemas por el choque ideológico. Se sumaba lo que pasaba en la calle, paros de acá, paros de allá, atentados, era un momento muy grave, cada vez peor. Así que aceptamos.
Moisés Lasca y Carlos Vinitzki dejan por un momento los instrumentos de cuerda y se dedican a comprar los insumos para abrir el café concert: mesas, sillas, bebidas, vasos. No es fácil, ya que, en ese Uruguay, para conseguir whisky no alcanza con ir a la góndola del supermercado. Por eso, en los años siguientes, cada gira a Buenos Aires será una oportunidad para traer la mayor cantidad posible de botellas del whisky "medio pelo" más habitual de su tiempo, el legendario Criadores argentino.
—Vinicio [Ascone] y yo —rememora Juan José Rodríguez—, con dos artistas plásticos amigos, desmontamos todo aquello, todas las estalactitas. Mientras tanto, ya era fin de año y la gente paseaba por Gorlero. Nosotros salíamos de la obra y nos bañábamos en la playa Brava. Nos tirábamos en el mar, llenos de mugre y todos lastimados por el trabajo de albañilería.
Araújo alquila una pequeña casa para todos en Manantiales, que en ese momento es un pueblo diminuto de las afueras de Punta del Este conectado con Gorlero por un camino de una única vía para las dos manos del tránsito.
—Yo tenía una camioneta Simca del 55 —prosigue Rodríguez—, y atrás llevábamos palas. Arrancábamos de madrugada, rumbo a la obra, y cada tanto teníamos que bajar del vehículo y abrir surcos para pasar, ya que el camino a veces se llenaba de arena.
Para que no se cuele el sonido de la calle compran hueveras y las usan para revestir las paredes y el techo, al estilo de un estudio de grabación. Todavía se las ve en las fotos que han pasado la prueba del tiempo. Bares que habían bajado cortina y mandado sus muebles a remate son el origen de las mesas y las sillas, de muy buen diseño, que compran Lasca y Vinitzki, vueltos improvisados decoradores. Combinan lejanamente con la ambientación que crean Rodríguez y Ascone luego de podar las famosas estalactitas.
Llega el 8 de enero de 1972 y el café concert abre sus puertas. La única promoción, días después, es la impresión de unos volantes que un grupo de chiquilines reparte en las playas de Punta del Este, como se estila entonces.
—Pero, claro, el lugar estaba requemado. La gente no entraba —apunta Rodríguez.
En esos primeros días, en los que el conjunto ensaya en el sótano para dar una función para nadie, a Germán Araújo se le ocurre tomar la publicidad del espectáculo en sus manos. Acción directa. Le pide a Vinicio Ascone que coloque un parlante en la vereda para llamar la atención. Entonces, vestido de smoking, igual que los músicos, Germán Araújo se para en la puerta, debajo de una lámpara que ilumina el diminuto zaguán de entrada, para que lo vean, y como una aparición inicia su campaña, que al comienzo ha de haber despertado más horror que curiosidad.
—Entren, tomen algo, solo pagan si les gusta el show —invita, con su vaso de whisky en la mano.
—Te juro por mis hijos que era sí —asegura Juan José Rodríguez, sabedor de lo inverosímil de la situación—, una locura. De a poco empezaron a entrar parejitas de recién casados, y salían tan conformes que al otro día aparecían ellos con otra pareja, para mostrar el descubrimiento...
Hasta que el boca-oreja desborda todas las previsiones.
—Fue como prender un fósforo —dice Rodríguez—. Arriba del local había una peluquería de mujeres —agrega—, y nosotros esperábamos que llegaran las diez de la noche, que era la hora en que cerraba, para que nos prestaran las sillas. Todas las sillas, hasta las butacas que usaban las peluqueras para hacer la manicura.
En el sótano del café concert entran, sentadas, 80 personas; pero algunas noches hay 120. Tal es la concentración de gente y de humo de tabaco que, a veces, los músicos tienen que hacer una pausa para que el público salga a respirar. Eso cuentan ahora, quizá exagerando.
—Para resolver un poco el tema —reconoce Rodríguez—, habíamos comprado dos ventiladores que intentaban sacar el aire viciado por una ventanita que daba a la escalera que iba hacia la calle. Uno en la sala y otro en el baño. Al ventilador de la sala le decíamos "el víquer", por la turbina de los barcos. Y ahí empezaba la discusión. Cuando alguno estaba medio ahogado, decía: "Prendé el víquer", pero algún otro pedía que lo apagaran, por el ruido que hacía, sobre todo cuando estábamos tocando música de cámara.
Ya sea en las sillas "oficiales" de las mesas, en las butacas de las peluqueras, de pie o en el espacio que queda libre en las escaleras, el público se amontona.
—Les decíamos "no hay más sitio" —reconstruye Juan José Rodríguez—, pero no había manera. "Quiero que lo vea mi sobrina, o mi tío, que están solo este fin de semana, después ya no pueden venir...”.
Nadie protesta, porque el sótano va transformando sus debilidades en fortalezas. Así alcanza una mística que lo vuelve el lugar central de la bohemia del balneario.
—Más de una vez me invitaron a ir, después a las cinco de la mañana, a alguna fiesta en un yate. No se podía siempre, ya que nosotros teníamos que estar bien para tocar —rememora Rodríguez.
En el puerto de Punta del Este también conocen otras embarcaciones menos frívolas. Es el caso de la lancha pesquera La Corme.
—A veces se aparecían en el boliche los compañeros de una lancha, "los Gastones",1 de los cuales uno era piloto de avión, que se dedicaban a la pesca del mejillón. También había otro amigo, Lolo Rodríguez, artista plástico. Llegaban con una bolsa de mejillones y lo hacían para nosotros a la miserere, como le decían, que era ponerle sal, perejil, y a la olla. En su lancha, después, también hicieron varias acciones contra la dictadura, porque eran compañeros del Partido Comunista. Y bueno... los agarraron y la pasaron muy mal —continúa Rodríguez.
Esa lancha tiene un lugar especial en la resistencia contra el régimen militar. Fueron decenas las veces que navegó entre Uruguay y Argentina transportando clandestinos. Uno de los viajes más difíciles implicó traer de regreso a Alberto Altesor, un destacado dirigente, ya mayor, que acababa de ser operado del corazón por René Favaloro. Con pésimo clima, el viaje duró casi diez horas, pero se culminó con éxito. Uno de los habitués del café concert de Camerata entre esos tripulantes, uno de esos Gastones, nunca fue detenido y se exilió en México, desde donde se sumó a la guerrilla del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en Nicaragua.2
El baterista y el maître
En Punta del Este ya no está el violinista Nelson Govea, quien se ha ido a Toluca, a integrar la Orquesta del Estado de México,3 pero se incorpora Oscar Pipa Burgueño, un baterista que desde 1958 alternaba en jam sessions montevideanas con Federico García Vigil. Esto les permite diversificar el repertorio hacia el jazz. Lo mismo pueden hacer respecto de la bossa nova tomando a García Vigil como eje. Dos ritmos que los caracterizarán en adelante y que llegan con las novedades de plantel y de escenario:
El hecho de tocar diversas formas de música, aparte del tango —dirá Guardia en una entrevista— nació con el café concert en el verano del 72. Un café concert con la gente que iba a tomar unos tragos y escuchar toda la noche tangos, siempre con los mismos músicos, pensamos que podía resultar un poco pesado.4
Ese verano también se suma el Negro Palacios, alguien que se volverá un imprescindible. Los cameratos lo llamaban Black Palace (apodo que combinaba su color de piel con su apellido). El flamante maître es un caballero de pelo canoso que había sido barman en El Techo del hotel Victoria Plaza, ese lugar legendario de la bohemia montevideana.
—Una persona "que se movía" —dice Rodríguez para describir su carisma—. Además, Manolo [Guardia] lo incluía muchas veces en sus historias, que combinaba con la música; por lo que Black Palace y el mozo Ramón Ramuña Martínez solían ser dos personajes del show.
Burgueño, Guardia y Palacios se quedan por las noches en la casa de Manantiales. Los que trabajan en la orquesta del Sodre viajan casi a diario desde Montevideo. Salen al final de la mañana luego del ensayo de la sinfónica, en un automóvil Studebaker que había sido de la Policía Caminera y que para esos viajes se lo compraron a un amigo músico que tenía una automotora.
—Perdía y quemaba aceite —dice Rodríguez—, pero, claro, lo pagamos baratísimo. Y volaba. El que nos lo vendió me dijo: "Dale nomás, porque el motor en un mes hay que tirarlo, no se puede arreglar más", y salíamos del Sodre para Manantiales. Comíamos lo que habían hecho los compañeros de allá y nos íbamos al boliche. Primero, a prepararlo: comprábamos los cajones de naranjas y las exprimíamos a mano, porque una de las cosas que se consumía más era el jugo de naranja. Después nos poníamos a ensayar. Terminábamos el ensayo a las ocho de la noche, se quedaba Black Palace a cargo del local y nosotros íbamos a bañarnos y vestirnos a Manantiales. Volvíamos y tocábamos.
El programa comienza con 20 minutos de música de cámara seguidos de un descanso para facilitar que el público consuma. Luego, 20 minutos de bossa nova en los que Federico García Vigil toca la guitarra y canta. Otra pausa y 20 minutos de jazz. Paran de nuevo y 20 minutos de tango. Tras eso, y mientras haya gente en las mesas, todo vuelve a comenzar.
Pero, en vez de disminuir, a medida que va progresando la noche llega más público. Es el momento del auge del café concert en Punta del Este, con cerca de 25 locales de ese tipo en el balneario.
—Me acuerdo —continúa Rodríguez— de que en I'marangatú tocaba Ruben Rada con un grupo que mataba, rompían todo. Muchos, al terminar, venían para el boliche nuestro. Por ejemplo, estaba Vinicius, que hacía un show con Toquinho y a las dos de la mañana ya quedaba libre y venía a ver a la Camerata. Entonces la gente empezó a agarrar la onda de que a las tres de la madrugada el centro de la movida estaba en Camerata.
Como todo se desarrolla en un sótano, no es difícil que den las siete de la mañana y en esa burbuja subterránea continúe la noche.
Quien mire la escena que sucede atrás del mostrador podría pensar que se trata de una película. Como todas las mesas pagan su cuenta al terminar la función, no hay tiempo de máquinas registradoras, así que el dinero se tira a las apuradas dentro de una caja de zapatos que hay en el piso y de la que, a determinada hora de la mañana, desbordan los billetes. Claro, después hay que pagar los gastos y esa ilusión de abundancia se desvanece. Pero no se pueden quejar.
Roberto López Belloso (Maldonado, 1969). Es periodista y escritor. Fue editor de Lento y actualmente dirige la edición uruguaya de Le Monde diplomatique. Sus últimos libros son Hijos de África. La brigada de comunistas uruguayos en la guerra civil de Angola (Editorial Fin de Siglo, 2024) y Camerata: cambiar la música, cambiar el mundo (Editorial Fin de Siglo, 2025).
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Uno de los tripulantes de la lancha, en efecto, se llamaba Gastón, de apellido Ibarburu. No sabemos cuál es el otro Gastón al que se refiere Rodríguez. La tripulación la completaban Carlos Visca (el patrón de la embarcación), Mario Díaz, Manuel Rodríguez y Bladen Ramírez. ↩
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“El aparato armado del PCU (2): de traidores y valientes”, Esteban Valenti, Bitácora, 19-10-2015. ↩
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Cuando Camerata se exilie en México, no llegarán a reencontrarse, porque Govea ya habrá partido hacia Bélgica, donde pasará toda la dictadura. Regresará a Uruguay con el retorno democrático, será reintegrado a la Sinfónica del Sodre y tendrá luego una importante tarea docente. Entre sus alumnos más destacados se cuenta Federico Nathan, considerado en la actualidad uno de los principales violinistas de jazz del mundo. Govea fallece en Montevideo en enero de 2002. ↩
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“Toda la música para hacer música”, Oribe Irigoyen, El Popular, 13-5-1973. ↩