Que se fue con otra, que se fue con otra, repitió, la vista nublada de cataratas y una boca mínima. Ya no había piezas calcificadas que permitieran vocalizar. Gesticuló en el aire, allá las manos, pero por debajo de los hombros. Las uñas pintadas en celeste clarito. Estaba tensa. Furibunda. La mandíbula encajaba dura contra el cráneo. Los rulos blancos electrizados sobre la cabeza. No se fue con otra, le respondí, tratando de mantenernos en el remolino de lo real, pero sin hacer pie por completo. Debe de andar en la vuelta, se fue a la costa y ya vuelve, qué te vas a preocupar, agregué. Silencio. No creo que vuelva: se fue con una gurisa de veintiuno, escupió entonces en un murmullo encolerizado y casi inaudible.

[❤]

Franca, cristalina,
alma sororal,
entre la neblina

La enfermera contó que ayer por la tarde la visitó el sobrino. Alguien completó que con una novia nueva. Una pendeja de veintiuno, escuché. Todos fumaban en la puerta, empleados y residentes. Garuaba de costado. Había quienes no lograban sostener el cigarro casi, pero chupaban con avidez de almas infantiles. Las novedades corrían como pólvora en aquel espacio enganchado con alfileres a la vida. El muchacho de mente intacta y cuerpo revirado guiñó un ojo, de lo más entretenido.

[❤]

Dicen que él era un bon vivant, medio mayordomo de unos extranjeros con casa en la costa atlántica. Ah, tan buen mozo, según ella. Vida a todo trapo. Insolente en un grado necesario. Un día, ¿verano tal vez?, conoció al mujerón que ella era. Alta. Elegante. Estoica. La más linda de todas, apuntó tantas veces. Y se quedó para siempre entre las rocas grises, las tormentas que vienen del polo y las barcas de pesca. Eran negros los dos. Un par de ojos verdes, los otros marrones y compactos, avezados en develar misterios. Ella nunca mencionó nada del casamiento. Supongo que lo hubo, eran los tiempos. Tuvieron tres hijos, pero eso es una novela aparte. ¿Quién quiere leer tragedia cuando estamos hablando de una, solo una gran historia de amor?

[❤]

Tenaz, el corazón latía y latía aunque ya no hubiera razones. Él se había adelantado en ese gesto de cerrar los ojos un día de 1988, en junio, el mes de las partidas. Salían los lobos marinos a la arena el día del cortejo. Aullaban, como aullaba ella, desconsolada, sin que nadie pudiera convencerla de que no había sido por dejarlo solo en el hospital un rato mientras iba a darse una ducha.

[❤]

De noche él viene y me insulta. ¿Podés creer? No me gusta que me diga esas cosas horribles que dice. Me insulta. Es espantoso, dijo llorando. Tenía las uñas de un rojo encendido. Había salido el sol, finalmente. ¿Vos elegís los colores o te las pintan y listo?, le pregunté para despistar. Yo elijo, yo elijo, y sonrió entre las lágrimas, de picardía intacta. ¿A dónde se fue?, decime, que lo quiero ver, volvió al acecho de pronto. El aire se agrietó otra vez. El pecho, un lado plano hacía años, el otro sobresalido por el hueso, subía y bajaba raudo. La psiquis expuesta, una ventana abierta. Los límites entre lo que era y no era, difusos. Ella seguía sumergiéndose en el rencor, cambiaba el amor idealizado por la simple ira. Le propuse caminar hasta la esquina. Aceptó. Avanzamos despacio, agarradas del brazo, como si fuera la primera caminata del mundo, solo que ella tenía las manos heladas y los pies demasiado hinchados. Nos sentamos en el muro, bajo un ciprés enclenque. Me agarró la mano con fuerza. Allá lejos fumaba la enfermera que, apenas llegué, había mencionado el escándalo de la noche anterior. Tremenda pelea con la compañera de cuarto. Se dijeron cada cosa, son de armas llevar las dos, ¿eh?, se había encargado de sentenciar.

[❤]

Un día él la engañó y ella, según supo contar décadas después, entre avergonzada y riendo, se tiró al mar de tanto despecho. Sin embargo, el detalle fue que eligió la bahía para la hazaña. El agua nunca le pasó de la cintura, tal la ineficacia del gesto. La imagino desesperada. No es para menos. Chiruzas. Saberlo desperdigando lo que creía propio, qué tormento. No hay más detalles del hecho, aunque es probable que él la rescatara. Quizás ese fuera el comienzo de una lenta reconquista en la que la indiferencia (qué horror la falta de elegancia) fuera dejando lugar, de a poco, a la complicidad, a los arrobos, a los atisbos de felicidad en la serie de tragedias que siguieron (y en las que no vamos a entrar ahora, como ya se sabe). Y, claro, la reconquista también abría la puerta a la posibilidad de un nuevo despecho. Garantizado el amor, él se mandó mudar otra vez, como hacía cada verano, cuando se iba con un bolsito a un rancho en el puerto de las barcas y pescaba, tomaba vino con hielo y conversaba con quien cayera. Y a ella todo eso simplemente le ponía los pelos de punta.

[❤]

Tengo las fotos en casa, la medallita que me regaló también. ¿Por qué no me dejan traerlas para acá? Resopló. Miró hacia afuera, el verano que se había instalado ya, el jazmín del país impregnando de dulzura la tristeza.

[❤]

Llevame a dar una vuelta, y no era una pregunta, sino un pedido de cuerpo entero lo que hizo. ¿Querés que vaya y traiga el auto?, respondí. Asintió novelera. Manejé primero hacia la playa del Este, que ignoró olímpica, y después hicimos un tour alrededor de la avenida, en el que atrapó cada detalle. Quebró la cabeza varias veces, no se perdió nada. 4188. 3756, mascullaba al ver las chapas de los autos, imaginando una quiniela.

[❤]

¿Cómo aguantó ese amor ser la única isla a la que volver en el desconsuelo?

[❤]

La casa, un mar de objetos desde el patio. Lo que va a ser cuando me muera, pobre del que desarme esto, supo decir varias veces sin ocultar un revanchismo ingrávido. Fue antes de la caída, antes de la mudanza obligada, antes de la furia. Ese día tenía un vestido color crema entre las manos. Los dedos grandes y callosos repasaban la tela traslúcida por la perforación del tiempo. Guarecidas nosotras bajo la parra, pleno verano. La gata dormía en lo alto de un transparente tronco acorchado. La perra blanca y negra, de nombre gringo y siempre ladrando, descansaba a sus pies. Una pelota sucia de pelos. Este vestido era mío, ¿lo quieres?, preguntó. No me queda, es muy chico. Ella sonrió. Cintura de avispa tuve. Respiró orgullosa. Reímos. Había un pan dulce sobre la mesa. El mate y un azucarero eterno al lado. Cómo nos gustaba bailar, íbamos a las fiestas juntos. Con este mismo vestido. Él de camisa. Soplaba la virazón entre los arbustos. Campanillas fucsias colgaban del cielo. Un cantero con kilos de perejil indómito. La dama de la noche, la floración más ansiada del patio y la misma planta que él le había regalado, en una maceta sobre el muro. Los zapatos y la cartera a juego, también beige, como tiene que ser, retomó y puso un cucharón de azúcar en el mate ya tibio.

[❤]

de campos remotos y ocultos!

Lástima que él se fue tan temprano, repetía siempre, con rabia del desenlace trunco, como todos los desenlaces. La semana pasada lo dijo de nuevo, mientras tomaba un helado de chocolate que el ventilador amenazaba con derretir. Debe de estar floreciendo la dama de la noche, remató, y nadie para verla. El domingo, como si nada, el corazón le dejó de latir. Era plena madrugada.

Rosario Lázaro Igoa es traductora literaria y escritora. Tiene un doctorado en Estudios de la Traducción por la Universidad Federal de Santa Catarina, Brasil.