El amor es una práctica que nos permite imaginar nuevas formas de ser juntos. Judith Butler
El miedo
Me recuerdo sentado a solas en aquella sala de espera mientras mi compañera al otro lado de las puertas estaba a punto de parir a nuestra primera hija. El pasillo que nos separaba parecía infinito y era como el de todos los hospitales que conozco: frío e impersonal. Esa imagen la tengo muy presente porque pocas veces en mi vida me sentí así de aterrado. Yo estaba a punto de cumplir 40 años, sin empleo, en un país lejano al otro lado del océano.
Si de aquel temor puedo rescatar algo positivo, diría que fue el detonante para la cascada de reflexiones sobre los momentos decisivos que pasaron en mi vida hasta entonces, justo antes de convertirme en padre por segunda ocasión. Creo que aquella sensación perturbadora me venía porque mi primera experiencia con la paternidad estaba siendo dolorosa y complicada; además de la poca comunicación que tenía con mi hija, me angustiaba pensar que ese rol en la vida quizás no fuera para mí.
A la mayoría de los hombres nos cuesta trabajo aceptar que dentro y fuera de nosotros hay un mundo que nos da miedo. Casi siempre lo disimulamos porque fuimos socializados para ocultarlo. Ese era yo sentado en esa sala de espera en un hospital en Italia, un hombre asustado reprimiendo la dicha que sentía por convertirse en padre por segunda ocasión junto a la mujer que había decidido amar.
Las fronteras
Nos conocimos una tarde en Tijuana, delante del inmenso muro que separa el país donde nací de Estados Unidos. Desde entonces nuestra historia ha estado marcada por las fronteras y la búsqueda por superarlas. Antes del primer intercambio de miradas, palabras, sonrisas, ya la había fotografiado sin saberlo, la silueta de su cuerpo quedó registrada por la lente de mi cámara que buscaba arrancarle aquel suspiro de luz al tiempo; pero eso no lo supe sino hasta muchos meses después de ese primer encuentro cuando buscaba imágenes para elaborar una historia sobre aquella ciudad. Ella, investigadora social italiana, yo periodista, ambos con una cámara en la mano y la curiosidad de saber qué hay un poco más allá.
Todo sucedió a un ritmo acelerado, fuimos casi todo de una sola vez, pero sin ser nada en realidad; solo dos completos desconocidos con un cúmulo de diferencias sociales y culturales viajando a través de un inmenso desierto, cada cual con sus propias heridas y anhelos, pero entregándonos al presente. Desde entonces iniciamos una larga historia de encuentros y desencuentros a través de distintas ciudades, países y continentes que se prolongó por dos años. La Habana, Roma, Sevilla, Marruecos, Oaxaca fueron cómplices de aquel peregrinar. Cuando te enamoras de una persona que vive a 10.000 kilómetros de distancia, una mochila y un pasaje se convierten en una buena demostración de amor. Ella se arriesgó y se mudó a México.
A menudo las personas sienten curiosidad por saber cómo nos conocimos, sobre todo porque basta mirarnos para suponer que no venimos del mismo lugar, casi siempre es más sencillo subrayar todas aquellas condiciones que nos separan de aquellas que nos identifican. No obstante de que son más los puntos de encuentro entre nosotros, en más de una ocasión hemos tenido que enfrentar la irracionalidad, el prejuicio y la discriminación. En mi país si un hombre está con una mujer como ella, lo que busca es una visa para escapar; en el suyo si una mujer como ella encuentra a un hombre como yo, lo que se ha conseguido es un chulo. Casi nadie pregunta por nuestras posiciones políticas, filosóficas, éticas, o por la compatibilidad que tenemos en la música, el baile, la cocina, la literatura y los viajes, que es donde verdaderamente se encuentran dos almas nómadas.
Ahora lo sé, pero en aquel entonces no: nuestra historia no es una historia romántica, no al menos en el sentido estricto en que hemos aprendido que las relaciones idílicas lo son. Desde el principio nunca quisimos que lo fuera, porque ese amor romantizado que nos vendieron mientras crecimos solo crea falsas expectativas, idealizaciones banales y evade los conflictos y discusiones que las personas y sus relaciones necesitan para madurar. Al contrario, si soy sincero tendría que aceptar que este amor ha dolido y ha estado a punto de sucumbir en más de una ocasión; a pesar de ello, hemos tenido la determinación de reconstruirnos y el coraje para sanar heridas, por más profundas que hayan sido.
La revolución
A pesar de haber tenido el privilegio de cursar una carrera universitaria en un país donde el 78% de personas no lo ha hecho, antes de conocerla no había escuchado nada acerca del feminismo y menos aún de masculinidades. Yo era hasta entonces un hombre que había crecido como la inmensa mayoría latinoamericana de mi generación: sin espacio para mostrarme vulnerable, acostumbrado a no mostrar dolor, pero tampoco empatía. Las mujeres usualmente eran objetos de conquista y las diversidades sexuales un pretexto para mofarse entre amigos “heteros” que presumíamos de nuestra virilidad. No era casualidad que casi todas mis relaciones sentimentales y personales anteriores hubiesen fracasado.
No es fácil aceptar que me equivoqué y traicioné la confianza de las personas que me amaron; asumirlo ha sido un camino muy largo y doloroso del cual sigo pagando las consecuencias personales y, aunque mi proceso aún no ha terminado, encontré pocas prácticas tan liberadoras como la de confrontarme hurgando en mi interior para encontrar esas respuestas que necesitaba en el momento que más perdido me sentí en la vida. Cada vez que pienso en esto me doy cuenta de que yo solo no me hubiera atrevido a hacerlo y que las herramientas que mi compañera me compartió en aquel momento a partir de sus propias luchas fueron un salvavidas.
Cuando estuve a punto de tirar por la borda todos esos esfuerzos que se requirieron para mantener una relación con tantos kilómetros y adversidades, solo dos cosas nos rescataron: el amor y la terapia en pareja. A partir de ese momento en que decidí bajar la guardia, aceptar mis errores, mis limitaciones y enfrentar mis traumas, fue que mi vida volvió a cobrar un cierto sentido.
Contra todo pronóstico, sobrevivimos como pareja a ese oscuro período. Fueron varios meses expuestos al dolor que traen consigo las verdades más profundas. Gracias a aquella sinceridad y la convicción compartida de que los errores que cometemos en la vida no nos definen como personas, sino las acciones que tomamos después de haberlos cometido para contrarrestarlos, decidimos que aún queríamos transitar por los mismos caminos.
La vita insieme
Entonces decidimos arriesgarnos. Fue a principios de 2020 cuando comenzamos a habitar un mismo espacio, un pequeño apartamento en la Ciudad de México; en aquel momento no sabíamos que esa decisión sería una prueba más de resistencia, y no solo para nosotros, sino para el mundo entero, porque con la pandemia también llegaron el confinamiento y un torrente de incertidumbres. Lo que imaginábamos como un proceso de adaptación lento, se convirtió súbitamente en 24 horas continuas de convivencia durante varios meses. Aquello fue todo un reto, porque a pesar de que nos conocíamos bastante bien, una cosa era compartir la intimidad de una habitación y otra muy diferente comenzar a construir un hogar bajo nuevos acuerdos.
Yo crecí habituado a expresarme poco y a relacionarme con personas desde la cautela; siempre pensé que mientras menos cosas la gente supiera de mí, más seguro me encontraría. Para sobrevivir en un barrio como en el que viví, había que hacerse el duro, el macho, el más chingón, aunque en realidad solo fuese un chico cagado de miedo. La ecuación era simple pero no sencilla: si para sobresalir en un ambiente había que pasar por encima de cualquiera, no había duda, había que hacerlo; esto te otorgaba un estatus y un respeto que en aquel entonces importaba. Con el tiempo y mucho trabajo de consciencia aprendí que esta fórmula se replicaba a lo largo de cada espacio de convivencia y trabajo en que me relacionaba porque generalmente este mundo dominado por nosotros, “los hombres”, se mueve así.
Tengo muy presente la incertidumbre al comienzo de la convivencia; era la segunda vez que lo intentaba con alguien en mi vida y tenía pánico de volver a cometer los mismos errores. Creo que de los temores más grandes que sentimos los hombres al dar ese paso en una relación es pensar que perderemos nuestra libertad, pero quizás verdaderamente lo que nos aterra es la idea de tener que construir acuerdos y consensos que sean justos e igualitarios, incluso sobre las decisiones más pequeñas de la vida cotidiana.
Más allá de esos detalles que definieron el transcurso de cada día entre una pareja intercultural, en nuestro caso hubo otras consideraciones que tuvimos que discutir y plantearnos de manera muy honesta. Entre las mías estaba la importancia de la relación con mi primera hija y lo complicado que resultaba ejercer una paternidad constante y presente. En este caso, sus consejos fueron imprescindibles para que yo no me rindiera y continuase en esta búsqueda aún no concretada de reconciliación.
Fue gracias a esos acuerdos del presente, pero sobre todo de los futuros, que pudimos imaginar y planificar la vida que deseábamos para nosotros como compañeros, pero también como individuos. Por primera vez en mi vida comencé a pensar en un nosotros, me sentí desnudo pero aliviado porque no tenía que luchar por una posición de poder. Contradictoriamente al ánimo de aquellos tiempos y de lo que representaba para mí la vita insieme (la vida juntos), comencé a sentirme verdaderamente libre de expresarme y ser quien soy.
Migrar
Transitar del estatus con que nace un hombre moreno, mestizo, latinoamericano, citadino, clase obrera, con estudios universitarios, a uno entre pares, con una pareja blanca, europea, clase media, doctorada, conllevó renuncias y desafíos de ambas partes. Para mí fue desolador sentir el peso del pasado atravesando mi cuerpo y mi memoria, confrontando muchas de las creencias con las que crecí, desarmando mis viejas historias personales y restregándome en el rostro todas esas prácticas machistas que yo había naturalizado. Esta fue mi primera forma de migrar.
La segunda fue física y ocurrió cuando decidimos probar suerte en otro país. A pesar de que mi trabajo me había llevado a recorrer muchos lugares, a diferencia de ella, yo nunca había migrado. Siempre pensé que las personas que emigraban lo hacían por necesidad —de donde yo vengo la mayoría lo hace por estas razones— hasta que yo mismo lo hice; después entendí que aquello que me motivó a hacerlo, de alguna forma también lo era, pero una necesidad muy distinta a la de las personas que yo había fotografiado por mi trabajo. La mayoría de ellas lo hacían escapando de la violencia, el hambre, y no habían tenido la misma fortuna.
Vivimos en un país asiático por un par de años. A pesar de lo difícil que era vivir en un lugar tan lejano y ajeno a nosotros, nos gustaba pensar que ese sitio era perfecto porque por primera vez estábamos en territorio neutro para ambas partes; aunque en realidad no lo era, porque la diferencia entre el origen de nuestros pasaportes determinaba el trato que cada uno recibía. Era curioso observar cómo las fronteras que nosotros nos empeñamos en derribar el mundo se encargaba de recordárnoslas. Allí aprendí que moverse por el mundo es también una cuestión de privilegios.
Después de la experiencia por el sudeste asiático, tomamos la decisión de casarnos. Aquella repentina decisión tomó por sorpresa incluso a nuestras propias familias, sobre todo porque nosotros siempre habíamos manifestado nuestro rechazo a los convencionalismos de las instituciones civiles. Podría decir que nuestra boda no fue romántica, pero sí hubo mucho amor de por medio. Fue divertida, llena de baile, música, comida, bebida y sobre todo de gente querida. Todavía, algunas veces cuando nos preguntamos por qué lo hicimos, nos reímos de aquella absurda decisión, pero no tenemos duda de que hicimos lo correcto.
¡Viva la vida!
Nuestra dinámica de vida no cambió mucho después del matrimonio, continuamos siendo la misma pareja comprometida con las causas que creímos justas luchar y cada uno desde su sitio siguió reivindicándose a partir de su trabajo. En aquel momento ambos estábamos haciendo lo que habíamos planeado, nos acompañábamos y apoyábamos mientras cada uno desarrollaba sus objetivos profesionales. Nos sentíamos tan bien que pensamos que la dicha no tenía fin. Entonces apareció el cáncer.
A mi esposa le detectaron un carcinoma en el cuello del útero que tuvo que ser operado urgentemente. Es verdad cuando se dice que uno nunca está preparado para escuchar esa palabra, cáncer, menos aún si apenas has superado los 30 años de edad. Recuerdo los días previos a la cirugía, en mi cabeza solo rondaba la idea de mantenerme fuerte, no sabía ni por qué ni para qué, pero fue la única manera que hallé para contrarrestar la angustia que sentía al ver a mi compañera librando aquella batalla.
La cirugía resultó exitosa, pero las repercusiones de aquel encuentro con nuestra efímera condición humana nos permitió replantear nuestros objetivos vitales. Antes de que los médicos nos advirtieran de que la posibilidad de conseguir un embarazo después de la cirugía eran escasos, la idea de concebir hasta ese momento era remota. Después de valorar aquel posible escenario fuimos conscientes de que nuestra estabilidad como pareja, o nuestra decisión de permanecer juntos, no estaba ligada a la concepción de una vida, y que la expectativa de recrear una familia tradicional no era nuestra. Aun así decidimos dejar que las cosas sucedieran, porque ante la posibilidad de la muerte nosotros decidimos responder con la posibilidad de la vida. En tan solo un par de meses aquel pronóstico quedó olvidado.
Las siguientes 40 semanas de gestación fueron un remolino de emociones y sentimientos encontrados. Como pareja no teníamos duda de la crianza que deseábamos para nuestra hija, pero individualmente cada uno se enfrentaba a sus propios fantasmas. Yo no tenía duda alguna de la paternidad que deseaba practicar, nunca la tuve antes y tampoco la tuve en ese momento, lo que sí sentía eran las incógnitas de cómo lo haría.
Hay muchos estereotipos creados alrededor de lo que debería ser la paternidad, la mayoría gira en torno a conceptos tradicionales que nos aprisionan en roles establecidos de lo que deberíamos ser; esta carga social también me atravesó y solo consiguió que viviera un período de estrés y ansiedad que limitó en cierto modo el disfrute de la nueva vida que estaba por venir. La experiencia compartida de acompañar una nueva vida me desarmó por completo. Por esta razón, cuando me recuerdo sentado en solitario en aquella sala de hospital, a punto de que mi compañera pariese, recapitulando los momentos decisivos que pasaron en mi vida para llegar a ese momento, me siento totalmente desnudo y expuesto, y creo que por primera esa vez sensación ya no me asusta.
Israel Fuguemann es periodista y fotógrafo documental mexicano. Su trabajo se centra en temas sociales y medioambientales, en especial de pueblos y culturas en resistencia y migraciones.