México es la ciudad donde lo invivible tiene sus compensaciones, la primera de ellas es el nuevo estatus de la sobrevivencia. Carlos Monsiváis

“Cuando nos quitaron el sol, las primeras en padecerlo fueron las plantas y las flores, que poco a poco se fueron marchitando. Comenzaron los girasoles, los siguieron los geranios, la lavanda y las margaritas que tenía en la azotea. Es que sin la luz del sol a la que estábamos acostumbrados hasta la casa se ha vuelto fría y un poco más oscura, jamás imaginé que una cosa así pudiera pasar”.

Xoco, el lugar donde Consuelo Zalpa crio a sus cuatro hijos, solía ser un pueblo tranquilo; la gente de aquí estaba acostumbrada a una vida serena, con sus casitas y locales modestos, muy diferente a la de la Ciudad de México, a pesar de estar rodeado por ella.

San Sebastián de Xoco es un lugar atrapado entre la historia y la modernidad. Su nombre indígena deriva del náhuatl, la lengua dominante antes de la colonia en el valle de México, y significa “fruto agrio”, que evoca un pasado campesino que ya sólo existe en las viejas crónicas de la ciudad. Durante siglos, Xoco fue un pequeño asentamiento con vida propia. Sus calles estrechas, su cementerio, su iglesia colonial de san Sebastián Mártir (construida en el siglo XVII) y sus tradiciones comunitarias lo convirtieron en un rincón donde el tiempo parecía avanzar a otro ritmo. Sin embargo, en las últimas décadas todo cambió y, como tantas otras poblaciones, fue engullido por la ciudad.

Todo comenzó una mañana del año 2008, cuando las máquinas llegaron para la construcción de un tapial a la vuelta de su casa. Consuelo en aquel entonces tenía 55 años y el vigor para enfrentársele a cualquiera. A partir de aquella primera alerta que despertó la sospecha de los pobladores de Xoco, inició una larga batalla legal de más de una década que terminaron perdiendo contra un grupo muy poderoso de inversores por la construcción de la Ciudad Progresiva Mitikah, uno de los megaproyectos inmobiliarios más ambiciosos de América Latina, que contemplaba la construcción de viviendas lujosas, hospitales, oficinas, centros comerciales, incluido el rascacielos más alto de la ciudad, con más de 260 metros de altura.

Mientras que para desarrolladores, inversionistas, arquitectos y gobernantes la construcción de Mitikah significaba el nuevo modelo de desarrollo que representaría a la capital mexicana como una de las grandes ciudades cosmopolitas del mundo, para los pobladores originarios de este pequeño pueblo su imposición representaba todo lo contrario: gentrificación, desplazamiento y el desvanecimiento de su identidad histórica.

Consuelo ya no quiere hablar mucho acerca del tema, parece que con el peso de vivir a la sombra de ese edificio gigante es suficiente, pero durante varios años ella encabezó la asociación de vecinos que trató de evitar la construcción de Mitikah. Durante ese período cerraron avenidas, hicieron plantones, escribieron cientos de cartas y oficios, pero a pesar de sus esfuerzos no pudieron evitarlo; como dice ella, tras este tipo de desarrollos inmobiliarios hay mucha gente poderosa y con dinero que se sirve de un sistema de justicia viciado y corrupto que sobrepone los intereses del capital a los de los habitantes, generalmente personas humildes sin la capacidad económica para hacerle frente a una batalla legal tan larga.

El camino en los tribunales fue tortuoso. En varias ocasiones los jueces dictaminaron suspensiones parciales de la obra, pero de alguna forma la constructora siempre obtenía algún recurso para que los trabajos volvieran a reiniciarse. Finalmente, a mediados de 2021, luego de un largo litigio, el desarrollo inmobiliario ganó la batalla y Mitikah fue inaugurada con una colosal fiesta y un despliegue de publicidad en redes y medios de comunicación cuyos encabezados destacaban la propuesta arquitectónica “moderna, de matices elegantes y sofisticados”, sin mencionar la historia que había detrás de su edificación, cuando la lucha vecinal se mantenía vigente.

Grafiti pintado sobre el muro del cementerio de Xoco.

Grafiti pintado sobre el muro del cementerio de Xoco.

Tradición y cambio

—¿Alguna vez entró a Mitikah?

—No te voy a mentir, una sola vez lo hice y fue porque mi hijo me insistió en que tenía que hacerlo, que era necesario mirar todo lo que habían construido. Además era mi cumpleaños y él me quería regalar algo. Aún no puedo sacarme de adentro esa sensación. El cuerpo se me estremeció cuando entré, era sentir que con mi presencia en ese lugar estaba traicionando tantos años de lucha. No me gustó y nunca más volví.

Sentada en el amplio y sombrío comedor de su casa, una vieja construcción de ladrillos rojos de estilo mexicano, Consuelo despliega un archivo de documentos en los que destacan mapas, fotografías, cartas y los nombres de tres presidentes de México, todos ellos citados por los vecinos para pedir su intervención en el caso, pero ninguno los ayudó a resolver su problema, por eso Consuelo ya no cree en la política y mucho menos en los políticos, sin importar de qué partido sean.

—Lo único que nos queda a los de Xoco es por lo menos mantener nuestras tradiciones, nuestra fiesta patronal y nuestra iglesia, porque hasta eso está en peligro.

La apertura de Mitikah fue apenas el inicio de una serie de transformaciones que Xoco sigue experimentando. Su extensión territorial ocupa un tercio de la superficie total del pueblo, es decir que de las 30 hectáreas, diez son ocupadas por Mitikah. Entre los impactos más notorios que este inmenso complejo de cristales y acero trajo consigo están el incremento del flujo de personas y autos que circulan en la zona, un puñado de calles en las que nadie nunca imaginó que un día circularían tantos vehículos; además del ruido, los hedores, las constantes fallas del suministro de agua, los pobladores han visto un incremento significativo en lo que pagan de impuestos por el costo del uso del suelo y la llegada de cientos de nuevos vecinos que, según Consuelo, en su mayoría poco o nada se interesan por integrarse a las tradiciones de la comunidad.

—La mayoría de ellas son personas con mayor poder adquisitivo. A veces nos miran como por debajo del hombro. Hubo una ocasión en enero, durante la festividad mayor de Xoco, que desde uno de los edificios nos lanzaron papeles que decían “aborígenes”. Eso pasó porque los nuevos vecinos estaban molestos porque nosotros usamos pirotecnia durante la celebración, pero eso lo hemos hecho desde antes de que comenzaran a construir los edificios que ahora ellos habitan.

Una de las principales características que definen un proceso de gentrificación es el desplazamiento de un grupo de personas en una zona por otro grupo de mayor poder adquisitivo. Andrés de la Peña, periodista y activista mexicano especializado en temas de urbanismo y gentrificación, opina que este fenómeno está ocurriendo a nivel global, pero en México su aparición es mucho más voraz que en otros sitios y cada vez más evidente, porque se combina con factores como la turistificación, la especulación inmobiliaria y las nuevas dinámicas laborales en el mundo, que cada año atraen a más nómadas digitales al país.

—Todos estos factores, sumados a la corrupción y al abandono por parte del gobierno mexicano, están orillando a millones de personas a vivir una crisis de acceso a la vivienda sin precedentes —le dice a Lento.

En Ciudad de México y sus zonas periféricas habitan más de 20 millones de personas. Para satisfacer la necesidad de lugares para vivir que demanda esta cantidad de habitantes se deberían construir alrededor de 70.000 viviendas anuales, pero entre 2018 y 2024 solamente se construyeron alrededor de 2.000 por año, tan sólo 2,8% de lo que se esperaría, según la Cámara Nacional de la Industria de Desarrollo y Promoción de Vivienda de México. Lo anterior, sumado a la desaceleración por parte del gobierno de la construcción de viviendas asequibles para la población, no sólo ha incrementado el costo del suelo, sino que ha creado una burbuja de especulación inmobiliaria en la que los alquileres se han vuelto tan elevados que la gente que ha vivido en barrios históricos o centrales por décadas cada vez se ve con más dificultades para pagarlos. Desplazarse en muchos casos es la única opción.

Vista aérea de Cuautepec, una colonia densamente poblada en la periferia norte de Ciudad de México.

Vista aérea de Cuautepec, una colonia densamente poblada en la periferia norte de Ciudad de México.

Sólo quería una casa

Juan Ramírez es de Azcapotzalco, otro pueblo al norte de Ciudad de México. Tiene 44 años y dos hijos. Me cuenta que cuando supo que se convertiría en padre, hace poco más de 15 años, buscó independizarse de su familia de origen y la única forma de conseguirlo era teniendo una casa propia. Aquel período de buscar una casa se convirtió en dos años de decepciones, porque con el salario que obtenía como repartidor de una empresa de gaseosas no podía costear ninguna vivienda digna dentro de la ciudad; su mejor opción en aquel momento fue adquirir, a través de un crédito del gobierno por medio del Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores, una pequeña casa de interés social en Ojo de Agua, un municipio del estado de México a 40 kilómetros del centro de la ciudad.

Adaptarse al nuevo estilo de vida fue muy complicado porque Juan seguía teniendo su trabajo en la capital. Para poder cumplir con el horario laboral y llegar a las siete de la mañana a Coyoacán, tenía que salir de casa mucho antes de que la luz del alba apareciera; lo hacía siempre apurado para poder sortear “el tráfico infernal” que se forma cada día para entrar en Ciudad de México. Como él, dos millones y medio de personas invierten diariamente entre cuatro y cinco horas de su vida viajando para trabajar en la capital; como él, muchas de ellas también fueron orilladas de alguna forma a vivir en esas urbanizaciones conformadas por miles de casas inauditas que, vistas a la distancia, parecen todas iguales.

Este período duró casi diez años, hasta que un día no pudo más y cayó enfermo; tuvo una depresión aguda que derivó en ataques de pánico y de ira constantes. Perdió su empleo y la estabilidad en la vida que creía tener. A pesar de su edad, Juan aparenta varios años más; las arrugas del contorno de sus ojos y la falta de cabello en la cabeza no lo ayudan. Cuando me muestra una vieja fotografía de él y su familia todo cae por su propio peso. Poco queda de aquel hombre robusto que sonríe en la puerta de su nuevo hogar. Dice que dormía poco y el tiempo que pasaba en casa era sólo para descansar unas cuantas horas antes de volver a comenzar su rutina. Poco tiempo con su mujer y sus hijos. Juan cree que esa forma de vida insana fue la que llevó su vida, su matrimonio y la relación con sus hijos al borde del colapso.

—Yo crecí en la ciudad y mudarme a vivir en ese lugar fue muy deprimente. Es aburrido porque hay pocas opciones para salir o hacer algo interesante, lo único que abundan son plazas comerciales, tiendas de segunda clase y puestos de comida rápida; allí es a donde va la gente para pasar el tiempo. Además la delincuencia y la violencia en esas zonas son muy fuertes. A mí me asaltaron por lo menos tres veces.

La región más transparente

Ciudad de México ha sido durante siglos la capital económica, política y social de la región mesoamericana. Desde el México-Tenochtitlan de los mexicas, pasando por la época virreinal de la Nueva España hasta la consolidación del México independiente, el inmenso valle que la alberga era una serie de pueblos, haciendas y villas que no vieron afectadas sus costumbres hasta mediados del siglo XX. La modernización de la ciudad trajo consigo la construcción de universidades, complejos habitacionales y los grandes ejes viales que hoy la conectan, además de a millones de personas, generalmente campesinas, que escapaban de la pobreza rural para incorporarse a la fuerza laboral que el nuevo México necesitaba.

Las consecuencias de aquella migración interna no sólo dispararon los índices de población en la capital, sino que además hubo un crecimiento desproporcionado y carente de toda planeación urbana, cuyos principales efectos fueron la aparición de cientos de nuevos asentamientos (chabolas, villas, favelas), generalmente marginados y golpeados por la violencia de un sistema que tardó décadas en ocuparse de ellos, lo que ayudó a originar muchos de los barrios con las tasas de desarrollo humano más bajas del país. El antiguo Distrito Federal pronto se convirtió en “la región más transparente” que el escritor Carlos Fuentes no dudó en describir como un lugar donde todo se mezcla: “Lo antiguo con lo moderno, la riqueza con la pobreza, la esperanza con la desesperación”.

Consuelo Zalpa en la azotea de su casa, en Xoco.

Consuelo Zalpa en la azotea de su casa, en Xoco.

La casa de Juan era pequeña, más bien humilde, como las de todos a su alrededor. Cuando ellos llegaron al fraccionamiento recuerda que hubo un tiempo en que las cosas marcharon bien. La mayoría de los vecinos eran como ellos, matrimonios jóvenes que venían de barrios populares de Ciudad de México cuya capacidad económica y de crédito sólo había alcanzado para adquirir esas casas llenas de anhelos en la llamada “mancha urbana”.

Luego de un breve lapso inició una época muy complicada de violencia generalizada en la zona; los asaltos en el transporte público y en las casas aumentaron significativamente, así como las extorsiones y los secuestros. Esta ola de violencia fue la que terminó por hundir los sueños de una vida mejor en una casa nueva. Durante más de siete años Juan y su familia fueron como prisioneros en su propio hogar. Las casas comenzaron a llenarse de mallas metálicas punzantes sobre las bardas, ventanas con barrotes de hierro y vidrios rotos en los tejados, formas en que se representa el autocuidado en América Latina.

—Fueron tantos los abusos por parte de la delincuencia, que afuera de mi fraccionamiento colgamos una manta con una leyenda que decía: “Ladrón, si te agarramos te linchamos”. Desafortunadamente nosotros nunca atrapamos a nadie, aunque en otros fraccionamientos sí ocurrió.

Se estima que en el estado de México hay más de 600.000 casas deshabitadas o abandonadas, lo que pone en evidencia el fracaso de la política de vivienda en la región. Se trata de inmuebles que no pudieron ser liquidados por sus propietarios, que están alejados de los centros laborales, que carecen de algunos servicios públicos como agua potable o que no se adaptaron a las necesidades de las familias que en algún momento solicitaron su crédito, lo que se suma a los problemas de inseguridad.

La ciudad que ya no existe

Es mediodía y la luz del sol se desploma sobre María Elena Ávila, de 83 años de edad, cuyo cuerpo está postrado afuera del domicilio marcado con el número 12 de la avenida de los Insurgentes Centro, la más larga del país. Alrededor de ella hay cajas, muebles, retratos, objetos de todo tipo. La mayoría parecen reliquias; son los recuerdos de toda una vida. Quienes circulan por esta importante arteria de la ciudad piensan que María Elena tiene una venta de garaje. Algunos se acercan a preguntar y, a pesar de haber sido desalojada por la fuerza unas horas antes, la señora, estoica, con un dejo de amabilidad, tan sólo sonríe y dice que no está vendiendo nada.

—Fue como a las seis de la mañana, los golpes que estaban dando sobre la puerta me despertaron. Bajé para saber qué estaba pasando. Mi gran error fue abrir, porque instantáneamente se metieron por la fuerza y comenzaron a romperlo todo. Era un grupo como de 20 personas, algunos encapuchados; decían que traían una orden de desalojo firmada por un juez. Yo no entendía nada, estaba muy asustada, sólo pude gritarle a mi sobrino, pero ya era demasiado tarde. En menos de una hora me sacaron con todas las cosas de esta casa en la que viví los últimos 70 años.

María Elena llegó a Ciudad de México con tan sólo 13 años de edad. Era una jovencita que, sin saber leer ni escribir, se aventuró a lo que parecía un futuro más prometedor que la vida del campo. Cuando llegó a esta casa que hoy resguarda plantada frente a la puerta, la vida por aquí era muy diferente. Cuenta que las avenidas no eran tan amplias y la Colonia Tabacalera no estaba llena de oficinas como lo está ahora, el caos cotidiano se resumía en ver los autos y los autobuses circular constantemente.

—Yo aquí llegué recomendada por una persona que conoció a los patrones. En aquel entonces no sabía nada, pero la señora me enseñó muchas cosas; aquí aprendí a guisar, a preparar comida española: bacalao, fabada, paella, todo lo que al patrón le gustaba. También aprendí de peinados, tintes y manicuras, porque la señora tuvo una academia y un salón de belleza muy exitoso.

La ubicación estratégica de este inmueble, muy cerca de la avenida Reforma y del centro de la ciudad, lo ha hecho siempre un lugar muy concurrido; hubo un tiempo en que actrices y bailarinas se paseaban por esta casa tipo art déco de la que hoy sólo queda una vieja fachada pintada de blanco que apenas dibuja el esplendor que tuvo.

La voz, considerablemente cansada, habla de otros tiempos y de una ciudad que ya no existe más que en las viejas películas. Se refiere a la época dorada del cine mexicano y de los grandes salones con orquestas de música y baile, a la capital que crecía económicamente y exportaba la cultura mexicana fuera de sus fronteras, a cuando la gente se preocupaba más por vivir que por sobrevivir, pero a pesar de que la memoria comienza a jugarle trampas, María Elena tiene la historia del inmueble muy presente.

La casa fue propiedad de un matrimonio de extranjeros, una mujer francesa cantante de ópera casada con un español exiliado por la guerra civil de su país. Ella los recuerda como un matrimonio enamorado y moderno para la época, y a la casa como un lugar lleno de vida, siempre con fiestas y reuniones muy divertidas. Nunca tuvieron hijos ni otros familiares que los visitaran, por lo que María Elena y Reyna, su compañera (otra trabajadora doméstica), se encargaron del cuidado de la casa, el salón de belleza y el matrimonio por más de 40 años.

El primero en morir fue el esposo, quien contrajo una enfermedad en el extranjero de la que nunca pudieron curarlo. Tras su muerte, la esposa vivió sola los últimos años de su vida. Durante aquel período María Elena y Reyna fueron las encargadas de sus cuidados y la contención de su vida emocional, por lo que, en agradecimiento por acompañarla y atenderla hasta su muerte, la mujer les heredó la propiedad en igualdad de condiciones.

María Elena Ávila, de 83 años, en el número 12 de la avenida de los Insurgentes Centro.

María Elena Ávila, de 83 años, en el número 12 de la avenida de los Insurgentes Centro.

Como testigos de aquel acto de gratitud María Elena sólo conserva un par de papeles viejos y arrugados en los que consta que la propiedad del inmueble fue heredada y que este pertenece en copropiedad a ella y su compañera Reyna Romero Tellez, quien murió dos años atrás. A pesar de no haber podido escriturarla por falta de recursos, durante los últimos 30 años ambas habitaron la casa y se encargaron de pagar por los servicios, aunque no pudieron mantener la estética de la propiedad. Las paredes se hicieron viejas, las ventanas ahora están sucias y los muebles son antiguos. El viejo esplendor de la casa se fue apagando, como todo dentro de ella.

Vista desde fuera, la casona comenzó a contrastar con todo a su alrededor, sobre todo con el nuevo corredor comercial que año a año viene creciendo sobre la avenida. Los cafés de especialidad, los lujosos lofts y los restaurantes sofisticados que se han construido y remodelado últimamente nada tienen que ver con ella. La casa no es grande, hacia el fondo apenas tiene 10 metros de profundidad por 15 de fachada, pero su ubicación estratégica la convirtió en una apetitosa carnada para los invasores de propiedades y los tiburones inmobiliarios.

Según una orden firmada por el juez cuadragésimo segundo de lo Civil de Proceso Oral de Ciudad de México, el desalojo fue concedido porque existe un contrato de compraventa por el inmueble elaborado en 2015 y firmado por ambas copropietarias a favor de una tercera persona, una señora llamada Dolores Miralles a quien nadie conoce ni nadie había escuchado nombrar. María Elena dice que ella jamás firmó ningún contrato con nadie porque a ella no le interesaba vender la casa, que es lo único que tiene, y que la firma que aparece en el expediente no es la de ella.

La mafia del despojo

El jugoso negocio de la compraventa de inmuebles y predios en ciertas zonas de Ciudad de México ha motivado a un grupo grande de personas a operar en una red delincuencial bautizada como “la mafia del despojo”. Es un negocio bien estructurado en el que participan desde invasores y falsificadores hasta funcionarios corruptos. Detrás de cada casa arrebatada hay una historia como la de María Elena, llena de amenazas, fraudes notariales y complicidad institucional que permiten que este fenómeno prospere, lo que evidencia la corrupción inmobiliaria que impera en la capital.

Estas agrupaciones tienen un modus operandi que ha sido identificado por varios activistas, pero a nadie más que a ellos y a los afectados parece importarles. Según las denuncias, los delincuentes buscan inmuebles con características específicas, como el de María Elena: propiedades intestadas, casas que parecen abandonadas, viviendas de adultos mayores sin herederos visibles o lugares con documentación irregular. En muchas ocasiones, acceden a registros públicos para detectar objetivos vulnerables.

Con la complicidad de abogados y notarios corruptos, los delincuentes crean escrituras apócrifas, testamentos falsificados o contratos de compraventa simulados. En algunos casos, suplantan la identidad de los propietarios para vender la casa a terceros. Con toda esa documentación ficticia, los delincuentes inician juicios para consolidar la posesión del inmueble. Generalmente usan influencias en el Registro Público de la Propiedad y el Comercio y en tribunales civiles para validar escrituras apócrifas. Si el legítimo propietario reclama, probablemente enfrentará un proceso largo, costoso y desgastante. Finalmente, una vez legalizada la posesión del inmueble, la mafia lo vende rápidamente a compradores desprevenidos o cómplices. Así, la propiedad despojada cambia de manos y se vuelve casi imposible de recuperar.

—¿Qué hará con todo esto, adónde ira?

—A mi edad ya no me tiro al dolor, será lo que Dios quiera. Iré a donde me lleve mi sobrino, que es con quien yo vivía. Las cosas tendrán que irse, como todo en la vida. Duele porque no es justo, pero mientras tenga salud voy a estar bien. Creo que nos van a prestar un cuartito en una vecindad, porque no tenemos dinero para pagar nada por aquí. Mientras tanto vamos a esperar a ver qué dicen los abogados de oficio que nos puso el gobierno.

Miles de familias han perdido sus hogares bajo estos esquemas. Adultos mayores como María Elena, que nunca se casó, que no tiene hijos y que vive con una red de apoyo muy limitada. Entre 2019 y setiembre de 2024 se registraron 24.318 denuncias por despojo de inmuebles en Ciudad de México, lo que equivale a un promedio de aproximadamente 14 casos diarios. A pesar de que no en todas las denuncias hubo ilegalidades, estas cifras de la Fiscalía General de Justicia de Ciudad de México reflejan la magnitud del problema que enfrenta la capital, donde el acceso a una vivienda digna no es más un derecho sino una mercantilización de la vida.

Israel Fuguemann es periodista y fotógrafo documental mexicano. Su trabajo se centra en temas sociales y medioambientales, en especial vinculados con pueblos y culturas en resistencia y migraciones.