No hay huesos. Hay escritorios, sillas negras, una computadora, una pizarra blanca escrita con marcadores azul y rojo, bandejas descartables con trozos de cal de diferentes tamaños encontrados en el hallazgo del 30 de julio de 2024. En las paredes blancas hay fotos de celdas del Penal de Libertad, fotos de un esqueleto completo sobre un lecho de cal. El espacio es más bien chico y rectangular; está ubicado en el tercer piso del edificio modernista Caubarrere, en el centro de Montevideo. El piso es de cerámica gris, el techo blanco, la luz artificial. De fondo se escucha el soplido lento y constante del aire acondicionado. Es martes, pasadas las once de la mañana. Alicia Lusiardo, antropóloga forense coordinadora del Grupo de Investigación en Antropología Forense (GIAF), se sienta, apoya el mate y el termo en uno de los escritorios que cumplen la función de mesa y explica:

—Este es el laboratorio. No se necesita una gran tecnología, pero precisaríamos un lugar más amplio, con mesadas lavables, con camillas. Nosotros colocamos nailon burbuja y TNT sobre las mesas y allí trabajamos con los restos: los lavamos, los acondicionamos, hacemos el análisis, sacamos fotos. También nos falta luz natural y acceso al agua corriente. La cal es como un molde, o del cuerpo, o si había algo de vestimenta. A veces quedan los patrones del tejido y los fotografiamos, los analizamos. En cuanto a las fotos, son para mostrar a los familiares y las utilizamos para el trabajo de análisis.

La Asociación Latinoamericana de Antropología Forense define la especialidad como “la aplicación de las teorías, los métodos y las técnicas de la antropología social, la arqueología y la antropología biológica en los procesos de búsqueda y recuperación de cadáveres y de identificación humana, así como de esclarecimiento de los hechos como apoyo al sistema de administración de justicia y al trabajo humanitario”.

Clyde Snow nació en Texas, Estados Unidos, en 1928. Fue profesor y antropólogo forense. Fundó el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF). Fue quien identificó en Brasil los restos de Josef Mengele. Para los antropólogos forenses latinoamericanos, Snow es el referente, el padre de la especialidad. Falleció en 2014.

A finales de setiembre de 2024 se supo que los restos encontrados en julio de 2024 pertenecen a Luis Eduardo Arigón Castel, un uruguayo secuestrado y desaparecido en junio de 1977. El primer día de octubre fueron retirados del GIAF para ser trasladados a su destino definitivo; por eso allí ya no hay huesos.

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Natalia Azziz en el memorial en homenaje a Julio Castro y Ricardo Blanco en el Batallón 14, en Toledo.

Natalia Azziz en el memorial en homenaje a Julio Castro y Ricardo Blanco en el Batallón 14, en Toledo.

La dictadura civil militar uruguaya (1973-1985) se desarrolló entre persecuciones, encarcelamientos, torturas y desapariciones. En 1986 se aprobó la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, que establecía que los funcionarios militares y policiales que hubiesen cometido crímenes contra los derechos humanos durante la dictadura no serían juzgados. En su artículo 4.o, la ley establecía que las denuncias presentadas hasta la fecha de su promulgación vinculadas a personas presuntamente detenidas en operaciones militares o policiales y desaparecidas, así como de menores presuntamente secuestrados, serían remitidas al Poder Ejecutivo. Este dispondría de inmediato las investigaciones correspondientes para el esclarecimiento de estos hechos. Pasaron casi 20 años de democracia sin que existiera la voluntad de hacer cumplir este artículo. Recién cuando el Frente Amplio ganó por primera vez las elecciones nacionales, en su discurso de asunción del 1º de marzo de 2005 el presidente electo, Tabaré Vázquez, anunció que se daría cumplimiento al artículo 4.o de la ley de caducidad.

Los primeros pasos para la búsqueda de los cuerpos se dieron desde el Instituto Técnico Forense (ITF) y la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República (Udelar) en 2003, por solicitud judicial. Daniel Panario —ingeniero agrónomo—, Ofelia Gutiérrez —geógrafa—, Elizabeth Onega —arqueóloga— y Horacio Solla —antropólogo— hicieron un estudio de la zona y los espacios de interés, basados en la lectura y la interpretación de fotografías aéreas. Pero empezaron a levantarse algunas voces que dijeron: ¿cómo van a buscar en los batallones personas que no son arqueólogas, cuando la tarea es netamente arqueológica? Ahí aparecieron la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (FHCE) de la Udelar y la figura de José María López Mazz. Este equipo comenzó a trabajar en 2005 en la búsqueda de desaparecidos.

“Hasta ese momento era: ‘Busquen los cuerpos’. No se proyectaba más allá. Nunca se les pasó por la cabeza: ‘¿Y después qué? ¿Qué hacemos cuando los encontremos?’”, cuenta Lusiardo.

El GIAF nació en 2015 y está compuesto por ocho egresados de la Licenciatura en Ciencias Antropológicas de la FHCE y tres estudiantes. En la tarea de búsqueda colaboran tres maquinistas, un chofer y una persona encargada de la logística. El grupo depende de la Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo (INDDHH). Esta institución es la que decide las contrataciones y los lineamientos generales de la búsqueda, aunque en materia de investigación el GIAF tiene independencia técnica. Sus integrantes son contratados en forma individual; el dinero para el pago de los contratos proviene del Poder Legislativo y se efectúa a través de la Corporación Nacional para el Desarrollo.

Natalia

El 30 de julio de 2024 Natalia Azziz trabajaba en uno de los equipos en el Batallón 14 junto con su colega Victoria Ribeiro y el maquinista Nasr Alkasem cuando recibió la llamada:

—Habíamos vuelto de almorzar. Mientras miraba unos dientes de la pala de la retroexcavadora que se habían roto, me salta la llamada de Florencia: “¡Nati, vení! ¡Hay un hallazgo!”. Es un momento de mucha energía. Agarramos todo lo que teníamos para llevar. Yo corrí rápido y Victoria me decía: “¡Pará que no te alcanzo!”. No sé de dónde saqué fuerzas, porque había que subir una cuesta. Fuimos rapidísimo y cuando llegamos no había duda, ni siquiera bajé a la trinchera: se veía la losa, se veían los huesos. Entramos a saltar de la emoción, nos abrazábamos. En esa zona estuvimos trabajando en 2009, a un metro, nada más, a un metro. El hallazgo fue 13.05. Me llamaron 13.06.

Leonardo Ovando en el Batallón 14. Foto: GIAF.

Leonardo Ovando en el Batallón 14. Foto: GIAF.

Natalia revive ese momento en una cafetería de la calle Tristán Narvaja, una tardecita de mediados de agosto. Se explaya sobre los procedimientos posteriores a la adrenalina y explica que los hallazgos se llevan en cajas al laboratorio del grupo con cadena de custodia y quedan bajo llave. Una vez allí, se coordina con el ITF para hacer radiografías antes de limpiar los restos. Las radiografías son para ver si hay elementos de balística o fracturas perimortem que puedan ser de interés al momento de la limpieza. La limpieza se hace con pincel seco y pincel húmedo, luego se deja secar. Al finalizar se arman los restos en posición anatómica: el cuerpo se coloca boca arriba con las manos a los costados.

—En este hallazgo la recuperación fue muy buena. Se encontraron huesitos que por lo general no se conservan, huesos pequeños y frágiles como el cartílago tiroideo. Como el enterramiento tenía medias, se encontraron casi todos los huesos de los pies. Estaba prácticamente completo.

Lusiardo dirá después que faltaron dos o tres huesos muy pequeños del pie, que son tan pequeños que los tres juntos entrarían apoyados sobre una moneda de un peso. El cuerpo humano está compuesto por 206 huesos.

Natalia nació en el mediodía del último día de 1981, en Montevideo. El año en que cursó cuarto de liceo vivía en Durazno con sus abuelos. En ese verano adolescente con 16 años no había mucho para hacer en esa ciudad. Volvió a Montevideo. No sabía qué orientación seguir. Tenía un interés por conocer cosas poco comunes.

—Recuerdo que, con una compañera, cuando encontrábamos algún perro muerto, lo enterrábamos y al año lo desenterrábamos para ver qué pasaba. Estaba todo el mundo impactado. En el test vocacional me salió que tenía perfil para la antropología o lo que tuviera que ver con las artes, luego venía la ciencia. Era como una cosa ecléctica. No tenía idea de lo que era la antropología y me empecé a informar. La psicóloga me dijo que a mí me interesaba mucho todo lo relacionado con la diversidad cultural. Esto tiene que ver un poco con mi familia: por parte de mi padre son sirios y por parte de mi madre está muy arraigada la cultura del campo, ella es de Carlos Reyles, en Durazno. Hay como una cuestión de aceptación de otras culturas, de otras formas de pensar, de otras formas de vivir.

Le llevó 13 años terminar la carrera. Se recibió en 2013. Mientras estudiaba, trabajó en el equipo de armado de la diaria. Ingresó al GIAF en 2007 como honoraria y luego quedó de forma definitiva. Trabaja en campo y en laboratorio. Le gusta la fotografía. Tiene un hijo de 13 años y otro de 8.

Rodrigo

A Rodrigo Bongiovanni —pelo negro, ojos castaños, lentes— le faltan dos materias y la tesis para ser antropólogo. Me recibe en una de las oficinas del grupo, cercana al laboratorio. Apenas dos sillas, un escritorio antiguo de madera que nos separa y la luz adecuada. Cuenta que el GIAF tiene tres áreas de trabajo: laboratorio, campo e investigación forense preliminar, en la que trabaja él, y explica en qué consiste:

—Es todo el trabajo que se hace previo, pero también durante y después. Esto es el análisis de testimonios, imágenes aéreas, datos de cada padrón, cuándo se compró, cuándo se vendió, cuándo se instalaron los militares, cuándo comenzaron a hacer paracaidismo. Hay que conocer el terreno, si hay una cañada, si está inundado, si hay construcciones, si se puede excavar o no. A veces vas y es todo piedra, y ahí no se puede hacer nada. Todo esto es un montón de información que hay que tener clara. ¿Por qué ir a un lugar y no a otro? Vemos las fotos una vez, dos veces, 50 veces, 70 veces; en un momento ves algo distinto y ahí empezás a encontrarle la lógica al sitio.

Florencia Díaz en las oficinas del GIAF.

Florencia Díaz en las oficinas del GIAF.

Rodrigo nació en Montevideo en abril de 1985. Vivió en el barrio Bella Italia hasta que se fue al departamento de Canelones, a La Paz.

Comenzó a trabajar en el GIAF en diciembre de 2009. Estuvo un tiempo en forma honoraria. Hoy vive en Costa Azul, Canelones. Trata de no llevarse trabajo para su casa, disfruta de la tranquilidad del lugar, de levantarse un sábado bien temprano en verano y bajar a la playa, de la lectura de la historia de Rusia o de crónicas de los primeros españoles que llegaron antes de la conquista, de escuchar a Gilda, un blues de los ochenta, Bob Dylan o Rubén Blades.

Florencia

Se levanta 4.20, toma el ómnibus de las 5.00, llega a Montevideo —a la plaza Cuba— a las 7.00; en verano la pasan a buscar, en invierno se traslada hasta las oficinas del GIAF para salir 7.30 con sus compañeros rumbo al Batallón 14. Trabaja hasta 14.30, el chofer la deja en la plaza Cuba, toma el ómnibus que sale de la terminal Tres Cruces 15.15. En el viaje lee novelas policiales o escucha un episodio de los pódcast La cruda o El hilo, llega 17.30. A veces sigue con el trabajo, a veces sale a caminar, a veces va a una clase de danzas latinas. Vive con su novio. Siempre visita a sus tías, a su abuela; retomó el estudio de inglés, le gusta ver una serie que la cuelgue, le gusta la naturaleza. Los fines de semana trabaja en una tienda que abrió con una amiga en la que vende ropa de niños y bebés, es una manera de descomprimir, dice. Podría ser un torbellino, pero no, es Florencia Díaz; es estudiante avanzada de Antropología y la integrante más joven del GIAF.

Rodrigo Bongiovanni en las oficinas del GIAF.

Rodrigo Bongiovanni en las oficinas del GIAF.

En el parador Lo de Martín, sobre la ruta 5, Florencia pide un cortado y cuenta:

—De chica decía que quería ser médica forense. Empecé a conocer la antropología forense viendo de niña la serie Bones. También miraba un programa argentino que se llamaba Cuerpos forenses o Médicos forenses, no recuerdo bien, yo era muy chica. Recuerdo que me encantaba. No mostraban nada, era ficción, pero ta, fue como mi primera aproximación a lo forense. Hice un año de Medicina y no era lo que imaginaba. Ese año tuve una clase con un antropólogo social, luego me anoté en Antropología y fue un viaje de ida. Me encantó y me fui metiendo cada vez más. Comencé en 2015. Ese mismo año asistí a una clase de Osteología Humana que dio Alicia y ahí fue un flechazo. Alicia es mi maestra.

A partir de esa materia se integró al GIAF y comenzó a trabajar. Sobre el día del hallazgo de Luis Eduardo Arigón recuerda:

—Vi lo blanco, la cal, pero no llegaba a ver el cráneo. Y cuando lo vi, rompí en llanto, rompí en llanto, un llanto angustiante. Vas todos los días y decís: “Hoy vamos a encontrar, hoy vamos a encontrar”, y es más probable que no encuentres. Uno maneja la frustración. Sí, soy una mujer sensible, no te digo que soy una de las más lloronas, pero...

Leo

Leonardo Ovando es antropólogo con especialización en arqueología. Nació en Montevideo en 1974, en “la república del Buceo”, dirá después. Nos comunicamos por videollamada porque vive en Rosario desde 2007. Dos años antes había ingresado al GIAF y en Argentina trabajó de forma esporádica con el EAAF. En 2019 Alicia le propuso volver a participar en el grupo y dijo que sí.

—Arranqué en plena pandemia, entre octubre y noviembre de 2020. Estoy tres meses en Uruguay y cuatro en Rosario, esa es la dinámica. Yo quería hacer algo que implicara la devolución a la sociedad de mis estudios en la Udelar, además de abordar una problemática tan compleja y tan poco trabajada en nuestro país como es la búsqueda de información sobre el destino de los detenidos desaparecidos durante la dictadura.

Leonardo cuenta que de niño tenía inquietudes por cosas desconocidas. Le gustaban la biología, la física nuclear, la arqueología. Al terminar el liceo estaba un poco angustiado porque quería estudiar arqueología y no sabía si podría vivir de eso. Comenzó la FHCE en el 94 y también cursó Bellas Artes, que luego dejó, aunque lo manual siempre lo acompañó. Hoy es carpintero y tiene una carpintería. Y vincula este oficio con la arqueología.

—Sobre todo en la restauración. En la restauración de un mueble encontrás huellas del pasado que te permiten reconstruir, de alguna forma, la historia de vida de ese objeto, saber qué uso le dieron, si perteneció a una familia durante toda una vida, las marcas, los rayones, las escrituras de un niño o una niña; es alucinante. Al sacar una capa de pintura vos ves cosas que estaban ocultas, que tienen que ver con la historia de esa cómoda, de esa silla, de lo que sea. Así, como los restos humanos, si vos sabés leerlos, te permiten conocer la vida de esas personas.

Un día en el batallón

Llegan a las 8.30. Se cambian y desayunan. A veces bizcochos, a veces roscas o pan casero. Aprontan el mate. Sacan las herramientas y arrancan con las dos retroexcavadoras. Lo que llevan: cinta métrica de 100 metros, pala, algún cucharín —como una cuchara de albañil de forma triangular y con filo—, una planilla para anotar datos de cada trinchera —profundidad, observaciones en general—, un plano, papel milimetrado, una regla, una goma de borrar, lápices, una máquina de fotos, un diario de campo.

Gustavo Casanova en el memorial en homenaje a Julio Castro y Ricardo Blanco en el Batallón 14.

Gustavo Casanova en el memorial en homenaje a Julio Castro y Ricardo Blanco en el Batallón 14.

Siempre tiene que haber por lo menos dos antropólogos en cada máquina. Se llega a una cuadrícula de diez por diez metros. Si hay que tirar estacas para verificar medidas, se tiran. La retroexcavadora comienza a sacar paladas del ancho del tacho por unos cinco metros de largo, aproximadamente, y baja unos 15 o 20 centímetros en cada palada. Continúa hasta un nivel en el que ya no puede haber enterramientos; a veces es a 80 centímetros, a veces a un metro, a veces a tres. Trabajan en una cuadrícula, se tapa y se va a la siguiente. A las 12.00 se frena una hora para almorzar. Trabajan hasta las 14.30

Gustavo

Se escucha el tema “Good Feeling” de Flo Rida. La Coca-Cola burbujea. La pizza con muzzarella y el fainá recién hechos. Son las siete de la tarde de un jueves fresco de setiembre en un bar de El Pinar. Gustavo Casanova —pelo castaño con algunas canas que a empujones tratan de prevalecer, barba y bigote— es antropólogo y tiene 48 horas, vive en Neptunia, no tiene hijos.

—Siempre quise ser arqueólogo. Desde el liceo me atrajo la historia. Me integré al grupo en 2006, cuando era estudiante. El día del hallazgo de Luis Eduardo Arigón yo estaba con la máquina que operaba Sebastián, uno de los maquinistas. Él estaba en la tercera palada, va a levantar y siente, sentimos como ¡crooommm!; ahí yo le hago seña con la mano para que pare. Ahí vimos una losa de cal y parte de lo que era la clavícula. Esa es la primera imagen que tengo. Bajé, miré y dije: “Ta, son huesos humanos”.

La noche se armó fría y húmeda. Antes de despedirnos, Gustavo me dice:

—¡Soy optimista! Lo era antes de este último hallazgo, ¡imaginate ahora!

Ximena

Ximena ingresa con una sonrisa. El pelo atado entre negro y gris y el buzo azul que no deja dudas: se lee en letras blancas GIAF. Conversamos en una sala mediana del lugar donde funcionan las oficinas y el laboratorio del grupo.

—El trabajo en el GIAF le dio sentido a la carrera. Tenía 24 y ya tenía que estar recibida, demoré un montón. Me recibí en 2010. ¿Por qué Antropología? Desde la escuela me apasionó todo lo que era Egipto, Roma, los pueblos lejanos, los grupos que viven apartados. Me apasionaba lo que eran otras culturas, lo exótico, la historia. Toda esa cuestión como más romántica de la arqueología. Entonces, cuando llegó el momento, Humanidades era el lugar.

Ximena Salvo en el memorial en homenaje a Julio Castro y Ricardo Blanco en el Batallón 14.

Ximena Salvo en el memorial en homenaje a Julio Castro y Ricardo Blanco en el Batallón 14.

Nació en Montevideo hace 44 años. Hoy vive en Neptunia, con su hija de 4 años y su pareja. Integra el grupo desde el comienzo en forma ininterrumpida, desde cuando era una estudiante avanzada. Trabaja principalmente en campo.

—Me siento comprometida. No me pesa levantarme cada día para ir a trabajar. También me siento afortunada por los compañeros que tengo, muchos son amigos. La expectativa de que cada día pueda aparecer alguien está siempre, porque es lo que te mueve. Cuando hay un hallazgo uno se entusiasma, pero después de trabajar en el campo en la recuperación de los restos queda como una sensación de vacío. Es como un proceso, de a poco volvés a la normalidad. Ahora dejé terapia, que es algo que te ayuda a manejar las diferentes emociones que genera el trabajo. Empecé la terapia porque la necesité y me ayudó pila.

Hace dos años el equipo hizo terapia de grupo. Surgió de la charla en diferentes reuniones. Wilder Tayler —director de búsqueda de la INDDHH— contrató a dos psicólogas especializadas en trabajo con grupos.

—Empezamos a ir una vez al mes y lo hicimos aproximadamente por un período de dos años. En determinado momento sentimos que se había cumplido un ciclo y dejamos. Fue muy positivo, ayudó mucho y para algunos fue una experiencia nueva, ya que nunca habían ido a terapia.

Alicia

Es un viernes de setiembre a las dos de la tarde. En un salón de la FHCE, Alicia Lusiardo se apronta para dar una clase sobre ética y derechos humanos en la investigación antropológica. Saluda, se presenta y advierte sobre lo movilizador o chocante que puede resultar su exposición.

—Si alguien se quiere retirar, las puertas siempre están abiertas. Uno, desde su especialidad, está acostumbrado a hablar de la muerte todo el tiempo, a convivir con ella todo el tiempo, pero otros no, por eso les hago esta advertencia.

Los estudiantes la escuchan con atención. Ella camina de un lado a otro con la soltura y la confianza de una actriz que conoce a la perfección su texto y el escenario en el que tiene que actuar. Va hasta el escritorio para hacer clic en el ratón de la computadora y pasar una imagen, señala con el puntero láser, pregunta, escucha, otro clic y otra imagen, se para con la espalda apoyada en la pizarra blanca, vuelve a preguntar, silencio mientras espera una respuesta, otro clic, otra imagen, aparecen las respuestas. Alguien cierra las ventanas para atenuar el ruido molesto que llega desde la calle. Un rayo de sol atraviesa el salón y se clava como una lanza en la blancura de una de las paredes. Continúa:

—Si los cadáveres fueran cualquier cosa, no se entendería por qué se busca a los desaparecidos. Nuestro cuerpo comienza a ser otra cosa a partir de nuestro deceso, pero no cualquier cosa. Cuando pensamos en la ética y en los cuerpos, desde el punto de vista forense pensamos qué es lo que se aplica de la ética a un cuerpo muerto. Ahora, okey, nadie va a desconocer que un cadáver es un cuerpo muerto, pero ¿y una uña? Si tenemos restos de queratina, eso son las uñas, o ¿qué hacemos si tenemos restos óseos, o segmentos corporales, o cabello, en materia de la ética y el cuidado? Aquí es donde empieza a complicarse muchísimo, porque al ser subproductos, parece que no hubiera dilemas éticos en torno a su manipulación y es cuando se vuelve todavía más difuso entender la ética para este tipo de evidencia física.

La clase termina. Ninguno de los estudiantes se sintió incómodo. Nadie se retiró de la clase.

Florencia Díaz, Rodrigo Bongiovanni, Victoria Riveiro, Ximena Salvo, Matías López, Alicia Lusiardo, Natalia Azziz (atrás), Gustavo Casanova, Mikaela Mallo y Celeste Martínez (adelante) en el Batallón 14.

Florencia Díaz, Rodrigo Bongiovanni, Victoria Riveiro, Ximena Salvo, Matías López, Alicia Lusiardo, Natalia Azziz (atrás), Gustavo Casanova, Mikaela Mallo y Celeste Martínez (adelante) en el Batallón 14.

Alicia nació en México en 1972 y vivió allí hasta los 6 años. Después se mudó a La Pampa, Argentina, donde hizo tercer año de escuela. Más adelante vino a Uruguay, donde hizo la mitad de cuarto año. Luego volvió a México y después otra vez a Uruguay.

—No sé cómo suena esto; lo que te puedo decir es que fui inmensamente feliz con todos esos cambios y experiencias. Creo que a la antropología me llevó mi pasado mexicano. Teotihuacán era un paseo obligado al que mis padres llevaban a cada amigo o familiar que nos visitaba. En las vacaciones, a veces íbamos a la zona de Yucatán, visitábamos las ruinas de Chichén Itzá o de Tulum, entonces yo quería ser arqueóloga, trabajar con los restos materiales, culturales, de cualquier población.

Alicia quería volver a México a estudiar arqueología, pero conoció a quien luego sería su esposo por 23 años, que la convenció de que podía estudiar en Uruguay. Se inscribió en la FHCE. Recibirse le llevó siete años. No fue fácil.

—Abandoné la carrera en varias oportunidades, por momentos no le encontraba sentido a lo que estudiaba. En paralelo trabajaba como fotógrafa de prensa y no era fácil trabajar y estudiar. En determinado momento me entero de que existe una especialización que es la antropología forense y que te permite, a través del estudio del esqueleto o de los restos humanos, cualquiera sea su estado de conservación, responder a muchas preguntas que puedan tener que ver con el marco legal: una muerte sospechosa o un suceso que no tiene una explicación muy clara. Esto me permitía unir el estudio de los esqueletos con mi tarea de fotógrafa de policiales. Ahí empezó mi obsesión: “¡Yo quiero ser esto o nada!”.

Hizo una maestría en antropología forense en Estados Unidos, lugar al que viajó junto con su esposo —ingeniero agrónomo—, a quien le habían otorgado una beca para capacitarse allí. Quedó embarazada, estudió inglés e hizo todo el proceso de admisión de un año para ingresar a la Universidad de Florida. La entrevistaron, la seleccionaron, pero no consiguió beca. No sabía cómo podía pagar cada materia. Tuvo varios trabajos, hasta que a los cinco años volvió a Uruguay con la maestría terminada.

—A fines de 2006, un día estaba en mi casa con mi hijo cuando suena el teléfono y era López Mazz. Se presentó, sabía que yo había hecho una maestría en antropología forense, que nadie tenía, y me invitó a integrar el equipo. A los pocos días empecé.

En 2014 López Mazz se alejó del grupo y Alicia quedó como la referente. En 2017 pasó a ser la coordinadora del GIAF. Buena parte de su trabajo lo hace en las oficinas, pero disfruta mucho cuando sale a campo:

—Siempre aprendo con mis colegas, parte del equipo tiene una fuerte formación en arqueología, entonces pregunto, pido que me expliquen. Es verdad que también hay momentos, cuando pasa un tiempo y no hay hallazgos, en que reflexionás y te preguntás por qué no estamos encontrando. Como coordinadora, cuando miro al equipo, veo a personas que en el transcurso de estos años crecieron en lo humano y en lo profesional. Se fueron ganando un lugar y el aprecio de muchos por ser resilientes, por la entrega, por la humildad, por el bajo perfil. Este es un trabajo que desgasta, que requiere un esfuerzo físico importante; la exposición solar permanente, la columna vertebral que sufre. Cuando miro al equipo veo un compromiso con mayúsculas.

Alicia también trabaja para la FHCE y para el EAAF en proyectos que tienen que ver con desapariciones locales y de migrantes en México. Cuando piensa en el futuro, le gustaría impulsar una línea de trabajo con los feminicidios y con las desapariciones actuales, que también incluyen a los varones.

Alicia Lusiardo en las oficinas del GIAF.

Alicia Lusiardo en las oficinas del GIAF.

En la presentación del libro Tierra mínima, de Fernando Butazzoni, Alicia dijo:

—Hay muchas formas de definir lo que hace un antropólogo forense: les damos voz a los que no tienen voz haciendo hablar a sus huesos y a su entorno, permitiendo que nos cuenten una historia oculta, que se reconstruyan los últimos momentos de vida y los primeros momentos luego de su muerte. Una historia que se relata por medio de la ciencia, con indicios y evidencias que se pueden brindar a la Justicia para que otra historia se escriba a partir de ese relato oculto en la cal y la tierra. Y, si sabemos escuchar, también podemos relatar una historia antes de la tragedia, reconstruir pequeños detalles de la infancia, de la salud, de las actividades de aquellos restos que estamos exhumando, acondicionando, observando y midiendo. Porque nosotros no exhumamos huesos, exhumamos vidas.

Diego Guardado es visitador médico y escribe crónicas y perfiles.