Las Malvinas son una frontera. Desde el nombre hasta el modo de llegar. La mayoría de los visitantes arriba en alguno de los cruceros que atracan por unas horas. El propio acto de tocar tierra niega el peso con la fugaz liviandad de la visita. Como si el barco hotel, los botes naranjas del desembarco en serie y el ómnibus que lleva a la playa de los pingüinos fueran la misma cápsula de la que nunca se sale, aunque se salga.
El otro medio para alcanzarlas es el avión que obliga a quedarse aquí una semana. Quien lo elige se llena de insularidad. Las habita. Se entra un viernes y se sale el siguiente. No hay manera de irse antes. Es un camino que hace preguntarse por qué la frontera no se toca con el país de al lado, por qué se lo saltea y se une las islas con la ciudad chilena Punta Arenas, de donde parte ese único vuelo semanal. Es verdad que una vez al mes el avión toca territorio argentino al hacer escala en Río Gallegos, pero en ese caso no une, separa. Las fronteras tienen esa dualidad según el humor de los países en cada momento histórico.
Aquí la idea misma de “país de al lado” es compleja. En una suerte de Gondwana geopolítico, Europa y América están a un lado y otro de la corta línea divisoria. Como ya es sabido, las islas son, en términos administrativos y desde la apropiación de 1833, parte del Reino Unido, que las llamó Falklands. La soberanía es reclamada por Argentina y las islas son consideradas por las Naciones Unidas, desde 1965, un territorio no autónomo que necesita ser descolonizado. En cuanto a esa otra frontera que separa los tiempos y que llamamos historia, las Malvinas están mucho más cerca de Uruguay que lo que indican los mapas.
—El mejor café lo tomé en Montevideo —dice Mike Butcher.
Es un hombre bajo y de andar nervioso que ha dedicado los años de su retiro a limpiar huesos de ballena. Como un improvisado paleontólogo con métodos que serían la pesadilla de cualquier naturalista, armó en el jardín de su casa un muestrario de esqueletos de cetáceos. Lo suyo no es el animalismo. Uno de los puntos altos de su exhibición al aire libre es un arpón que luce, orgulloso, un cartel que certifica que mató 20.000 ejemplares entre 1937 y 1965.
Ante cada conjunto óseo Butcher organiza la mejor pose para que la cámara capte al visitante como si fuera un falso arponero junto a los restos de la pieza que acaba de cobrar. Se mueve con la seguridad de haberlo hecho varias veces y con la suave firmeza de un experimentado director de escena que marca los puntos donde cada actor debe estar parado cuando se levante el telón. La visita es gratuita, pero se puede colaborar con la causa. Junto a la cerca de ingreso, un bollón de tapa violeta atado con cinta pato negra a un cráneo de mamífero hace las veces de alcancía. Un cartel pide depositar “algunas monedas de libras esterlinas o dólares para ayudar al mantenimiento”.
No es la única excentricidad de la cuadra. En la casa de enfrente hay un tanque militar de colección al lado de un invernadero de chapa, como en otras partes habría enanos de jardín o figuras de yeso. Es casi seguro que ya no funciona. Son varios los isleños que tienen residuos de guerra —en muchas ocasiones a la entrada de sus patios— a los que se les ha quitado la pieza que activaría el disparo. Aunque el presente tiene más relación con el turismo o la pesca y el futuro está calibrado como una diana sobre la polémica explotación petrolera, estas islas y este conflicto son dos conceptos que se asocian con facilidad.
La metralla
La de 1982 no es la única guerra que ha pasado por aquí. En la Primera Guerra Mundial la flota británica y la alemana estuvieron cañoneándose en estas frías aguas y el 8 de diciembre de 1914 el fuego inglés se tragó al mejor comandante teutón del momento: el conde Maximilian von Spee. Quien pase unos días en Punta Arenas antes de embarcar en el vuelo a Malvinas puede ir al cementerio municipal y encontrar la tumba del marino, custodiada por cruces gamadas. Está unos metros antes de llegar a la de Sara Braun, la viuda del dueño de la ciudad y dueña de Punta Arenas ella misma al enviudar, que al poner el dinero para levantar el camposanto estipuló que luego de su entierro tenía que cerrarse para siempre el portón principal. Algo más abajo, a la entrada de los palomares tubulares que se levantaron para sepultar a la gente sencilla, hay un memorial en recuerdo de los desaparecidos y los fusilados de Punta Arenas por la dictadura de Augusto Pinochet. Las cruces gamadas y el mausoleo de Braun les dan la espalda.
Fue en honor a ese mismo Von Spee, danés al servicio de Alemania, que se bautizó el acorazado nazi de la Segunda Guerra Mundial. También este barco tuvo su destino unido a las islas. Aquí repostaba la flota que le dio cacería y hacia aquí iría, luego del combate, un maltrecho buque de nombre Exeter, que junto al Ajax y al Aquiles había derrotado al Graff Spee en la batalla de Punta del Este, ocurrida el 13 de diciembre de 1939 frente a costas uruguayas. Por las dudas, llegó un cuarto barco desde Stanley para cercar el mar y evitar la huida del acorazado enemigo.
Los barcos de Malvinas conocían bien el camino. En el mar las fronteras son menos claras. ¿Dónde terminan las que pertenecen a un país y comienzan las aguas internacionales, esas que se consagraron en el Renacimiento tomando como base el derecho romano? Las fronteras no siempre se miden con los instrumentos palpables de la longitud, sean estos el metro o los más artesanales, como la cuarta que surge de extender lo más posible —en direcciones opuestas— el índice y el pulgar. Quizá la forma más hermosa de medirlas sea esa que se usaba en el campo del norte argentino: se tomaba un árbol de ceibo, se le cortaba un segmento del tronco, se lo trabajaba hasta darle forma y con eso se hacía el cuerpo de un instrumento de percusión coronado por lonja de oveja o chivo. El límite hasta donde llegaba el sonido era una legua. Por eso se le llamó bombo legüero, abriendo la puerta a que en el futuro se preguntasen, en las peñas santiagueñas, qué fue primero, si la distancia o el modo de calibrar la pureza del instrumento. Algo parecido ocurrió con el mar en el siglo XVIII. Pertenecía a la soberanía de la costa todo lo que alcanzara una bala de cañón. Lógica de Estado. La soberanía termina ahí donde acaba la posibilidad de ejercerla.
Eso, que con la evolución de la artillería requirió que los acuerdos lo fijaran en algún punto universal —las tres millas—, muy pronto se fue entendiendo como poco. Así que se pasa a las 12 millas náuticas. Hasta 1982. El mismo año de la guerra de las Malvinas, 30 años después de que Chile, Ecuador y Perú, potencias pesqueras en potencia, reclamaran que fueran 200 en vez de 12, se tranzó la Convención de Montego Bay, en Jamaica. Las 12 serían el mar territorial y las 200, la zona económica exclusiva. El Reino Unido, que supo dar títulos de nobleza a célebres piratas, como Francis Drake, tragó el tema a regañadientes. Hizo bien. Al haberse apropiado de las islas del Atlántico Sur no sólo tiene esas alfombras bastante áridas en las que únicamente crecen los ovinos y las formaciones rocosas de pétrea melancolía, sino también el mar circundante. Ahí el petróleo espera por las arcas del rey. No es un tema exento de debate, dadas las implicancias indudables sobre el ambiente, el marco principal para el turismo del que vive buena parte de los 3.700 isleños, dos tercios de ellos en Stanley. Además de los nacidos aquí, hay gente llegada de 60 naciones extranjeras —sí, 60; la mayoría de esas personas son filipinas y entre las americanas, de Chile—, atraída por los derechos sociales de una pequeña arcadia keynesiana: la potencia colonial da buenas condiciones de trabajo y permite que la salud y la educación sean gratuitas, incluso para quien quiera seguir estudios terciarios en la metrópoli. Entre esos 3.700 no se cuentan los efectivos de la base militar, cuyo número es un secreto de Estado. Es a esa base, y no a un aeropuerto civil, donde llegan los vuelos semanales desde Punta Arenas.
El comercio
Los barcos de Malvinas conocían bien el camino al Río de la Plata, decíamos. En el pequeño pero nutrido museo de Stanley hay un segundo piso dedicado a la navegación. Ahí están las fotos y algunos rastros materiales del Darwin. La Darwin, para ser consecuentes con el género femenino que el idioma inglés les asigna a los barcos. Nombrado en honor al naturalista que estuvo por estas (y esas) tierras, Charles Darwin, buscando las fronteras biológicas de la evolución de las especies, el barco hizo, en la primera mitad del siglo XX, el trayecto mensual entre Montevideo y Stanley. Una saca de correo con la etiqueta del puerto uruguayo daba cuenta de que su importancia para evitar el aislamiento no se limitaba a las provisiones y al intercambio de mercancías. Hoy, sin embargo, cuando se envían las postales inevitables de pingüinos y campos minados, llegan primero las que van a Suecia que las destinadas a Montevideo. A diferencia de lo que sucedía en tiempos de la Darwin, el correo desembolsa su contenido de Falklands en Londres y vuelve a atravesar el océano para alcanzar el Barrio Sur o La Comercial.
—Hicieron bien en pedir los sándwiches de pollo, si hubieran pedido los de jamón y queso iban a comer jamón uruguayo y no tendría gracia.
Como muchos habitantes de las islas, el hostelero de Darwin estuvo varias veces en Montevideo, en su caso en el polémico puesto que la posesión británica instala en la exposición de la Rural del Prado. Otros han ido a tratarse al Hospital Británico y algunos simplemente de paseo. Sólo que él no es kelper —como se llaman los malvinenses debido a unas enormes algas que pueden verse en la zona del faro como si fueran alambrados marinos recién bajados del espacio—, sino chileno. Dice que el jamón y otros chacinados provienen de Uruguay. En la pequeña tienda del centro de Stanley de la Falklands Island Company, otrora superpoderosa y hoy apenas importante, pero siempre un recordatorio colonial desde el propio nombre que hace pensar en la India de los tiempos del Raj británico, no se encuentra la avalancha del “made in Uruguay” que cuenta la leyenda urbana. El pastel Fray Bentos es apenas una marca, procedente del Reino Unido. Quizá haya que ir al gran supermercado de las afueras de Stanley, pero acá, en Darwin, el jamón es uruguayo.
También es uruguayo el origen, algo mitológico, del corral de piedra que está a la entrada del caserío. Con forma circular y unos huecos a ras de suelo para que salieran los perros pastores una vez que hubieran arreado los ovinos, es uno de los mejor preservados de los varios “corrales de gauchos” que se pueden encontrar en las islas. Gaucho aquí significa “gaucho”, pero también “indio”, en particular “charrúa”. La toponimia, las calles, el museo y la memoria privada guardan apellidos como Lafone o Pittaluga, que son los mismos de la plaza y las calles de Montevideo. Son recordados como una especie de Hernandarias locales, figuras clave para la ganadería malvinense. El lenguaje del trabajo todavía usa palabras en español para los aperos del caballo y las herramientas rurales. Todo eso la historia oficial lo conecta con Uruguay, para evitar cualquier lazo con Argentina. Incluso las lanas, que en algún momento procedían de la esquila de paisanos llegados de Uruguay, hoy tienen clasificadores uruguayos, que dictaminan qué vellón sirve para qué cosa. Una vez hecha esa tarea, algunas lanas viajan al campo oriental para que tejedoras locales hagan sus prendas con lanas malvinenses. Luego se venderán a cruceristas con etiquetas que certifican que es lana de las Falklands tejida en Uruguay.
La herida
Resulta difícil calificar a Darwin de ciudad, o incluso de poblado, ya que es apenas un puñado de casas (la metáfora es lo más literal que puede serlo una metáfora: las casas se pueden contar con los dedos de las manos), pero a la vez resulta imposible evitar Darwin en un viaje a Malvinas. No sólo se pasa por aquí camino a la bahía de San Carlos, lugar del desembarco inglés y del cementerio de guerra británico, también es base de operaciones para conocer la pradera del Ganso, uno de los más duros campos de batalla de 1982. A un paso de Darwin está el cementerio argentino. Al estilo de los cementerios militares —y a diferencia del de bahía de San Carlos, que tiene algo de camposanto de pueblo protestante—, parece una siembra macabra y a la vez serena de cruces blancas. No lo construyó el Estado argentino, sino un millonario que se hizo cargo hasta de los gastos de un cuidador que va de tanto en tanto para mantenerlo en condiciones. La privatización de la memoria como forma de que la memoria fuera posible. No resultaba viable que el Reino Unido aceptara una apropiación nacionalista del país vencido en la guerra que comenzó el 2 de abril de 1982 y se extendió hasta la rendición argentina del 14 de junio. Aquí la frontera es el ADN. El entonces capitán Geoffrey Cardozo, inglés de apellido latino, fue el héroe en esta última batalla. El oficial británico hizo hasta lo imposible para que los restos de los muertos del bando enemigo —muchos de ellos conscriptos con una preparación tan improvisada que no tenían ni siquiera una placa identificatoria como esas que universalmente portan los soldados, que son las que permiten su identificación cuando les llega la muerte, esa que con tanta frecuencia suele alcanzar a los soldados— fueran colocados de tal modo que pudieran ser identificados cuando llegara el momento. Después vendría el Plan Proyecto Humanitario Malvinas, con el involucramiento, por ejemplo, del exlíder de Pink Floyd Roger Waters y sobre todo del Equipo Argentino de Antropología Forense, con una larga trayectoria en identificar cuerpos de víctimas del terrorismo de Estado. Aun así, no fue fácil conocer la identidad de los 121 caídos “no repatriados”, que antes de iniciar el trabajo se pensaba que eran 119. Algunas tumbas tienen dos nombres en vez de uno, porque el proceso de identificación demostró que lo que se creía un cuerpo eran dos. Otras lucen, todavía, la inscripción “soldado argentino sólo conocido por Dios”.
Una loica del sur vuela entre las tumbas. De pecho rojo, recuerda que estas tierras son argentinas. Aquí no hay aves británicas, sino las mismas que se ven en cualquier parte de la Patagonia. Loicas, cauquenes —esos gansos del frío—, pingüinos en las costas y, sobre todo, ostreros, ave que picotea las rocas con insistencia en busca de alimento y que podría inspirar el canto de alguna zamba federal y soberanista. Rechina la imagen de la virgen —cuántos problemas se ahorraría el país vecino de tener el Estado separado de la Iglesia—, hace carraspear un poco la ingenuidad del poema que está grabado en metal y ata un nudo en la garganta la flor de crochet que una madre tejió para su hijo, como abrigo a posteriori del viento de la trinchera —cueva de pichiciegos, al decir de Fogwill—, que sigue atada a la cruz blanca por un hilo de plata. “Soldado argentino sólo conocido por los suyos”, así habría que corregir la frase que se repite en una decena de tumbas. En las guerras, Dios no conoce a nadie.
Periodista y escritor nacido en Maldonado en 1969. Fue editor de Lento entre noviembre de 2023 y junio de 2024. Actualmente dirige la edición uruguaya de Le Monde diplomatique.