Hay artistas sobre los que es difícil hablar sin separarlos de su propia mitología. En cuanto el análisis intenta volverse hacia la obra, se encuentra con cientos de distracciones, en tanto sabemos que las condiciones de su creación se hallan ligadas a hitos, a momentos cargados de significaciones y evocaciones.

Pocos movimientos en la historia literaria uruguaya generaron tal cantidad de esas figuras míticas como la generación del 45. Sus integrantes pasaron, durante su trayectoria intelectual, por dos momentos determinantes en la vida cultural uruguaya. Uno fundacional, el año 1945, con el fin de la Segunda Guerra Mundial y un enorme florecimiento de la actividad intelectual y artística en nuestro país, la creación de la Facultad de Humanidades, y una enorme actividad editorial en cuanto a la publicación de jóvenes escritores uruguayos, y de revistas literarias y culturales, de las cuales el semanario Marcha fue emblemático. Y otro de clausura, el final de la década del 60 y luego los 70, cuando, pasada una efervescencia política en la que también los intelectuales y artistas tomaron posturas, el régimen cívico-militar terminó de desarticular el fecundo circuito cultural que se había gestado en los 25 años anteriores, en el que aquellos jóvenes del 45 comenzaban a volverse intelectuales maduros e influyentes.

De esta constelación, Idea Vilariño probablemente sea, al menos en visibilidad, la estrella femenina más brillante. Si bien su penetración popular no es tan profunda como la de otras figuras, como Mario Benedetti, es por lo menos perceptible, y tuvo su momento apoteósico con la interpretación de “Los orientales” que hicieran Los Olimareños en aquel legendario recital de 1984 en el estadio Centenario, donde miles de espectadores que retornaban de exilios e insilios hicieron catarsis de sus emociones contenidas en las palabras de Idea musicalizadas por Pepe Guerra. Estos coqueteos con la canción popular, sumados a la sencillez de vocabulario en su lenguaje poético, acercaban su obra a un público no especializado. Y, por otra parte, dentro de la narrativa épica de su generación, la gran tragedia romántica es esa tormentosa e indecisa historia de amor de Idea con Juan Carlos Onetti (a quien muchas veces entre los intelectuales de esta generación se ha atribuido el rol de “patriarca”, término actualmente poco simpático), un tentador culebrón que bien podría llenar cuatro temporadas de una serie de Netflix, y hace que parezca imposible aludir al libro Poemas de amor (1957) sin caer en interpretaciones biografistas o, peor aún, distraerse en el anecdotario de alcoba.

Un perfil de Idea publicado poco después de su muerte por la periodista y escritora argentina Leila Guerriero apunta muy acertadamente a diseccionar su mito, citando en algunos fragmentos testimonios de personas cercanas que especulan hasta qué punto ella contribuyó a construirlo o no. El tono doliente y desgarrado de sus poemas, el aire de femme fatale de sus fotografías de juventud, sus múltiples enfermedades crónicas, entre las cuales los relatos sobre su eccema cutáneo resultan particularmente espeluznantes, sus tortuosos (y muchos) amores y, por supuesto, Onetti, contribuyeron a construir una imagen de artista atormentada, sufriente y oscura, una verdadera drama queen.

Sin embargo, en cuanto nos volvemos hacia la génesis y evolución de su particular e indiscutiblemente reconocible voz poética, así como sus escritos críticos, este aparente torbellino de pasiones se convierte en un mesurado, severo y metódico ejercicio de un clasicismo abrumador. La intensa emotividad que transmiten sus poemas contrasta con el cuidado equilibrio con el que están confeccionados. Y esto no es casual ni inconsciente, sus apreciaciones sobre poética son fácilmente rastreables, y fácilmente contrastables, a su vez, con lo que hay en sus poemas. Si, como dijera Fernando Pessoa, el poeta es un fingidor, sorprende cómo esta implacable seductora sigue embaucándonos con sus ladinas artes.

Búsquedas divergentes

Los poetas del 45 no fueron un movimiento estilísticamente homogéneo. Lo que compartían era un mismo circuito, el hecho de encontrarse en los mismos cafés, tertulias, aulas o salas de redacción. Y, por supuesto, trabajar en las condiciones particulares que imponían los agitados momentos históricos que vivieron. Pero no es lo mismo el coloquialismo urbano de un Benedetti que la recargada experimentación de una Amanda Berenguer.

Hay dos procesos que podrían, a grandes rasgos, caracterizar las búsquedas de este grupo tan diverso. Por un lado, el agotamiento del paradigma modernista, que desde su auge en el 900 había mantenido cierto lugar en algunas figuras de la generación del Centenario, y que apenas sobrevive lejanamente en algunas influencias simbolistas de la poesía de Ida Vitale. Por otro, el declive del imaginario rural del nativismo, que da paso a poéticas y narrativas más urbanas.

Los primeros libros de Idea acusan influencias modernistas claras. Muchos de sus textos tempranos, como La suplicante (1945), que da título a su primer poemario, evocan por momentos a Delmira Agustini, similitud señalada por la crítica pese a que ella nunca la localizó como una influencia palpable. Pero es posible que la familiaridad no se origine en una influencia directa de una poeta a la otra, sino una influencia común a ambas, Rubén Darío (del cual Idea fue declaradísima admiradora), combinada con la característica, en ese entonces quizá un tanto más llamativa, de un fogoso y manifiesto erotismo donde el yo lírico es inequívocamente femenino y el tú inequívocamente masculino:

Sin luz, apenas, sin aliento, / sueño / ese incienso divino que me quemas, / sueño ascendiendo abismo con vértigos de sombra, / náufrago en la caricia, alta marea muda. / Ya velado tu rostro entre líneas de niebla / los ojos se te ahogan en climas de delicia / y rueda por la noche tu pensamiento inerte, / entonces el deseo sube como una luna, / como una pura, rara, melancólica, / clara, / luna definitiva, peldaño de la muerte.

No obstante, algo cambiará de esta primera etapa: un progresivo despojamiento del lenguaje y las imágenes, desapareciendo o llevándose al mínimo los términos más cultos o “líricos”, las metáforas, los símiles y demás figuras retóricas, eliminándose exclamaciones, vocativos e interjecciones, y acortándose cada vez más la extensión de los poemas y luego los versos. Y un par de cosas quedarán: la preocupación obsesiva, precisa, de orfebre, por el ritmo, apuntalada en la admiración hacia Darío que nunca caducó, pese a que en la obra posterior las resonancias del nicaragüense serán indetectables. Y también quedaría, en el aspecto erótico de su poesía, para terminar de conformar esta voz tan personal y reconocible, el viejo y conocido tópico de Eros y Thanatos, el deseo amoroso como manifestación del empeño de la vida en robarle un segundo a la muerte.

Según Pablo Rocca, el punto de inflexión sería Nocturnos (1955). Es en este libro en el que se comienza a percibir un vuelco hacia la experiencia cotidiana, la ausencia de figuras retóricas, y el abandono de los clásicos metros alejandrinos o endecasílabos por intensas síncopas, como la alternancia entre endecasílabos y heptasílabos en “Volver”:

Quisiera estar en casa / entre mis libros / mi aire mis paredes mis ventanas / mis alfombras raídas / mis cortinas caducas / oír mi radio / dormir entre mis sábanas. / Quisiera estar dormida entre la tierra / no dormida / estar muerta y sin palabras / no estar / eso quisiera / más que llegar a casa.

El abandono de ciertos parámetros “cultos” no se basa, por cierto, en ninguna vocación rupturista ni iconoclasta. Idea era, en realidad, una poeta más bien clásica que romántica, más conceptista que culterana, y tenía una enorme confianza en el conocimiento y cultivo de una tradición como generadora de herramientas para que la experiencia humana individual se haga transmisible y perdurable. Critica acérrimamente el uso del verso libre, lo que llama “versolibrismo”, al que en un libro sobre su maestro Darío califica de “plaga”, por el “vano desborde de kilómetros de líneas cortadas a capricho, sin estructura, y a veces sin intensidad ni lirismo”, y posibilitar “la incorporación a la historia literaria de poetas que nunca lo fueron”, provocando “la retracción consiguiente en el lector de poesía”. Aunque le reconoce un par de virtudes, critica ferozmente a Nicanor Parra por su olvido del ritmo y por la incorporación de elementos narrativos en textos calificados de poéticos.

La desconfianza hacia los experimentos vanguardistas no es privativa de Idea. Aunque el tono grave y severo de sus poesías y su crítica podría fácilmente asociarse, desde la simpatía o no, a ese personaje de drama queen al que aludíamos al principio, lo cierto es que, por lo general, los intelectuales del 45 solían ser gente muy seria y tener importantes pruritos hacia el lado meramente lúdico de la creación. No nos corresponde en un artículo de divulgación indagar demasiado en los factores que puedan incidir en este hecho. Quizá contribuyó el clima desencantado de la posguerra, que se siente en la vida intelectual mundialmente, o quizá el hecho de ser quienes tuvieron que armar pacientemente lo que luego sería nuestro establishment cultural, y ocupar cátedras, cargos institucionales o llevar adelante medios de prensa, cuando era más urgente legitimarse y consolidarse para el resto de la sociedad que emprender el parricidio hacia algún tipo de elite académica anquilosada, ya que tal cosa en nuestro país casi no existía.

Pero lo cierto es que el quisquilloso oído de violinista de Idea, tan necesitado del apoyo en una tradición poética, tuvo el acierto, al menos, de no escudriñar sólo en una tradición académica. Los valores estéticos que no encuentra en la poesía más vanguardista los encuentra, desde su particular lectura, en la canción popular, y específicamente fue muy comentado su trabajo en torno al tango, que para Pablo Rocca, en ese esclarecedor artículo del cual ya sería deshonesto seguir sacando citas (“Versos y letras: una poética de Idea Vilariño, Rubén Darío y el tango”, publicado en 2014 en la revista de la Biblioteca Nacional), funciona menos como acercamiento al objeto que pretende estudiar que como revelación del proyecto poético de la autora.

El progresivo despojamiento lingüístico que se inicia en Nocturnos alcanza un punto culminante de tensión exquisita entre forma y expresión en el legendario Poemas de amor. La insistencia en la experiencia cotidiana, nimia, simple, y la obsesión con la materialidad del lenguaje no son exclusivos de Idea ni mucho menos de este poemario; de hecho, serán insistentemente explorados por la llamada generación del 60 o “de la acción”, conformada en su gran mayoría por discípulos de aquellos jóvenes del 45, llegados a través de la educación formal (Humanidades, el Instituto de Profesores Artigas o secundaria) o de las contingencias de la agitada vida cultural y política de aquel entonces. Y un hecho del cual sorprende habernos distraído es que este libro, publicado en 1957, prefigura las búsquedas estéticas de gran parte de los poetas de los 60, desde los más destacados a los más olvidables, y sin él, junto con Pobre mundo (1966), difícilmente podríamos explicarnos los poco más de diez años que siguieron en la producción poética uruguaya hasta el gran apagón de los 70.

Pero rara vez se habla de Poemas de amor sin empantanarse una y otra vez en el dichoso melodrama de Idea y Onetti, que ni aun después de muertos dejan de repetir sus escenas.

El poema sonoro

Poemas de amor supone la realización más equilibrada de los elementos con los que Idea viene trabajando con constancia y empeño en la poesía y la crítica desde los inicios de su carrera. El tan mentado tópico de Eros y Tanathos se manifiesta aquí con una fuerza expresiva inédita (aunque ya ensayada en algunos textos de Nocturnos, como “Si muriera esta noche”) gracias a la sostenida estrategia de despojar el lenguaje de metáforas y cultismos. Pero no sólo hay amor en Poemas de amor: también están las exploraciones del paisaje urbano (“Calle Inca”), los tópicos del tango, o el tango según Idea, que en su particular forma de expresarlo evitaba los barroquismos lunfardos de la misma manera que en el resto de los textos evita sus anteriores floripondios modernistas, centrándose más bien en los aspectos existenciales de la melancolía tanguera, deslizando discreta y mesuradamente unos pocos giros rioplatenses como para que más o menos nos enteremos de a qué universo simbólico está aludiendo.

Y está también, por supuesto, la gran obsesión de su trabajo como poeta y crítica: el ritmo. Ya más que la musicalidad, el ritmo. La inmensa mayoría de los textos están confeccionados en base a metros muy cortos, casi no se ve siquiera un octosílabo, y muchos de ellos podrían ser impresos en forma legible en un marcalibros sin alterar la extensión de los versos. Las palabras monosilábicas aparecen con frecuencia (muy particularmente “no”) marcando acentos, “tierras” (en el sentido musical del término, como el golpe que marca el inicio de un compás) reforzando, a través de su ubicación en la secuencia sonora, su aspecto significante. Los acentos configuran golpes intensos y constantes, acentuando también la descarnada y a la vez estoica angustia que se expresa en el plano semántico.

Consolidada su voz poética, Idea volverá a ejecutar las mismas estrategias en Pobre mundo, pero esta vez saliendo del plano intimista y mirando hacia la realidad política y social de una América convulsionada y sangrante. La misma tensión vital que en el poemario anterior se encarnaba en ese amor que boquea y que se empeña en no morir aquí se expresa en cuerpos golpeados y torturados, territorios arrasados y vejados por la codicia, y en la rebeldía del débil y el oprimido enfrentando los atropellos del poder. Se ve aquí un tránsito hacia la idea del artista comprometido que en realidad cristalizaría a través de los discípulos del 45, la ya mencionada “generación de la acción”. Aunque ellos tomaron como ejemplo de este ideal a muchos de sus “profes”, hay que decir que en un principio la generación del 45 no se había mostrado particularmente receptiva a proyectos utópicos y revolucionarios, cosa lógica en relación al desencanto de la posguerra. Pero, de una forma parecida a los existencialistas franceses en el 68, el ejercicio de la docencia los acercaba a las nuevas generaciones, y la urgencia de los hechos, así como la incertidumbre sobre las libertades del ejercicio intelectual ante las tensiones políticas reinantes, determinaron en algunos de ellos una activa participación. Fueron los más activamente comprometidos, justamente, las figuras que se volvieron más nítidas, reconocidas y admiradas fuera de los círculos intelectuales.

La producción poética de Idea concluye bastante antes que su vida, con el aún más lacónico No (1980), donde ningún texto supera los 11 versos. Aquí se maximiza el minimalismo, valga la paradoja. Hay un cierto, si no humor, sí sarcasmo, que aliviana un poco la carga existencial que aún se veía fuerte en los libros anteriores. En Poemas de amor y Pobre mundo se lograba el impacto emotivo sin nombrar emociones, pero poniendo esa emoción no nombrada en primer plano. En No ese “haz de espadas” de la angustia se expresa de la forma más elíptica posible, como un amargo pero displicente desencanto. Sigue hablando de la vida y de la muerte, pero es prácticamente imposible detectar qué le pasa, humanamente, con eso:

Si te murieras tú / si se murieran ellos / y me muriera yo / y el perro / qué limpieza.

Pareciera que en este gran strip-tease de recursos estilísticos que muestra la obra de Idea puesta en orden cronológico se hubiera propuesto empezar a hablar lo menos posible hasta llegar al mutismo total. Porque en los casi 30 años que siguieron a No, su única empresa literaria fue ordenar su Diario de juventud (2013), cuya publicación póstuma dejará a cargo de Ana Inés Larre Borges y Alicia Torres, y en el cual anotara, en 1941, a sus 21 años: “Todo lo que he plasmado en poesías, [...] es lo único que he vivido verdaderamente. Todo lo que yo diga sentir que no esté apoyado en un poema puede no ser cierto”.

Quizá en la narrativa de su propio mito Idea se permitió los excesos y barroquismos que no se permitió en su poesía ni en su trabajo crítico. No extraña, por tanto, que haya muchas más palabras en torno al mito que las que hay en sus libros, en los cuales se propuso decir no más que lo mínimo indispensable. Si vamos a confiar en lo que dice, estas escasas líneas son lo único que podemos tomar por cierto.

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