El debate sobre lo que implica un pronunciamiento político en una obra de arte es viejo y largo, y probablemente no termine nunca. Siempre habrá, en un extremo, quienes defiendan concepciones completamente instrumentalistas al respecto, en las que habrá una identificación total entre la calidad de la obra y su funcionalidad a un proyecto político o a circunstancias concretas de denuncia social, y quienes, en la otra vereda, defiendan a capa y espada una inmaculada autonomía de lo estético. Y en el medio, una infinita gama de grises.

Probablemente las generaciones más veteranas recuerden cómo se dio ese debate en nuestro país y en la región en los años 60, cuando gran parte de los intelectuales y los artistas latinoamericanos pusieron sus destrezas al servicio de la causa revolucionaria. Seguramente algunos también recuerden el vuelco hacia una concepción más nihilista y esteticista en los 80, cuando, pese al revival de los íconos sesentistas que implicó el fin de la dictadura y el regreso de los exiliados, las nuevas generaciones revisitaban a los poetas malditos, la generación beatnik y la cultura underground. Y los rastros de todo esto comienzan de a poco a reorganizarse, a través de las expresiones de los movimientos identitarios, que, si bien venían abocándose a reivindicaciones parciales y ya no se aglutinaban en un proyecto totalizador como las utopías revolucionarias sesentistas, comenzaron de a poco a cohesionarse bajo la bandera común del antifascismo. En el plano cultural, esto se ha expresado en un cuestionamiento a viejos referentes que, según la simpatía que se tenga o no por estos movimientos, puede percibirse como una saludable e irreverente rebelión iconoclasta o como un ánimo censor, moralista y, para peor, carente de sentido estético. Y nuevamente, en el medio, una infinita gama de grises.

De alguna manera, los viejos debates entre esteticismos e instrumentalismos se reeditan, aunque de forma aún desordenada y confusa. Y en medio de esta confusión, resulta un balsámico soplo de aire fresco encontrarse con un texto poético en el que se ve un pronunciamiento político-identitario radical, profundo y sumamente jugado que no se descansa en que el pronunciamiento legitime por sí solo la obra, y que muestra una dedicación igual o mayor a lo específicamente poético, a aprovechar y explorar las posibilidades del lenguaje y su capacidad de generar significaciones.

Una sueca de origen iraní editada en Uruguay

Athena Farrokhzad nació en Teherán, Irán, en 1983. En sus primeros años de vida su familia emigró a Suecia, en cuya capital, Estocolmo, la autora reside actualmente. Blanco de blanco es su ópera prima, publicada en 2013 con el título de Vitsvit. Según Lalo Barrubia, traductora de la presente versión castellana, la traducción más literal del título sería “Suite blanca”. Vit es “blanco” y svit, “suite”, que, al igual que en castellano, se entiende como pieza musical y también como habitación. Pero en sueco las palabras se unen a través del genitivo (función gramatical que indica una relación de origen, pertenencia o correspondencia entre los conceptos), que se expresa en la letra S. Si se toma la S de svit unida a la primera sílaba, como genitivo de “blanco”, las últimas tres letras de vitsvit vuelven a ser la palabra “blanco” (vit). La propia Farrokhzad, muy cuidadosa de las traducciones, trabajó con la traductora sobre la idea del título, atendiendo a que sonara musical y que, preferentemente, fuera una palabra sola, aunque esto en castellano resultó imposible.

El primer verso ya es toda una declaración: “Mi familia llegó aquí a bordo de una tradición marxista”. Seguidamente el yo lírico se retira para dejar hablar a los suyos, y el texto se compone de sentencias dichas por miembros de la familia, que comienzan con anáforas que no son abandonadas a lo largo del poema: “Mi madre dijo...”, “Mi padre dijo...”, “Mi hermano dijo...”, “Mi abuela dijo...”. Esta estructura posibilitó que, luego de su publicación, la obra fuera adaptada primero a ficción radial y después a puestas teatrales.

El lenguaje en sí es uno de los protagonistas principales del texto. Esta familia de migrantes se encuentra permanentemente en conflicto con esa lengua que no es la suya, y hablarla es, de por sí, la marca de una larga historia de opresiones que se expresan en lo simbólico, pero que en definitiva son una misma cosa que vivencias concretas, reales, ejercidas sobre seres humanos de carne y hueso, sobre su identidad social y sus cuerpos (“Mi padre dijo: yo escribía sobre el pan y la justicia / y mientras el hambriento pudiera leer / me daba igual la tipografía. [...] Mi padre dijo: cuánta resistencia puede oponer la carne humana / antes de que los latigazos se perpetúen. / Mi padre dijo: si olvidas el alfabeto / lo encontrarás en mi espalda”).

Si bien el yo lírico presenta una historia familiar concreta y particular, esta autorreferencialidad no se queda en un mero ejercicio performativo y solipsista. La idea que termina transmitiendo el conjunto es la imposibilidad de una trayectoria vital individual, la inexorabilidad de una historia que se enlaza con otras, con las derivas de una familia, de un país, de una idea y, en última instancia, de la humanidad toda. Estas vivencias particulares se salpican, además, de signos arquetípicos, ancestrales y universales. La madre aparece como portadora y transmisora de la lengua y, en ciertos momentos, como la lengua misma, y también es quien habla por las mujeres, en la especificidad que les toca dentro de las generalidades de lo humano. La abuela es el ocaso de la vida, el lugar del tiempo-espacio donde los conflictos vitales se diluyen y se genera una mirada desde el afuera, desde el retiro. Las relaciones fraternales, en los dichos del hermano, y en la forma en que dialogan los del padre y los del tío, funcionan como ese espejo incómodo, eso que es uno mismo y a la vez es otro. El padre es el conductor, el que lleva adelante el destino elegido y carga en sus hombros las consecuencias. Y en última instancia la guerra, los horrores del poder y la pequeñez de un solo humano frente a la fuerza abismal de la Historia trascienden la experiencia de estas personas concretas que hablan desde el poema para convertirse en un cuento tan viejo como la humanidad misma (“Mi hermano dijo: hay una matanza que durará siempre / por un signo que ya nadie recuerda”).

Por otra parte, esta historia de opresiones no se expresa de una forma maniquea ni, mucho menos, victimizante. Las problemáticas de un eventual empoderamiento de quienes hasta ahora han sido los débiles, los marginados y torturados, así como los errores y los daños cometidos hacia otros en la lucha por la propia libertad, también tienen su lugar: “Mi tío dijo: / qué será de nosotros / cuando hayamos conquistado nuestra libertad / con los mismos medios que nos mantuvieron cautivos. [...] Mi hermano dijo: el hábito de arrodillarse será reemplazado / por la satisfacción de mandar”; “Mi hermano dijo: el único lenguaje con el que puedes condenar el abuso / es el lenguaje del abusador / y el lenguaje del abusador es un lenguaje creado para justificar el abuso”; “Mi hermano dijo: quiero saber quién fue humillado por mi causa / de qué afinidades me he hecho culpable / y qué represalias me esperan”. Aparece también la imposibilidad de una presentación objetiva de los hechos, en tanto el lenguaje mismo los ordena y jerarquiza: “Mi madre dijo: / todas las familias tienen su historia / pero para que salgan a la luz se precisa a alguien / con una voluntad particular de deformar. [...] Mi hermano dijo: siempre es algo imperfecto lo que permanece inevitable / siempre es algo incompleto lo que falta”.

También las tensiones de género son expresadas de una manera compleja y para nada maniquea. Los hombres toman la palabra en lo que refiere a la acción sobre el mundo, a las empresas concretas; las mujeres les responden como quien observa, apunta y contiene, reservando sus iniciativas para problemas más íntimos, aunque también universales. Pero siendo estos hombres extranjeros en la tierra que habitan y en el lenguaje que hablan, habiendo quedado al margen de lo que el poder al que se enfrentaron admite, la expresión de la desigualdad patriarcal no se manifiesta en retratar a un varón unívocamente opresor y abusivo. Más bien presenta un orden simbólico preexistente a quienes lo reproducen, tanto como la lengua es preexiste al hablante: “Mi padre dijo: / hasta el gallo que no canta / podrá ver salir el sol. / Mi madre dijo: pero si la gallina no pone huevos / será ella misma la cena”.

La calidad del texto y la traducción, sumada al siempre exquisito diseño de Gustavo Maca Wojciechowski (editor de Yaugurú), hacen que este libro concebido en una tierra lejana, por una autora que carga con un origen aún más lejano geográfica y culturalmente, pero que dice cosas muy resonantes con nuestra historia reciente y cercana, sea, probablemente, una de las publicaciones de poesía más atendibles de las realizadas en Uruguay en este último tiempo.

Blanco de blanco. De Athena Farrokhzad. Montevideo, Yaugurú, 2020, 72 páginas. Traducción de Lalo Barrubia.