Si asumimos que en el vastísimo universo de la creación literaria los relatos, los nudos argumentales, las situaciones en sí, giran alrededor de un puñado reducido de motivos contados y vueltos a contar desde tiempos inmemoriales, desmontados, resobados, prensados, puestos al revés y reintegrados a su condición original, la verdadera libertad creativa, el magma sin contornos en que los que escriben adquieren, o al menos lo intentan, su propia particularidad, está dado por la forma del relato, por la estructura, por las innúmeras variaciones o restricciones aplicadas a la construcción de una historia.

La amplia mayoría de los escritores se dedica a llenar con desigual fortuna los odres heredados, pero hay otros, los menos, que rajan las paredes del recipiente y logran destilar de manera diferente la misma materia compartida. Para quienes leen cuentos y novelas por el mero placer de la anécdota, estos escritores suelen ser molestos, tediosos, complejos al santo botón o incluso livianos, pues dedican sus esfuerzos y agotan su creatividad en simples destrezas formales, filigranas verbales, juegos de palabras, fruslerías. Lo que esos lectores de historias por la historia en sí no tienen en cuenta es que sin la experimentación y la búsqueda, sin la asunción de riesgos en el arte e, incluso, sin el costado más lúdico de la creación, la literatura se limitaría a reproducir hasta el paroxismo el mismo y anquilosado repertorio.

Permítaseme incluir acá una cita del maestro Vladimir Nabokov, proveniente del artículo “El arte y el sentido común”, incluido en el Curso de Literatura Europea, en traducción de Francisco Torres Oliver, que condensa los anteriores balbuceos sobre el tema: “El humilde profeta, el mago en su cueva, el artista indignado, el pequeño escolar inconformista, todos comparten el mismo peligro sagrado. Y puesto que es así, bendigámosle, bendigamos al monstruo; pues en la evolución natural de los seres, el mono no se habría convertido en hombre si no hubiera aparecido un monstruo en la familia”.

Creado en París, en noviembre de 1960, por el escritor Raymond Queneau (1903-1976) y el matemático François Le Lionnais (1901-1984), el Oulipo (acrónimo de Ouvroir de littérature potentielle, o, en castellano, Taller de literatura potencial) ha trascendido con creces el propósito de experimentación literaria con el que fue fundado, llegando hasta este aguachento presente con renovados bríos, asimilando los nuevos mecanismos de escritura que el universo digital le ha impuesto no sólo a nuestra cotidianidad sino a la propia circulación de los textos literarios.

Un aspecto clave en el universo del Oulipo es el concepto de “constricciones” (“contraintes”), que establece el método formal de la escritura y que puede estar determinado por un elemento lingüístico como una letra o un fonema, o una construcción matemática como un algoritmo o una ecuación. Una de las primeras obras surgidas a la luz del Oulipo, y una de las más canónicas del grupo, es el libro Cent mille milliards de poèmes (1961), de Queneau, en el que cada lector construye su propio poema a partir de una serie de alternativas sobre diez sonetos.

Varios años antes de la fundación del grupo, el propio Queneau ya había prefigurado esa senda creativa en su libro Ejercicios de estilo (1947), en el que narra noventa y nueve formas de abordar la misma anécdota trivial.

Siete años después de la fundación del Taller de escritura potencial, hizo su ingreso al Oulipo quien se convertiría en su representante más destacado: Georges Perec (1936-1982), un escritor prolífico y experimental que condensó en 45 años de vida un desmesurado afán de búsqueda y que se convirtió en una suerte de faro que sigue irradiando, a pesar de llevar cuarenta años muerto, una reverberante luz editorial (basta con ver las permanentes ediciones y reediciones de su obra en nuestro idioma, serie a la que acaba de sumarse el libro que acá se comenta).

Ganador del Premio Renaudot por su primera novela, Las cosas (1965), Perec no sólo escribió un conjunto de obras notables, entre las que se destaca La vida instrucciones de uso (1978), sino que sentó la base de diversas construcciones formales que otros autores explotarían posteriormente. Dentro de estas se encuentra Me acuerdo (1978), que presenta cuatrocientos ochenta recuerdos breves de su propia vida encabezados por la expresión “Me acuerdo...”, inspirados en el libro I Remember (1970), del estadounidense Joe Brainard (1942-1994), y que ha disparado, con los años, demasiadas, desparejas y pretendidamente novedosas versiones de otros autores.

Desde luego, no se puede dejar de mencionar en esta acotadísima glosa de la obra de Perec a su novela La Disparition (1969), escrita con total prescindencia de la letra “e”, la más común en francés, y cuya traducción al español como La desaparición (1997), emprendida por Marisol Arbués, Mercè Burrel, Marc Parayre, Hermes Salceda y Regina Vega, omitiendo en todo el libro la letra “a”, la más usada en castellano, se alzó con el Premio Stendhal de traducción en 1998.​

En 1979 Georges Perec publicó un breve relato llamado “El viaje de invierno”, en el que cuenta la historia del joven profesor de Literatura Vincent Degrael, quien a finales de agosto de 1939, mientras los rumores de la guerra invadían París, fue invitado a pasar unos días en una finca en Le Havre, perteneciente a los padres de su colega Denis Borrade. En la biblioteca de aquella casa, Degrael encuentra un pequeño libro llamado El viaje de invierno, escrito en el siglo anterior por un tal Hugo Vernier, cuyo nombre no le suena para nada. A medida que avanza en la lectura, Degrael se va sintiendo cada vez más incómodo, sensación que propicia cierta familiaridad que encuentra en el pequeño volumen editado en 1864, que en un principio no logra precisar.

Estudioso como es de los poetas franceses de la segunda mitad del siglo XIX, Degrael da con la clave de la extrañeza del pequeño libro, pues comienza a encontrar en sus páginas versos de Stéphane Mallarmé, Paul Verlaine, Lautréamont, Arthur Rimbaud, Tristan Corbière y unos cuantos más en un volumen publicado varios años antes de que estos los escribieran, en lo que constituye un perturbador caso de “plagio por anticipación”. Saber quién fue el ignoto poeta Hugo Vernier se convertirá en la principal preocupación del profesor Degrael a partir de aquel momento, y dedicará al asunto varias décadas de su vida.

En 1992, habiendo pasado trece años de la publicación del cuento “El viaje de invierno” y una década desde el fallecimiento de Georges Perec, el escritor Jacques Roubaud (1932), miembro del Oulipo desde 1966, publicó el relato “El viaje de ayer”, una suerte de variación o continuación del texto perequiano, protagonizado por Dennis Borrade Jr., hijo del colega que alojó al profesor Degrael en su finca en Le Havre y, por lo tanto, nieto del dueño del ejemplar de El viaje de invierno que disparó la historia original. En el relato de Roubaud, Perec pasa a ser un personaje de la ficción: el autor de “El viaje de invierno” que, al ser interpelado por Dennis Borrade Jr. sobre la veracidad de los hechos que relata en su cuento, niega cualquier posible rastro de veracidad en los personajes y las situaciones referidas, remitiendo todo al ámbito de la ficción. Sin embargo, Dennis Borrade Jr. sabe no sólo que su padre conoció al profesor Vincent Degrael sino que en 1973 lo visitó en el hospital psiquiátrico de Verrières, donde aquel fue recluido, sin haber podido dilucidar el misterio de Hugo Vernier.

Luego de la edición del relato de Jacques Roubaud, otro oulipiano, Hervé Le Tellier (1957), publicó una nueva continuación, “El viaje de Hitler”, que ubica a un ejemplar de El viaje de invierno en el búnker del Führer en Berlín. Como ocurría con la primera continuación, el texto de Le Tellier incorpora a Georges Perec como personaje de la trama al tiempo que introduce en el misterio del poeta Hugo Vernier la referencia al “Hugo Gruppe”, un oscuro movimiento subterráneo e intercontinental que tiene en el centro El viaje de invierno.

El libro El viaje de invierno & sus continuaciones, recientemente publicado por la editorial Eterna Cadencia, en traducción del escritor argentino Eduardo Berti (integrante del Oulipo desde 2014 y cuyo Círculo de lectores fuera oportunamente comentado en estas páginas), presenta la secuencia de variaciones del relato de Perec escritas por diversos miembros del Taller de literatura potencial. Así, a los textos antes mencionados de Roubaud y Le Tellier se suman, entre otros, continuaciones firmadas por Ian Monk (“El viaje de Hoover”), Jacques Bens (“El viaje de Arvers”), Michelle Grangaud (“Un viaje divergente”), François Caradec (“El viaje del gusano”), Harry Mathews (“El viaje de los vasos”), Mijaíl Gorliuk (“Si una noche un viaje de invierno”), Hugo Vernier (“El viaje infernal”), Paul Fournel (“El viaje de Hébert”) y Jacques Jouet (“El viaje del Gran Vidrio”).

La suma de variaciones desplegadas a lo largo de casi quinientas páginas convierte al libro en una poderosa novela interactiva, que no deja de sumar rastros, detalles y cortinas de humo en su conformación, obligando al lector a un seguimiento atento de las pistas desperdigadas en cada relato, cuya suma se propone develar el misterio que rodea al libro de Hugo Vernier. En ocasiones, los autores se dedican dardos cruzados de un relato al otro, negando lo que uno de ellos ha afirmado con solvencia y cuestionando, incluso, los propios mecanismos del relato para desacreditarlo; en otros casos, retoman detalles aislados de un texto precedente para elaborar su propia continuación. En ocasiones se abusa del manido recurso del manuscrito encontrado (varias veces un personaje halla un texto perdido entre unos papeles, recibe una maleta con escritos descatalogados o, casualmente, en su incursión en un sótano da con un material impreso revelador), pero la recurrencia a la estratagema tiende a olvidarse ante la solvencia detectivesca que despliega cada autor y que, en la suma de variaciones, conforma un libro solidísimo, de lectura por demás amena.

Existe en el seno del Oulipo una suerte de frase tradicional, algo así como un credo o un mantra que sus integrantes tienen presente todo el tiempo: “Georges y avait pensé” (“Georges ya había pensado en esto”), empleada a menudo para indicar que tal o cual idea no es novedosa porque Perec ya había pensado antes en ella. No es de extrañar, pues, que la propia idea de este libro ya hubiese sido proyectada por Perec cuando puso a andar sobre el papel al oscuro poeta Hugo Vernier, haciéndolo escribir un libro llamado El viaje de invierno, fuente de plagio para un montón de poetas más famosos que él y centro de posteriores inquietudes para un puñado de compañeros de juego. Porque eso es, en definitiva, la literatura: un artificio permanente que se vuelve en sí mismo un verdadero prodigio.

El viaje de invierno & sus continuaciones. De Georges Perec & Oulipo. Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2021, 472 páginas. Traducción de Eduardo Berti.