En 2013, con Albert Uderzo todavía vivo, comenzaron a editarse las primeras aventuras de Asterix en las que no participaban ni él ni el cocreador René Goscinny. Se designó al guionista Jean-Yves Ferri y al dibujante Didier Conrad como nuevo equipo creativo, con la misión (u orden) de publicar un álbum cada dos años y de intercalar historias que transcurren en la aldea con otras en las que se visitan los más variados destinos.

Ferri se tomó un asueto para dedicarse a proyectos personales, así que la sexta aventura de esta nueva era quedó en manos de Fabcaro, quien debía contar una historia ambientada en esa aldea gala que en plena ocupación romana seguía resistiendo al invasor gracias a su tozudez, a su optimismo... y, vamos a ser sinceros, gracias a la poción mágica del druida Panoramix que les da fuerza sobrehumana y una ventaja insuperable en el combate cuerpo a cuerpo.

Este elemento, presente desde la aventura original, obligaba a los guionistas de turno a imaginar escenarios en donde la fuerza bruta no fuera la solución a todos los problemas. Así, durante la primera era (indiscutiblemente la mejor) asomaban su nariz personajillos que alteraban el normal funcionamiento de la aldea de Asterix y su fiel amigo Obelix con desarrollos inmobiliarios, capitalismo salvaje, vaticinios sobre el futuro o simplemente haciendo que los galos se pelearan entre ellos.

Perfectus Detritus era quien sembraba discordia en el álbum La cizaña (1970), a partir de acciones tan sutiles como darle un regalo a Asterix por ser el hombre más importante del pueblo, lo que despertaba un montón de celos, rispideces y sentimientos negativos que dejaban a los galos al borde de ser conquistados. El bien triunfaba y en el banquete final era todo risas, salvo por el bardo que, como siempre, terminaba amordazado.

En El lirio blanco el espíritu parecería ser el inverso al de La cizaña. El personaje romano que llega hasta la zona se llama Vitiumetvirtus (“vicio y virtud” en latín) y es un gurú del pensamiento positivo que habla con palabras ampulosas y aforismos vacíos de contenido. Primero es enviado a uno de los campamentos romanos para aplicar el método que da nombre al álbum y así aumentar las chances de una victoria, ya que “un legionario feliz es un legionario combativo”.

En simultáneo al adiestramiento de los soldados, el coach visita la aldea gala con el mismo abanico de frases huecas, que después de un par de escenas cizañescas tienen el efecto contrario: en palabras del jefe Abraracurcix, “la mitad de la aldea hace ejercicio físico, mientras que la otra mitad se alimenta de semillas y de pescado”. Pescado fresco, dicho sea de paso, porque Ordenalfabetix decide pescar en lugar de importarlos de Lutecia.

Más allá de los efectos contradictorios de las enseñanzas del gurú, el principal problema de El lirio blanco es que la mejora indudable en la salud mental (y hasta física, porque disminuyeron las peleas a pescadazos) de la aldea es tomada de inmediato por los protagonistas como algo negativo. “Es una señal preocupante”, dice el druida. “La bondad de ese supuesto sabio adormece nuestra vigilancia y nos hace más vulnerables a eventuales ataques de los romanos”, reflexiona Asterix.

“Nuestros amigos han perdido toda noción de espíritu crítico y de resistencia”, agrega, sin evidencia alguna que lo respalde. Para peor, esto no ocurre después de que los legionarios tomen la aldea, sino en la primera mitad de la historia, luego de ver cómo Buenamina, la esposa del jefe, de hecho se vuelve más crítica con la forma en la que la trata su pareja.

Es Fabcaro quien cava su propia fosa. Tras solamente una viñeta grande en la que Conrad muestra la armonía de los aldeanos, se nos vuelca un juicio demasiado universal hacia el abandono del pensamiento negativo y violento. El guionista declaró que hay algo de Paulo Coelho en su Vitiumetvirtus, pero ni siquiera baraja la posibilidad de que se obtengan buenos resultados porque dice frases como “Vencer la ira es derrotar al peor enemigo”. La ira gala, que se vuelve repetitiva después de 40 aventuras, termina siendo necesaria para su supervivencia.

Ya en La hija de Vercingetorix (2019) se deslizaban algunos pensamientos reaccionarios al poner a la juventud de la aldea como protagonistas, y aquí por momentos parece que estuviéramos leyendo a veteranos de los años 60 hablando mal del movimiento hippie sin preocuparse por entender contra qué se estaban rebelando.

La historia da un vuelco en la segunda mitad e incluye un pequeño viaje a Lutecia, donde el humor del guion funciona mucho mejor en el enfrentamiento entre citadinos y pueblerinos, y donde el dibujante se luce con escenarios y modas distintas a las que ya conocemos de memoria. Pero todo termina donde comenzó, con Panoramix que se alegra al ver a los suyos pelear porque volvieron a ser los de antes: “Excesivos, falibles, irritables, protestones, por momentos a flor de piel... en síntesis, humanos”. Le dediqué mi primer libro a Coelho por el odio que me generaba, pero en 2024 hasta a mí me parece preocupante tirar esa frase, así sin más, como si fuera otro aforismo de Vitiumetvirtus.

El lirio blanco de Fabcaro y Didier Conrad. 48 páginas. Libros del Zorzal, 2024.