Todo nació con el tambor. Este viernes 26 fuimos al espacio cultural El Nido para hablar sobre Bienvenidos a La Capuera, un audiovisual que circula por redes y que desde hace algunos días está disponible en Youtube.
La alerta naranja se había cumplido y el agua saltaba las calles de un lado a otro para zanjear los costados de las casas, arrastrando el balastro que se viene tirando desordenadamente, tapando desagües y caños.
Antes de salir para El Nido, nos avisan que una familia de La Capuera está en cuarentena a la espera del resultado del hisopado y que están juntando todo lo que se pueda para ayudar. Ese gesto es muy significativo, intenta romper la dinámica de denunciar al enfermo para pasar a dar una mano al complicado.
Al llegar es inevitable ver que el terreno ha sido ganado por cajones para compostar y cada vez hay más huerta y menos parque. Allí otra pista: la gente pasa horas para tener un parque lindo y después paga fortunas por una acelga. Cosas que se escuchan en El Nido y que son el motor de un gran proyecto de huerta, que tal vez contemos otro día.
Hace años el tambor y las ganas de tocarlo sacaron a varios vecinos de sus casas. Pianos, chicos y repiques empezaron a reunirse en La Guyunusa, la plaza de La Capuera. A partir de allí, las ganas de generar un espacio, de organizar un desfile, de aprender las raíces de aquella práctica derivó en innumerables talleres, toques, huertas, ollas, jornadas y abrazos.
Cuando se encontraron, primero con el tambor y luego con la movida que había a sus alrededores, los abrazos no estaban proscritos. Fue así que conocieron a Leandro Sabbia.
Leandro es un terrible músico, un gurí divino, a decir de todos, que se vinculó a El Nido como tallerista de tambor. Así arrancó la cosa. “Mariana Pe” hizo lo propio con los talleres de danza y la frase de Damián (el rasta) “Vamos por esta” dio nombre al primer desfile del barrio. Luego templaron lonjas y espíritu y se los vio en festivales, beneficios y en los barrios de la zona.
Las reglas fueron viniendo, algunas solas, y otras no tanto. La regla fundamental es que el espacio sana, y como el espacio sana, hay que cuidarlo. Y como todo el mundo quiere sanar, el espacio viene siendo cuidado.
Con el paso del tiempo Tobías fue “encarando” el taller, y fue natural que asumiera la posta. Leandro no se había guardado nada, había transferido todo lo que pudo y los ojitos receptivos y unas manos que hablan con la lonja hicieron de Tobías un tallerista armonioso.
Fue así que Leandro asumió la facilitación del taller de rap (cultura Hip Hop) de El Nido. Leyendo a Mario Benedetti los gurises ven métricas, se acercan a estructuras y palabras. Formas de decir. Luego la magia, el canto, las risas.
El taller, nacido para reunir, nuclear, acercar, abrazar, compartir, es todo lo contrario a lo que impone la época: separar, inmovilizar, dispersar, comprar. Aún así, juntos pero dispersos, debajo de un pino y contra la laguna hipnótica, defienden el espacio que les permite decir y ser.
Allí está Facu, que se siente “warrior” (guerrero) y está juntando herramientas para andar con la frente alta, como todos los demás gurises que aparecen en el video del rap de La Capuera.
De las dos historias que explican el nombre de El Nido, contaré solo una, la de Daniel, el “gaucho hippie”, que casualmente se apoda el Pájaro. Había que ponerle nombre a eso que estaba pasando, es bien de humano ponerles nombre a las cosas, que sólo parecen existir cuando las podemos nombrar. Fue así que el Pájaro arrancó con un recitado, juntando frases, poemas, improvisando y atando coplas. De esa manera quedó bautizado aquel espacio, que es como un nido en el cual se cuida a los pichones.