“María, ¿te vas a quedar? Así empezamos, porque el tiempo es oro. Bueno, muy bien. Bienvenido a nuestra casa”.
Estela Barnes de Carlotto, 93 años, preside una nueva reunión de la comisión directiva de Abuelas de Plaza de Mayo. Es una tarde cálida y soleada en el barrio San Cristóbal de Buenos Aires. Faltan cinco días para que Javier Milei y Victoria Villarruel, dos negacionistas de los crímenes de la dictadura, asuman la presidencia y la vicepresidencia de Argentina.
Secunda la reunión Buscarita Roa, vicepresidenta de Abuelas, chilena, de 86 años. Se reparten alrededor de una enorme mesa una docena de nietos recuperados y colaboradores.
Abuelas de Plaza de Mayo cuenta 133 recuperaciones de identidad de hijos de desaparecidos por la última dictadura militar (1976-1983). Las primeras, las hermanas Tatiana Ruarte Britos y Laura Jotar Britos, fueron localizadas en marzo de 1980, con seis y dos años de edad. El último, Daniel Santucho Navajas, el 28 de julio pasado, con 46. Se estima que unos 300 hijos de desaparecidos permanecen con su identidad robada.
Carlotto y Roa son las únicas abuelas en plena actividad en la organización. Ambas recuperaron a sus respectivos nietos mediante exámenes de ADN, con intervención judicial. Buscarita se reencontró con Claudia Victoria Poblete Hlaczik en 2000; Estela conoció a Ignacio Montoya Carlotto en 2014.
Otras, ya mayores, dan el presente en ocasiones puntuales, como Luisa Bertrans de Barahona, 94, con dos hijos desaparecidos, que vive en Zárate (norte de Buenos Aires), y la presidenta honoraria, Rosa Tarlovsky de Roisinblit, de 104. Unas diez abuelas están retiradas de la vida pública y algunas militan en otras organizaciones, como Madres de Plaza de Mayo. En su momento, dos centenares de mujeres concibieron a Abuelas como su lugar en el mundo para pelear por sus hijos y sus nietos.
Aquella Estela que dejó todo
El rostro de Estela es icónico de las cuatro décadas de democracia que Argentina acaba de cumplir. En el ya mítico departamento de la calle Virrey Ceballos, a dos cuadras del cuartel general de la Policía Federal, mientras administra la reunión del cuerpo directivo, la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo brilla con un aura especial.
La agenda habitual de las reuniones de comisión directiva de los martes, a las que Estela llega desde su casa en La Plata, al sur de Buenos Aires, incluye posicionamientos políticos, denuncias por violaciones a los derechos humanos, asuntos de financiación, la cooperación internacional y los temas más delicados y confidenciales: las investigaciones para dar con otro nieto recuperado.
Esta tarde no predomina esa mujer de voz templada que lleva centenares de entrevistas periodísticas, ni esa polemista sutil que, agredida por Victoria Villarruel –la vicepresidenta amiga de los represores– como un “personaje siniestro”, replica que va a solicitar una audiencia con Milei para seguir reclamando por los nietos que falta encontrar. Quizás, cabe inferir, los personeros de la ultraderecha que acaban de desembarcar en el gobierno argentino tengan algo que contarle.
Tampoco prevalece la versión de Estela que ha sido venerada en auditorios de todo el mundo, ni aquella que puso el cuerpo para enfrentarse con los policías en la Plaza de Mayo, en plena dictadura y más acá. La señora aquí presente deja ver pero no interpreta cabalmente a ese personaje político que arbitra entre facciones del peronismo, el progresismo y la izquierda que históricamente estuvieron próximas a la organización.
Hay una Estela para el altar de la historia. Aquella que, el día en que se recupera un nieto, lee frente a la prensa la historia de vida de los padres desaparecidos y la lucha de sus abuelos. Lleva decenas de casos narrados. Pero tampoco es esa protagonista quien está sentada esta tarde junto a elDiario.es.
¿Dónde encaja esta Estela Barnes de Carlotto que reclama silencio, pide precisiones, marca los tiempos y ejerce la autoridad como si hubiera nacido con ella? “Vení, sentate que nos desordenamos”, “¿Quién quiere hablar?”, “Que hable el Tano”, “¿Qué más me querés preguntar?”.
Esta directora de orquesta se mira en el espejo de esa directora de la escuela nacional 102 de Coronel Brandsen, una pequeña ciudad a la que llegaba todos los mediodías en tren, tras viajar dos horas desde La Plata. “Yo creo que nací maestra”, declaró alguna vez la esposa de Guido Carlotto y madre de cuatro hijos.
A fines de agosto de 1978, cinco días después de que los militares le entregaran el cuerpo de su hija Laura, tras nueve meses de desaparición, Estela de Carlotto abandonó el trabajo para el que había nacido y se dedicó a buscar al nieto parido en cautiverio, de cuya existencia se enteró por testimonios de supervivientes de centros clandestinos de detención. Esa maestra de “toda la vida”, porque era “medio mandona”, reaparece 45 años después en la reunión de la comisión directiva de Abuelas.
“Coqui, Licha, Haydée, Chicha”
Entre esa tarde de inicios de diciembre y la publicación de esta nota han muerto tres abuelas emblemáticas para la institución: Carmen Ledda Barreiro, de la filial de la ciudad de Mar del Plata (sur), Ángela Barili de Tasca (Mar del Plata) y Rosa Rosés de Coutada, de la provincia de Corrientes (norte). Poco antes había muerto Sonia Torres, presidenta de Abuelas de la provincia de Córdoba (centro). De ellas, sólo Ángela recuperó al nieto que buscaba.
En los últimos años ha perdido a compañeras de décadas de lucha. ¿Cómo sigue adelante?
Yo, ahora, si cierro los ojos, en vez de ver las caritas de estos nietos, las veo a ellas.
¿Por ejemplo, a quiénes?
Ay, la veo a Raquel, a Clara, a Nélida. Ayúdenme con los nombres.
Empiezan a llover nombres desde los cuatro costados y ella misma ordena la lista. “Amelia, Haydée. El apellido de Haydée, digan. ¡Vallino, claro! Chicha, Coqui, Cooqui, Coooooquiiii. Las veo a todas acá. Delia, claro. ¿La abuela de Ayacucho cómo era? Vamos, ¿cómo era la del Oeste? Negrita Segarra, Licha, ¡Licha! Estaban Gallicchio de Rosario, Reina Waisberg, Rosa, Laura. Mirá cuántas, ¿eh?”.
Dice la memoria de los presentes que el ánimo no faltaba en las reuniones de comisión directiva, incluso en momentos duros. Que por estos dos pisos del edificio de Virrey Ceballos, cuyas paredes están cubiertas por reconocimientos de todo el mundo –incluidas comunidades autónomas y ciudades españolas–, la circulación de tortas y bizcochuelos para acompañar el mate y el té fue infaltable. Que cada recuperación de un nieto fue una fiesta inolvidable.
La historia de Abuelas comenzó en encuentros clandestinos en bancos de plazas y confiterías, a partir de abril de 1977, cuando el aparato represor hacía desaparecer a decenas de disidentes cada semana.
Mujeres atormentadas por la desaparición de sus hijos y nietos se juntaban disimuladamente a tomar el té. Un boca a boca originado en algún vecino, un infidente de una oficina estatal y sobrevivientes de campos de concentración despertaron una búsqueda irrefrenable. Ya antes de que acabara la dictadura, seis años después, la lucha había recorrido el mundo. Fueron años en que el terror de Estado imponía su ley. Al regreso de los primeros viajes por Canadá, Estados Unidos y Europa, los abogados esperaban a estas mujeres en el aeropuerto de Ezeiza con el hábeas corpus preparado en caso de desaparición.
Los mayores a veces apoyaban la actividad social, política o guerrillera de sus hijos, o estaban totalmente en contra, o desconocían esa militancia. La fundada presunción de que la dictadura haría desaparecer a los hombres que reclamaran por sus hijos –Guido Carlotto, por ejemplo, fue secuestrado durante semanas cuando buscaba a su hija– hizo que las mujeres dieran un paso al frente.
En cuestión de meses, amas de casa y trabajadoras se transformaron en estrategas capaces de lidiar con la alta jerarquía católica, generales huidizos y líderes de todo el mundo. Organizaron festivales, se enfrentaron a la Policía montada en las plazas, comenzaron querellas judiciales que siguen vigentes, combatieron leyes de impunidad vigentes entre 1987 y 2003 e impulsaron la creación del Banco Nacional de Datos Genéticos, una proeza científica que pasó a ser referencia internacional para la restitución de identidad de desaparecidos.
Contra viento y marea
La política de memoria, verdad y justicia de los gobiernos de los Kirchner (2003-2015) transformó la gesta de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo (dos organizaciones separadas) en una lucha de Estado.
El carácter intrínsecamente conservador de los tribunales argentinos no impidió que adoptaran una jurisprudencia que los llevó a firmar penas contra más de 1.100 represores, en un puente con el histórico Juicio a las Juntas de 1985 que juzgó a jerarcas como Jorge Rafael Videla y Emilio Eduardo Massera, indultados en 1990 y condenados nuevamente, ya en el siglo XXI, a cadena perpetua. Varios de los represores encarcelados son apropiadores de hijos de desaparecidos.
El gobierno del conservador Mauricio Macri, despectivo de la lucha de Abuelas, intentó pero no encontró margen para dar marcha atrás en la política de memoria histórica. Siguió el peronista de centroizquierda Alberto Fernández, quien retomó el impulso, hasta que llegó Javier Milei a la presidencia.
Estela narra el cuadro de situación ante un liderazgo ultraderechista que los organismos de derechos humanos perciben unánimemente como peligroso: “A nosotros nos encuentra como siempre, luchando para encontrar a los nietos que faltan. Estamos a la espera de algo malo, como todos, pero tenemos el convencimiento de que vamos a seguir en la búsqueda contra viento y marea”.
Durante la campaña, Milei adscribió a la postura histórica de los defensores de los represores: que en la Argentina hubo una “guerra” en la que se cometieron “excesos”. Esa versión, demostrada como falsa con testimonios y pruebas en cientos de causas judiciales, fue la razón de ser de la vida pública de la vicepresidenta Villarruel. Durante dos décadas, esta abogada se dedicó a tejer relaciones con militares condenados y sus defensores, y a agraviar a los familiares de los desaparecidos, bajo la apariencia de un intento de reivindicación de las víctimas de las organizaciones armadas.
El campo progresista argentino se encuentra abrumado y desorientado por la irrupción del primer gobierno de ultraderecha electo por voto popular. No es el caso de Estela. La noche de la victoria de Milei frente al peronista Sergio Massa en la segunda vuelta presidencial, ella terminó consolando a dos nietas que lloraban por el resultado.
“Dormí con normalidad y me desperté fresca como una lechuga porque sabía que me iban a llamar los medios. ¿Fue legal? Sí. Entonces vamos a hacer lo mismo que hicimos siempre. Reclamamos, no ofendemos. Vamos a pedirle una audiencia para que sepa quiénes somos, si es que no lo sabe, y vamos a ver la reacción del pueblo, porque están amenazando con violencia para reprimir manifestaciones. Cuidándonos, pero no aflojando. No vamos a parar”, dice.
La urgencia del tiempo
“Acá está el Tano, por ejemplo. Este es Santucho”.
Santucho, apellido icónico de las organizaciones armadas de los 70. Apellido arrasado por la represión.
Estela se refiere al ítalo-argentino Miguel Santucho, hermano de Daniel, el nieto 133 que conoció a su padre y a otros dos hermanos hace unos meses.
Miguel Santucho pone el foco en el objetivo de acelerar las restituciones de identidad de los nietos que faltan. “La búsqueda es urgente, necesitamos haber encontrado a la mayor parte en no más de diez años, porque ya estamos grandes y necesitamos incluirlos en nuestras vidas y pasar tiempo con ellos”.
La abuela de Santucho, Nélida Navajas, fallecida en 2012, se ocupó tempranamente de buscar la prueba científica para probar la identidad, y así contactó a la genetista estadounidense Mary Claire King, quien desarrolló en 1980 el “índice de abuelidad” que establece la posibilidad de parentesco entre un nieto y sus abuelos. “Siempre nos enseñaron las abuelas a interpelar a la ciencia para que esa búsqueda sea cada vez más ágil. Ese es un gran desafío”, dice el Tano.
La coincidencia genética explica casi todos los reencuentros de las últimas décadas, pero al principio los métodos eran otros. Se incorpora a la reunión Juan Pablo Moyano.
“Vení que estamos hablando de vos”, dice “mandona” Estela de Carlotto.
Los padres de Moyano pasaron por la Escuela Superior de Mecánica de la Armada, un predio al norte de la ciudad de Buenos Aires del que desaparecieron unos 5.000 disidentes durante la dictadura. Con sus padres secuestrados, un juez entregó al niño Moyano en adopción irregular. En enero de 1983, un empleado ferroviario reconoció el rostro de Moyano en una fotografía publicada por Abuelas, y Estela de Carlotto y Chicha Mariani golpearon la puerta que les indicó.
“Y ahí estaba él, chiquitito, descalcito; nos recibió con una sonrisa. Fuimos corriendo a avisarle a la abuela Natividad. Enloqueció”.
Otras búsquedas
Buscarita, la vicepresidenta de Abuelas, cuenta que eran tiempos en que hacían guardia a la salida de jardines de infantes para mirar disimuladamente la fisonomía de un niño. Alguien podía haber visto llegar a un pequeño a una familia de forma inesperada, o habían despertado curiosidad el celo y el sigilo de unos supuestos padres.
Todo ello, bajo la insidia instaurada por los medios de comunicación cómplices de la dictadura contra padres “desalmados” que habían abandonado a sus hijitos para la aventura de la lucha armada contra los “valores de la Nación”.
¿Hasta qué punto un gobierno comandado por dos negacionistas del terror de Estado puede atacar la lucha para la restitución de la identidad de los que faltan?
Hablen. ¿Quién quiere hablar?
Toma la palabra Leonardo Fosatti (nieto 81), recuperado en 2005: “Las Abuelas y las Madres han transitado por momentos muy difíciles a lo largo de su trayectoria, con genocidas sueltos que se presentaban en los medios de comunicación, en muchos casos vanagloriándose de los crímenes cometidos. Y en ese sentido, nunca han bajado los brazos. Por supuesto que no es grato escuchar voces negacionistas o que reivindican la última dictadura cívico-militar. Es un desafío, pero uno de los tantos que han sabido afrontar”.
Las abuelas se transformaron en bisabuelas y más también. Su lucha épica marcó sus vidas y las de nietos que se enteraron a sus cuatro, 12, 27 o 42 años de que no eran la persona que pensaban y de que, en algunos casos, quienes decían ser sus padres habían sido cómplices de la desaparición de los verdaderos. La profunda dimensión psicológica y sentimental de cada una de estas vivencias se extiende también a bisnietos y parejas de los nietos recuperados.
La hija de Guillermo Amarilla Molfino (nieto 98) tiene siete años. “Cuando se resolvió mi caso, mi hija no había nacido todavía. A mí me tocó crecer en un circuito de engaño permanente, pero con mi hija es distinto. Hay diálogo y conversación dentro de la casa y en la vida misma. Sabe quiénes fueron sus abuelos, sus tíos, mi historia, y me dijo que ella quiere luchar para encontrar a los que faltan. Por eso es importante la urgencia, porque construir nuestra identidad requiere tiempo”.
La hija de Amarilla Molfino alguna vez se preocupó por si el “empleador” de su padre podría seguir robando bebés. La palabra “apropiador”, ajena al mundo de lo posible que conocía a su edad, le sonaba extraña.
El vínculo con los “apropiadores”
Claudia Poblete (nieta 64) recuperó su identidad a los 22 años. “En el proceso de reconstrucción y restitución, el momento en que yo me convierto en madre fue clave”, cuenta. “Comprendo, por un lado, la responsabilidad de un adulto frente a un niño y lo que significa mentirle a un niño que está construyendo su mundo todos los días de su vida”.
Su hija mayor y bisnieta de Buscarita Roa tiene ahora 15 años. “Cuando a sus siete se da cuenta de que yo había crecido con mis apropiadores, que me habían mentido, me preguntó: ‘¿No se supone que, si uno quiere a alguien, no le miente?’. Las preguntas de mi hija me ayudaron a poner la responsabilidad donde estaba y a cerrar ese vínculo con los apropiadores, que en muchos casos es tortuoso”.
Acaso por haber crecido en la mentira, los nietos recuperados comparten una pulsión por contarles la verdad a sus propios hijos. “No quise mentirles nunca en nada, y eso que es muy difícil no mentirles en nada a los hijos. Al principio, para ella todo había pasado en cinco minutos: mamá nació, la robaron y la abuela la encontró. Ella misma fue preguntando y poniendo en palabras quiénes eran sus abuelos, qué son las Abuelas de Plaza de Mayo y qué hizo la dictadura”.
Adriana Metz fue entregada a sus abuelos paternos, ya mayores, cuando su padre y su madre, embarazada de cinco meses, fueron secuestrados en Bahía Blanca, en diciembre de 1976. Busca a un hermano nacido en cautiverio y cuenta una anécdota. “Yo iba a la sede de Abuelas los miércoles a la tarde. Una vez, el papá de mis hijos les dijo: ‘Vamos a buscar a mamá que tiene la sorpresa’, y los subió al auto. La sorpresa era que habíamos adoptado un perro, pero mi hijo, después de jugar y celebrar la llegada de ese perro, me miró a la cara: ‘Mamá, yo pensé que la sorpresa era otra’. Enzo tenía diez años y estaba esperanzado con encontrar a su tío”.
El acercamiento de Adriana Metz a Abuelas se dio cuando tuvo a su segundo hijo. “Los vi interactuar entre ellos y entendí lo que era un hermano”. Como a sus compañeros, el tiempo le preocupa. “Cuando encuentre a mi hermano, quiero buscar un salón de fiestas para celebrar el encuentro y no estar pensando en qué geriátrico nos vamos a encontrar”.
Estela, un hito en su lucha y en su vida, fue la recuperación de Ignacio Montoya Carlotto.
Por supuesto, fue la gloria.
Pensó en dar un paso al costado.
No, no, no, no, no. ¿No me ves acá?
La presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo afirma que no llora en público. Hay testimonios gráficos de esa tarde del 5 de agosto de 2014 de ojos nublados por la emoción, pero la lágrima no rodó.
Estela tiene 93 años, 14 nietos, seis bisnietos, tres hijos y “la cuarta en el cielo”. “Es a la que tengo presente todo el tiempo: cómo sería, qué pensaría”. Alguna vez, la presidenta de Abuelas dijo que habría cambiado todo lo que vivió a partir de agosto de 1978, las relaciones que construyó, los reconocimientos, los abrazos en la calle, la persona que nació de la lucha, por que Laura permaneciera con vida.
“Tengo muchos problemas de salud, lógicamente, pero parece mentira. Cuando vengo acá, no me duele nada. Ni la rodilla, ni la espalda, ni todo lo que me duele”.
“Mi experiencia es importante, pero lo es más la presencia de estos jóvenes que tienen nuevas formas de dinamizar la búsqueda, con todos los instrumentos que yo no sé manejar. Ellos van a seguir”, dice.
Estela transmite a los sucesores de la organización que hay que continuar la búsqueda de los nietos “con alegría y confianza en uno mismo”. Es el mismo mensaje que les dijo a las madres de los 43 estudiantes mexicanos desaparecidos en Ayotzinapa, en 2014.
“Hemos recorrido América Latina, donde en todos los países, salvo alguna excepción que no tengo presente, sufrieron dictaduras feroces con desaparecidos. A veces son aborígenes asediados que están rogándole al gobierno que se ocupe de los cuerpos. Yo les dije: ‘Basta, no lloren. Lloren en su casa, pero cuando salgan, sean guerreros, metan miedo, porque tienen que decirle al presidente la obligación que tiene”, dice.
Cuando la presidenta de la Asociación Abuelas de Plaza de Mayo recuperó a Ignacio, ella tenía más de 80 y él, algo menos de 40. Ignacio, músico y docente, se enteró de que era el nieto de una de las mujeres más conocidas de Argentina, que sus padres habían desaparecido y que las personas que lo habían criado, campesinos de Olavarría, en plena Pampa argentina, lo habían recibido de manos de un represor.
“La relación con Ignacio es excelente. Nos vemos en fechas especiales, porque vive lejos. Viene a La Plata con su esposa y su hijita, mi bisnieta. Habla más seguido con mis hijos, que manejan el celular. Yo trato de no ser muy pesada, no soy así, no ando besuqueando y agarrando. Él está muy cariñoso, me dice cosas que no me decía, como ‘te quiero mucho, abuela’. Él me va conociendo y yo lo voy conociendo a él”.
Paso a paso.
Cuando llegue el día
Adriana Metz no quiere pensar en cuando sean los nietos quienes deban hacerse cargo de la institución. “Prefiero mantenerme ingenua”.
En 2010, un joven se acercó a Abuelas con dudas sobre su identidad. Resultó ser el hijo de Abel Madariaga, el histórico secretario general de la institución. El joven, Francisco (nieto 101), falleció en 2020. Proyecta su padre: “Todos ellos me dan fuerza. Podemos pensar distinto, pero ninguno de los que estamos acá tenemos ningún tipo de dudas de que vamos a continuar”.
Belén Altamiranda Taranto (nieta 88) tuvo el privilegio de conocer a sus cuatro abuelos cuando recuperó su identidad, en 2007. Siente que está en deuda con la presidenta de la filial de Córdoba, Sonia Torres, emblema de la lucha por memoria, verdad y justicia en esa provincia asolada por la dictadura. “Cada vez que se va una de las abuelas, nos sentimos más huérfanas. Hace un tiempo empezaron a hacer esta transición de a poco”.
Pocas personas como la uruguaya María Santa Cruz conocen la historia íntima de las Abuelas de Plaza de Mayo. Llegó a Buenos Aires en 1974, escapando de la dictadura de su país, y hace 37 años que es la secretaria administrativa. “He hecho la administración, hemos buscado el dinero y organizado la casa. Una casa de dolor y alegría. Cuando me preguntás por las abuelas que no están, a mí el corazón se me estruja. Me acuerdo de todas y las quiero con toda el alma. Ellas me han querido a mí mucho”.
Estela de Carlotto se ve en la necesidad de recuperar el orden. “Este es un chiste que hago: ‘Mientras exista una abuela, manda la abuela’”. Risas.