La sanción al comandante en jefe del Ejército, Guido Manini Ríos, y los coletazos que esta medida tuvo en la Rural del Prado, cuando la banda de la Escuela Militar tocó una marcha de reconocido tinte partidario, no son más que la cáscara de algo más profundo e inquietante. No haremos una extensa lista de los episodios que han sucedido desde hace un tiempo; más bien quisiéramos usarlos como demostrativos de lo que algunos grupos o individuos están haciendo de manera más o menos sistemática y con lo que pretenden incidir políticamente.
El primer episodio que se nos viene a la mente es el de la operación realizada contra el laboratorio del Grupo de Investigación en Antropología Forense, en marzo de 2016. El mismo año se hizo público el archivo que tenía en su casa un retirado militar (con características de personaje de Edgar Allan Poe) y se comenzaron a conocer y confirmar las sospechas de muchos que decían que los aparatos represivos del Estado continuaban vigilando a las organizaciones y activistas que buscan cambiar la realidad y que denuncian las injusticias del sistema (aunque la lista se engrose también con los partidos fundacionales y sus líderes, parece claro que el objetivo a vigilar era otro). Recientemente se presentó un informe de la comisión investigadora parlamentaria que estudió este tema y, por unanimidad, se decidió pasar todos los antecedentes a la Justicia para que investigue (¿qué pasará allí con todos estos antecedentes?, ¿hay posibilidades reales de que se investigue y se haga justicia? Relacionado con lo anterior, salta una pregunta: ¿qué sucede con las denuncias por los delitos cometidos antes y durante la dictadura por agentes del Estado que asesinaron, torturaron, desaparecieron, extorsionaron, robaron, etcétera?, ¿este pase de antecedentes a la Justicia correrá la misma suerte?). Otro hecho que va en la misma sintonía es la amenaza del llamado Comando Barneix, realizada o descubierta en febrero de 2017. A lo anterior se suma que este año han sido atacadas varias de las marcas de la memoria, además del memorial que recuerda a los desaparecidos.
Además, deberíamos relacionar estos hechos con lo que está ocurriendo en algunos países de Europa con el resurgimiento o la reafirmación de las derechas reaccionarias (Holanda, Alemania, Italia, Suiza, Francia); en el Cercano Oriente con las acciones del denominado Estado Islámico; y en nuestra región. Las derechas muestran sus acciones en distintos lugares, adaptándose a nuevas realidades o nuevas percepciones de la realidad.
En un mundo donde el flujo de información es constante, donde la subjetividad es un territorio hegemonizado por la lógica de la religión del mercado (al decir de Franz Hinkelammert, religión en la que nos encontramos inmersos todos de una u otra manera), las nuevas derechas ganan espacios y parecen extenderse en todo el planeta.
Un paréntesis. Todos estos hechos y el crecimiento de la violencia de derechas no podríamos despegarlos de los efectos del capitalismo globalizado, de la nueva fase de este sistema-mundo-moderno que avanza aniquilando cualquier forma de vida. Y avanza presentándose como racional y al mismo tiempo de sentido común. Entonces, y para intentar no perdernos en laberintos, parece clave no caer en una suerte de sensación de catástrofe que lleva a la inacción, a la parálisis. Con la conquista de América, la historia de la humanidad tuvo un cambio radical y este proceso trajo aparejado un inimaginable cambio: la elaboración de las categorías científicas que hasta hoy son dominantes, la construcción de un nuevo marco categorial.
Fue el inicio de la modernidad, la explotación de los millones de esclavos, la explotación de los millones de indígenas, la explotación de la naturaleza; debería hacernos pensar en lo que sucede hoy en Uruguay, en la región y en el mundo entero. Y esto es una acción indispensable para conocer lo que sucede a nuestro alrededor. Hay intereses variados que pretenden que nos quedemos en los episodios concretos, sin ampliar las miradas, o que nos detengamos en lo electoral como único punto o como aspecto central de la etapa. Salir de ese límite nos permitirá tener otra perspectiva de más largo aliento, estratégica y profunda.
Continuando con lo que veníamos diciendo, un dato no menor es que en la región (cuando decimos “región” hacemos referencia a nuestra América: la de los indígenas, negros, campesinas sin tierra, obreras explotadas, desocupadas, etcétera) hay gobiernos decididos a utilizar de forma constante la violencia para conservar o ampliar los privilegios de los sectores dominantes (ejemplos: Brasil, Argentina, Colombia). Y también está como una sombra acechando desde hace años una posible intervención militar a Venezuela (hace unos días lo explicitó nada menos que el secretario general de la Organización de Estados Americanos, Luis Almagro, y lo hizo nada menos que en Colombia, donde se asesina a un líder social por día prácticamente, pero eso no le preocupa a casi nadie).
La necesidad de un Ejército hoy
Ahora sí estamos en condiciones de ir a lo central de esta nota. ¿Existe la necesidad de tener un ejército permanente en una sociedad como la de Uruguay hoy? ¿Para qué se necesita? ¿Cuál es el rol que cumple esta institución hoy? ¿Qué objetivos tiene?
Hace casi 100 años, dos diputados propusieron la eliminación del Ejército. Fue en 1920 cuando Emilio Frugoni y Celestino Mibelli plantearon esta necesidad. La vigencia de ese planteo parece sorprendente.
En los fundamentos afirman que los gastos en salarios de los oficiales hacen inviable el presupuesto nacional. Dichos salarios, afirmaban los diputados, hacen que se dedique un gran porcentaje de la riqueza producida en el país a un puñado de personas. Y en aquel tiempo todavía no estaba el problema de la Caja Militar. El proyecto también planteaba que el Hospital Militar debía pasar a la Asistencia Pública y transformarse en una institución civil.
Y en lo profundo del proyecto está la afirmación siguiente, que quisiéramos citar textualmente: “Tampoco podemos considerar al Ejército una protección necesaria ante el imaginario peligro de una agresión externa. Pero si el hecho inaudito de una agresión a nuestra independencia se consumase, ¿seríamos más fuertes con nuestro ejército –formidable para nuestro erario público, pero insignificante en comparación de cualquier ejército de los que podrían invadirnos– que con legítima y confesada debilidad?”.
El proyecto, a su vez, aclaraba que ese ejército había sido usado para reprimir a las huestes del partido blanco, quienes juntando a algunos miles de hombres y caballos, una y otra vez habían protagonizado levantamientos contra las autoridades electas (de forma fraudulenta, sin dudas).
Otro paréntesis. El Uruguay de 1920 era muy distinto del actual. Solamente una ilusión, una construcción mitológica nos hace ver que somos el mismo país.
En aquellos años en los que las potencias desarrollaron una guerra imperial, Uruguay acumuló una gran riqueza por las ventas a las potencias de sus productos ganaderos (lana, carne y cuero). Era la época en que José Batlle y Ordóñez (tótem dentro del relato mitológico uruguayo) ejercía su influencia (no sin resistencias dentro de su propio partido, como en la sociedad –especialmente en los sectores conservadores: en 1916 habían fundado la Federación Rural, institución que iría al choque de las decisiones de gobierno que entendía que perjudicaban a los intereses de los estancieros–) y, al decir de Milton Vanger, creaba su época.
Con respecto a este punto, quisiera resaltar el supuesto con el que desarrolla Vanger sus obras sobre la época de Batlle y Ordóñez, que lo tienen como figura central en su relato (y en general en toda la historiografía que ha estudiado esa época). Su supuesto se basa, según sus palabras, en los teóricos de la autonomía política, más precisamente en Martin Carnoy (The State and Political Theory, 1984), quienes plantean que en una sociedad de un capitalismo inmaduro los políticos pueden decidir libremente con respecto a la clase dominante, escapando a su control. Este planteo permite hacer un análisis flexible de los intereses de clase.
Ahora bien, ¿qué concepto de capitalismo manejan?; ¿qué significa vivir en un “capitalismo inmaduro”?; ¿cómo construyen esta categoría?; ¿los historiadores o cientistas sociales que estudiaron esta época profundizaron en este punto o lo tomaron de manera acrítica, sin someterlo a un análisis exhaustivo?
Si pensamos en los crímenes cometidos por integrantes del Ejército o en cómo oculta esta institución, hasta el día de hoy, información respecto de esos crímenes, podemos también encontrar otro argumento para sumar a la supresión del Ejército.
Es importante recordar que los restos de Julio Castro aparecieron en 2011 en el Batallón 14 y se comprobó que lo torturaron y lo ejecutaron con un balazo en la cabeza. Esa es una de las muchas historias que carga el Ejército.
Pero intentemos complejizar esta situación. ¿Cómo fue posible llegar a que integrantes de una institución del Estado cometieran estos crímenes? ¿Cómo es posible que, al día de hoy, se continúen negando dichas acciones? O peor aún, ¿cómo es posible que se permita que se nieguen a declarar ante la Justicia?
Como se comprenderá, la respuesta hay que buscarla y construirla, no está dada ni, menos aun, es evidente. Una pista para tener presente en una respuesta es que el Estado uruguayo en su proceso de conformación tuvo episodios funestos muy similares al cometido en el caso de la muerte de Julio Castro: el oriental liso y llano con su Ejército exterminó (o intentó hacerlo, mejor dicho) a los indígenas que impedían el aumento de la concentración de la tierra y que creían que podían vivir en ellas, tal como lo habían hecho hasta entonces.
Sin embargo, la mitología estatal –es decir, la mitología oficial (y la del Partido Colorado)– reconoce a Fructuoso Rivera como un héroe, como una figura que contribuyó en la construcción de este sagrado país. Y por eso es que en las afueras de la terminal terrestre por donde pasa más gente se encuentra una estatua que lo revive y lo hace estar presente todos los días para cientos de personas que pasan por allí. Quizá no lo miran, quizá no saben quién fue ni qué hizo, pero está allí formando parte del espacio público y, por tanto, jugando un papel en el imaginario colectivo.
“Uruguay tiene diversas y viejas conductas sociales autoritarias”. Con esta sentencia comienza el primer capítulo del libro de Javier Correa Morales Lo hicimos ayer, hoy y lo seguiremos haciendo. Si enlazamos la masacre que tuvo como jefe al oriental liso y llano y al proceso que describe este autor, podemos ver que hay una continuidad en ese modelo social autoritario. También puede explicar que un presidente de una Junta Departamental afirme, en 2018, que “acá va a tener que venir otra dictadura para que estos sabandijas se terminen de una vez”.
En definitiva, hace 100 años ya se había propuesto la disolución del Ejército. El planteo sigue teniendo vigencia. Algunos de los fundamentos siguen también teniendo plena vigencia o aun son más evidentes hoy (hacemos referencia a que si un país quiere invadir a Uruguay lo hará en un par de horas, como lo proyectó el Ejército brasileño a principios de la década del 70 del siglo pasado). Hoy existen otros fundamentos que se sostienen en las acciones y omisiones que cometieron integrantes de esta institución, y que ella misma no ha hecho más que ocultar información y manipular situaciones para continuar y profundizar los privilegios históricos que ha mantenido históricamente.
¿No ha llegado el momento de emprender un movimiento para hacer posible esta propuesta? ¿Estamos dispuestos a hacerlo?
Héctor Altamirano es docente de Historia.