La victoria de Jair Messias Bolsonaro está teniendo un impacto en el plano político y religioso en la región. En un contexto regional de pérdida de credibilidad de los partidos políticos tradicionales, quizás muchos quieran aplicar parte de la fórmula Bolsonaro: apuntar a simbología religiosa neopentecostal, combinada con un discurso pro valores tradicionales de familia y de supuesta seguridad basado en la represión. Nos vamos a detener en este caso en analizar el fundamento político y religioso que está de telón de fondo en el efecto Bolsonaro.
En Argentina, un país que fue hegemónicamente católico, vemos cómo el diputado nacional Alfredo Olmedo, de la provincia de Salta, fue a recibir la bendición de pastores pentecostales para lanzarse como candidato a presidente en la próxima elección. Aunque lo que se viralizó en las redes sociales fue el desplome del escenario en el que estaba siendo bendecido, lo más desafiante fueron los dichos del diputado: “Por primera vez habrá un presidente cristiano en serio en este país. No voy a traicionar el juramento. En el gobierno de Cristina se sancionó la ley de género y el matrimonio igualitario. Con Macri quisieron legalizar el aborto. Conmigo esto se acaba, vamos a derogar todo”.
En filas uruguayas ya lanzó propaganda callejera la alianza de Álvaro Dastugue y Verónica Alonso, que ven con ojos esperanzados la llegada de Messias Bolsonaro, quien se bautizó pentecostal en el río Jordán, dando una señal a pentecostales y sionistas. El día de su bautismo fue también simbólico: el 11 de mayo de 2016, cuando se daba la votación del impeachment a Dilma Ruseff dirigido por Eduardo Cunha, en ese momento líder de la alianza de la bancada biblia, bala y buey (evangélicos, militaristas y latifundistas). También es importante atender que la victoria de Bolsonaro está asociada en parte a la consolidación del Frente Parlamentario Evangélico, que plantea, al igual que sus correligionarios uruguayos, una “crisis de valores”. Los hermanos brasileños piden literalmente “una revolución en la educación” y “modernizar el Estado”, pero esa “modernización” pasa por eliminar los ministerios de Cultura y de Ciencia y Tecnología, así como por erradicar la ideología de género –que, según ellos, fomenta la homosexualidad y el aborto y amenaza a las familias tradicionales–, acabar con el “adoctrinamiento marxista” e instaurar una institución que vigile la “enseñanza moral”.
Hace unas semanas, cerca de la frontera con Brasil, en la ciudad de Melo, pastores evangélicos conservadores y pentecostales marcaron presencia política en el espacio público con la instalación del monumento a la Biblia. Este movimiento se realizó de forma silenciosa y en convivencia con caudillos políticos del interior, donde más allá de la discusión sobre la Biblia como tal, la crítica central estuvo dada por la falta de respeto a los procesos democráticos y legales establecidos por la legislación municipal para la instalación de monumentos. En la misma línea política y religiosa, en diferentes partes del país, pastores pentecostales y apóstoles convocaron a una marcha “por la familia”, que en el caso de Montevideo partió desde la plaza del Ejército al Palacio Legislativo, todo esto como parte de una misma batalla espiritual y política contra lo que consideran la nueva amenaza de “la ideología de género”.
Los hechos no son aislados. Los actores comparten un mismo objetivo en la región: la victoria del no en el plebiscito de la paz en Colombia, la victoria de Jimmy Morales en Guatemala, el repentino repunte de Fabricio Alvarado y su partido cristiano en Costa Rica y lo que sucede en nuestra región.
Para comprender mejor parte de estos hechos, deberíamos tener en cuenta cómo estos discursos religiosos conservadores se fueron instalando y cuáles son sus orígenes. Las dos grandes influencias que han desarrollado y marcado el sector religioso cristiano conservador son la teología de la prosperidad y la teología del dominio. Sobre la prosperidad, esta es una comprensión en la que el ser humano establece un tipo de vínculo mercantil con lo divino, mediante el que Dios me va a bendecir, me va a dar lo que yo le pido en la medida en que yo entregue la ofrenda que el pastor o la iglesia me pida y el diezmo, que es 10% de los ingresos. Por otro lado, la teología del dominio afectó las comprensiones políticas y rompió con la tradición laica por la que bregan los grupos protestantes históricos; propone, en cambio, una redefinición del vínculo entre iglesia y Estado, más cercano a la teocracia. Ambas teologías, la del dominio y la de la prosperidad, también han cambiado otros principios del protestantismo, como son el de la libertad y el de la gratuidad, proponiendo un modelo religioso jerárquico basado en la obediencia.
Sobre este punto, los teólogos Bonilla y Guerrero (2005) reflexionan que el neopentecostalismo en Latinoamérica “construye su poderío sobre valores absolutistas y megalómanos. Se ven a sí mismos como la opción unipolar y exclusiva que gobernará el mundo por medio de una propuesta teocrática”. Estos discursos, que contraponen el gobierno de Dios y el de satanás en clave de guerra espiritual, son los que sostienen prácticas político-religiosas como las que están desarrollando estos grupos de pastores en las marchas o los legisladores religiosos conservadores del Parlamento.
En esta propuesta político-religiosa, Dios es el rey todopoderoso que deriva o confiere el poder a sus hijos elegidos, para ejercerlo sobre un territorio que está bajo su dominio. Este dominio, dado por Dios a través de alguno de sus apóstoles (el primer apóstol neopentecostal en Uruguay es Jorge Márquez), es para gobernar y alcanzar lo que Dios les ha entregado, o arrancado de las manos del poder de satanás y devuelto a sus hijos.
Los esquemas político-religiosos de buenos y malos, Dios y satanás, mantienen el mismo binomio de opuestos establecido por Estados Unidos en los 60 y documentado en los informes de Santa Fe y Rockefeller. Allí se identificó que las teologías que apuntaban a la liberación debían ser combatidas y suplantadas por otras funcionales al sistema capitalista y los intereses norteamericanos. El crecimiento de estas iglesias en América Latina no ha sido casual. De acuerdo al antropólogo David Stoll, en 1985 existían más de 11.000 misioneros norteamericanos, que generaron las bases religiosas para la instalación y el crecimiento de estas iglesias y estas teologías en toda Latinoamérica.
Este plan de influenciar política, religiosa y culturalmente a Latinoamérica desde Estados Unidos ha dado sus frutos en diferentes momentos. El primero fue con el combate a la teología de la liberación a finales de 1960, cuando en Uruguay eran perseguidos y controlados por los misioneros religiosos agentes de la CIA los movimientos religiosos considerados peligrosos. Varios pastores metodistas fueron perseguidos, como Emilio Castro (intelectual y fundador del Frente Amplio), y dentro de la iglesia católica eran combatidas las comunidades eclesiales de base apoyadas por monseñor Parteli; en estos espacios se promovía la acción pastoral y social en defensa de los derechos humanos.
Hoy, comprender estos procesos a largo plazo nos da una imagen más amplia y clara de este nuevo momento del vínculo entre religión y política que se teje en la región, y también nos permite recordar que no son vínculos unívocos y que han tenido y tienen la posibilidad de ser en clave de liberación y defensa de los derechos humanos.
Nicolás Iglesias Schneider es investigador especializado en religión y política, director del documental Fe en la resistencia.