La globalización evoluciona según el costo de “trasladar” (y su contracara, articular) bienes, ideas y personas.(1) Hacia 1800, la fuerte caída del costo de transportar mercancías permitió que la producción se concentrara en los países centrales, desde los cuales se distribuía hacia el resto del mundo. Fue la época de lo que se conoce como la gran divergencia, cuando aquellos países llegaron a dar cuenta de 70% del Producto Interno Bruto (PIB) global. A comienzos de la década de 1990, ya a finales del siglo XX, fue el turno de la caída del costo de comunicación, lo que permitió fragmentar y a la vez organizar la producción en Cadenas Globales de Valor (CGV). La población de algunos países emergentes, especialmente China, se benefició de la nueva organización de la producción (y el empleo), lo que inició una era de gran convergencia cuya contracara fue el aumento de la insatisfacción en las clases medias de los países centrales, agudizada por el significativo aumento del ingreso y la riqueza de las elites (el top 1%). (2)

Son muchos los análisis que apuntan que fenómenos como el ascenso del presidente Donald Trump en Estados Unidos, el brexit o el fortalecimiento de corrientes nacionalistas y de derecha en Europa constituyen reacciones frente a los impactos de esta evolución de la globalización.

En cualquier caso, es necesario asumir que hay importantes y justificadas insatisfacciones a nivel de la ciudadanía global con la marcha de la globalización (y aun más para quienes tenemos una definición política de izquierda); que el escenario negociador multilateral con sede en la Organización Mundial del Comercio (OMC) está empantanado en sus aspectos centrales desde hace ya muchos, muchos años; que hay peligrosas tensiones comerciales a nivel global (en particular, las protagonizadas entre Estados Unidos y China); que la enorme mayoría de los países están activamente comprometidos en la construcción de marcos más favorables para sus respectivas inserciones económicas, renegociando los acuerdos con los que cuentan (piénsese en los casos del NAFTA o de Gran Bretaña con la Unión Europea, UE) o encarando nuevos acuerdos bajo una perspectiva bilateral o plurilateral (piénsese en las iniciativas de la Unión Europea o las de los países del Pacífico).

Los países del Mercosur se encuentran severamente rezagados en esta dinámica, al punto de que una revisión de la agenda exterior del bloque indica que no se ha cerrado ningún acuerdo relevante. Ni uno.

Las tensiones de un funcionamiento interno del bloque que, por así decirlo, muestra dificultades en cuanto a la fluidez del acceso al mercado regional, junto con las derivadas de una agenda externa paralizada, afectan fuertemente el despliegue del potencial económico de Uruguay. Ya no alcanza con “hacer los deberes” a nivel interno (equilibrios macro, fortaleza financiera, calidad institucional, políticas productivas, estabilidad social): se impone mejorar sustantivamente la calidad de la inserción económica.

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Si el tipo y la calidad de la inserción es clave para el desarrollo, ignorar las tendencias regionales y globales en materia de comercio e inversión, desconocer los acuerdos que están negociando países que son mercados o rivales de nuestras exportaciones y pretender que la mejora en el acceso a mercados no está sometida a cierto grado de urgencia son todas formas de conspirar contra la diversificación de la matriz productiva y la incorporación de valor.

Para ser más claros: si las exportaciones de bienes (intermedios o finales) enfrentan aranceles, cuotas y, también, barreras y requisitos de distinto tipo (que suelen ser los obstáculos más difíciles de superar), si las exportaciones de bienes no se integran en los procesos de producción fragmentados transnacionales (y se benefician de preferencias arancelarias a partir de reglas de acumulación de origen negociadas oportunamente), si las exportaciones de servicios no se benefician de las seguridades y los marcos normativos adecuados, no solamente las actuales exportaciones serán penalizadas (y eventualmente desplazadas), sino que será más difícil que emerjan y se multipliquen nuevas corrientes exportadoras.

Con la producción organizándose en cadenas transnacionales (con insumos y partes cruzando las fronteras varias veces, todo ello acompañado por un conjunto de servicios asociados, hasta conformar el producto final), entonces será difícil atraer inversiones que apunten a diversificar y densificar la matriz productiva si cada producto made in Uruguay debe pagar aranceles y sortear requisitos técnicos cada vez que cruza una frontera. Por el contrario, esta se recostará cada vez más sobre aquellas producciones en las que el país tiene ventajas competitivas más o menos establecidas.

Nada hace más por la peor de las versiones de la primarización de la estructura productiva que una inserción de mala calidad.

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Supongamos que, al menos a grandes rasgos, se comparte lo anteriormente expuesto, se afirma que el país debe avanzar en materia de inserción y que se está dispuesto a negociar acuerdos bilaterales o plurilaterales. Pero, tras cartón, se proclama que hay que negociar sólo aranceles y cuotas, que hay que negociar únicamente por listas positivas, que hay que excluir totalmente de la mesa de negociaciones a las compras públicas, que hay que asumir una posición acotada y marcadamente defensiva en materia de servicios y (¿finalmente?) que no se debe abordar capítulo alguno de comercio electrónico ni en materia de propiedad intelectual, porque están reservados para ser negociados a nivel multilateral en la OMC.

Se agrega que, de firmarse acuerdos que no cumplan los citados requisitos, entonces los “sectores estratégicos” quedarán desamparados y los “nuevos sectores” que podrían emerger a partir de las nuevas tecnologías (“el futuro”) quedarán a merced de las poderosas corporaciones multinacionales.

En la misma línea, se trae a colación el Tratado de Cooperación en materia de Patentes (PCT, por su sigla en inglés) planteando que, de ingresar, se pondrán en riesgo la investigación científico-tecnológica y la innovación, y se agrega que la propia salud pública estará amenazada.

Pues no. En primer lugar, y habida cuenta de la dinámica actual de la globalización, hay que tener presente que, en términos generales, los países ya no se limitan a negociar únicamente preferencias arancelarias en materia de bienes, sino que abordan compromisos regulatorios que refieren a un conjunto más amplio de vínculos entre comercio de bienes y servicios, inversión y circulación de ideas (y esto es así porque así es como actualmente se organizan la producción y el consumo). Además, y si bien el país tiene más experiencia en la negociación por lista positiva, es posible negociar por lista negativa excluyendo sectores considerados claves del ámbito de aplicación del acuerdo, adoptando salvaguardas respecto de “sectores nuevos”, reservando medidas a futuro y preservando potestad regulatoria. También es posible preservar en la mesa de negociación aquellos niveles de compras públicas considerados deseables y, en materia de propiedad intelectual, y aunque no esté disponible el escenario multilateral, se pueden consolidar los niveles de protección considerados adecuados y avanzar en aquellos aspectos prácticos que se estime necesario. Por otro lado, no parece razonable adoptar posiciones poco ambiciosas en materia de servicios (un área en la que el país está bien posicionado y en la que tiene un gran potencial exportador) ni excluir de la negociación el capítulo de comercio electrónico, de creciente desarrollo.

Además de asumir que toda negociación supone acotar grados de discrecionalidad en función de compromisos mutuos considerados positivos (el cherry picking, es decir, y según la simpática expresión inglesa, elegir lo mejor de cada escenario, no siempre está disponible, así como tampoco es razonable pretender alcanzar compromisos para después reclamar el derecho de cambiarlos unilateralmente a conveniencia y antojo), no son acertados los augurios catastrofistas sin mayor fundamento cuando, por el contrario, el peor escenario sería el de una economía marginada de aquellos circuitos de comercio e inversión que permitan construir una interacción virtuosa con las políticas públicas y las capacidades nacionales.

En relación con el famoso PCT, corresponde señalar que son 152 países los que lo integran (todos los desarrollados y casi todos los restantes, incluyendo a Brasil e India, mientras que no lo integran muy pocos países africanos y asiáticos junto con Venezuela, Bolivia, Paraguay, Argentina y Uruguay). Habría que acotar que la propuesta de membresía fue fundamentada en el Senado, entre otros, por la Dirección de la Propiedad Industrial del Ministerio de Industria, Energía y Minería, así como por reconocidos referentes de la investigación y la innovación. No se conocen voces de alarma de las autoridades del Ministerio de Salud Pública, que también acompaña la propuesta.

Volviendo a los acuerdos como camino para mejorar la inserción, proponer formatos rígidos de negociación, además de exigir instancias previas de coordinación en el Mercosur, de resultado incierto, no es correcto. Es un error confundir deseos con realidades y suponer que determinadas opciones a nivel de la negociación multilateral están disponibles, cuando no lo están, o pretender que el país le puede imponer alguna clase de “Formato Uruguay de Acuerdo” sui generis a potenciales interlocutores interesados en negociar.

Si bien el nombre “Uruguay” está asociado a escala global con el concepto mismo de “negociación comercial”, porque Punta del Este fue sede, en setiembre de 1986, de la reunión negociadora que concluyó, en enero de 1995, con la fundación de la actual OMC –la “Ronda Uruguay del GATT”–, es más que dudoso que, como algunos parecen pretender, emerja algo así como un “Formato Uruguay de Acuerdo”.

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Las negociaciones, en Uruguay y en cualquier parte, son un asunto delicado porque suponen asumir compromisos de largo plazo sobre temas relevantes. Requieren disponer de potentes equipos negociadores con expertise técnica, que deben conducirse en estrecha coordinación con las áreas del aparato estatal que tienen conocimiento y responsabilidad institucional específica, y deben seguir claras y firmes orientaciones políticas basadas, a su vez, en amplios acuerdos nacionales.

Además, y para que los citados acuerdos nacionales sean sólidos, son necesarios mecanismos institucionalizados de información y consulta con las organizaciones y los actores económicos y sociales, las instituciones y, en general, con la sociedad civil. Al respecto, y a la luz de algunos de los debates suscitados, parece necesario trabajar más fuertemente los aspectos vinculados a la comunicación de tan importante y compleja temática.

Por otro lado, y como los resultados de las negociaciones impactarán, más tarde o temprano, en la dinámica productiva y, por lo tanto, en el empleo (y las finanzas públicas), hay que prever las políticas públicas y los recursos (monetarios) respectivos para que las oportunidades se concreten y potencien, y, simultáneamente, se apoye, reconvierta y compense a los sectores perdedores, que también los habrá.

Todo lo anterior se encuentra alejado de las posturas, en un sentido u otro, que asumen que los temas relativos a la inserción se resuelven apelando a la voluntad política (el famoso “hay que”, tan presente en los tecnócratas de escritorio, así como en el discurso de los bien dispuestos militantes), sin tener en cuenta la “economía política” asociada a las negociaciones internacionales, esa que hace que inevitablemente, y en todo tiempo y lugar, existan sectores empresariales y de trabajadores que se resistirán a cualquier cambio. Tecnócratas y militantes que suelen fantasear con la idea de que siempre es posible “elegir lo mejor de cada escenario”, sin costos asociados.

Prueba de lo anterior son, por ejemplo, las notorias dificultades encontradas por cada parte para cerrar el acuerdo Mercosur-UE. Acuerdo que significaría, por cierto, una importante contribución al disciplinamiento interno del Mercosur, que tanto lo precisa.

En cualquier caso, es bueno poner un poco de perspectiva: el país construyó una plataforma de capacidades institucionales y acuerdos políticos y sociales desde la que puede actuar con optimismo en un tema, como el de su inserción internacional, que está íntimamente ligado a su historia y, por tanto, a su porvenir.

Gabriel Papa es economista, asesor del Ministerio de Economía y Finanzas

(1) Baldwin, R. The Great Convergence. Information technology and the New Globalization.

(2) En Global Inequality. A new approach for the age of globalization, Branko Milanovic graficó con la silueta de un elefante la evolución de los ingresos de la población mundial entre 1988 y 2008.