Hace frío. En el puesto de recolección de firmas instalado en la plaza hay dos señores mayores, bien abrigaditos, esperando a quienes quieran adherir a la propuesta de reforma constitucional que se publicita como recurso para vivir sin miedo. Conmueve un poco verlos así, parados a la intemperie y desafiando al viento y a la llovizna, movidos quién sabe si por la esperanza o, al contrario, por la desesperación. Tienen miedo, y es entendible. Son frágiles. Muchas veces se mueven con lentitud, no oyen bien, no ven con claridad, pierden fácilmente el equilibrio, y eso los convierte en un blanco cantado para delincuentes y aprovechadores. Si la violencia pone nervioso a cualquiera, cuánto más a alguien que no puede escaparse rápido, que puede ir a dar al piso por apenas un empujón leve, que sabe que cualquier golpe le puede llevar meses de recuperación. Por eso no es raro, no puede sorprender a nadie que crean que una reforma como la propuesta es, si no la solución a sus problemas, al menos una muestra de preocupación del sistema político.
Pero el sistema político, por demagógico que sea, no va a resolver los problemas de nadie aumentando las potestades represivas del Estado. La sensación de inseguridad no va a disminuir porque la Policía pueda allanar de noche un domicilio, ni porque se habilite la reclusión perpetua. La relación entre la intensidad del castigo y la ocurrencia del delito no es directa ni es tan simple, y las condiciones de vida en las cárceles no parecen las más apropiadas para rehabilitar a nadie. El propio director nacional de Policía, Mario Layera, decía, en aquella entrevista que publicó El Observador hace ya casi un mes y que sigue resonando, que “todo empieza en las cárceles”. Es decir, los contactos entre delincuentes de diversas procedencias, las demostraciones de fuerza necesarias para ganarse el respeto, las transas para conseguir comida, cigarrillos o abrigo extra, las extorsiones y las amenazas, las prácticas más corruptas y corruptoras, todo eso empieza en las cárceles, advirtió Layera. La cárcel es eso que desde siempre se conoce como “la escuela del delito”, que es otra forma de decir que es un universo con sus propios códigos y sus propios rituales de supervivencia. Y la probabilidad de que aumentar la población carcelaria tenga otro resultado que seguir aumentando el número de personas vinculadas al crimen es nula, al menos en este país y en este momento. O en este mundo y en este momento.
Así que podríamos apostar desde ya a que la reforma, en caso de producirse, podrá garantizarnos cárceles más llenas, aunque nadie pueda prometer que tendremos menos miedo. Porque nadie puede hacerse cargo de nuestro miedo. Es alimentado amorosamente cada día por la televisión (“esa novela canallesca escrita por un loco”) y amplificado con furia por las redes sociales, organismo acogedor e informe que se nutre de nuestra frustración y de nuestro anhelo.
Como un oráculo terrible, el diputado nacionalista Pablo Abdala dijo, a la salida de la reunión de la comisión parlamentaria de Seguridad y Convivencia Ciudadana a la que concurrieron Eduardo Bonomi y Mario Layera, que “la seguridad se deteriora cada vez más, y los que tienen que conducir no lo hacen. Por eso nos va como nos va” (citado por El País del 6/6). Estamos indefensos y papá no nos cuida: pongamos a los militares en las calles y dejémonos arrullar por el sonido de las botas. Los buenos no tendremos nada que temer, y los malos recibirán su merecido.
Una propuesta encantadora, realmente; podríamos acompañarla si pasáramos por alto el hecho de que ninguna institución, ningún grupo organizado tiene, en este país, una historia de violencia y crimen comparable con la que tienen las Fuerzas Armadas.
Por razones que no alcanzo a comprender, estamos dispuestos a aceptar sin discusión verdades de pacotilla como que la educación atraviesa su peor momento o que la familia está en retroceso. De nada sirve mostrar los números que indican que nunca hubo tantas personas escolarizadas, tantas que llegaran a la universidad, tantos niños con acceso a la educación inicial. Tampoco adelanta insistir en que es en la cárcel, precisamente, en donde se concentran los analfabetos, los expulsados del lenguaje. Sirve de poco decir que así como cambió la familia, cambiaron también el empleo, el modo de llevar adelante un negocio o las perspectivas de asentamiento en el territorio. Cambió el capitalismo, y si cambia el capitalismo, cambiamos todos.
Si se me permite parafrasear a Juan Carlos Onetti diré que el problema con las verdades de pacotilla es que ocultan el alma de los hechos. Apelan al recuerdo de un mundo que ya no es posible (el mundo en que se podía –algunos podían– hacer carrera en una empresa o en el Estado, comprar un terreno y edificarse la casa, vivir como un rey siendo marido de maestra y tener una heladera o una cocina que duraran toda la vida) y repiten, al mismo tiempo, la canción de capacitar para el mercado e incentivar la flexibilidad laboral. Promueven la desprotección social y hacen el elogio del emprendedurismo, pero son capaces de decir que la proliferación de emprendimientos al margen de la legalidad se debe a que no tenemos un líder fuerte. Entre la crisis de la educación, la desaparición de la familia y la debilidad de la conducción política sólo nos cabe esperar lo peor (parece que entre la familia y el delito no pudiera haber conexiones; parece que Italia, por ejemplo, fuera menos temible que El Salvador o Guatemala), a menos que demos a los militares la responsabilidad de patrullar las calles y patear las puertas de los ranchos cuando sea necesario. Y eso no es todo: la reforma prevé que el Parlamento pueda legislar en el sentido de las propuestas, pero, por si no lo hiciera, también prevé que los cambios entren en vigor mediante disposiciones transitorias. Así, la voluntad popular consagra una modificación legislativa que no requiere atravesar los canales parlamentarios correspondientes. Es un paso más hacia el ejercicio de una forma de democracia directa que bien podría simplificarse apelando a modos más baratos de ejercicio del gobierno, semejantes a los que dejan afuera a un concursante poco simpático en un certamen de baile: “Si usted aprueba la pena de muerte, marque 1; si no la aprueba, marque 2”. ¿Qué ficción más tranquilizadora que la de creer que tenemos ese poder en nuestras manos, al alcance del teclado numérico? La fórmula no es nueva, y vuelve cada cierto tiempo: un César en el palco, sin miedo a bajar el pulgar, y las masas enardecidas pidiendo la muerte del gladiador más flojo. Un ritual sangriento y purificador para vivir sin miedo.