La educación cómo práctica de humanización es una construcción permanente de sentidos y realidades, de encontrarse con otros y con uno mismo, de saberse parte de una comunidad, de un mundo, y de tomar parte. Esto porque es, ante todo y todos, un derecho impostergable e innegable.
En tanto derecho, exige que la práctica educativa se estructure, se enuncie y se mida como tal en tanto el sujeto, sus necesidades y condiciones de existencia estén en el centro, si no queremos que sea letra muerta y vacía. Por ello hablamos de educación inclusiva (porque aún no hemos logrado hacer que todos accedan y tomen parte es que seguimos usando adjetivos explicativos): que aloje en términos de convivencia, que se nutra de lo diverso y que construya respuestas en función de ello y no en pos de fabricaciones y estereotipos. Se trata de buscar que los centros educativos no sean excluyentes, dar cuenta de las cualidades que poseen los estudiantes más que enumerar sus características en términos categóricos y en términos de déficit. En suma, concebir a las prácticas educativas en movimiento.
De discursos histriónicos y extrañas prácticas
El desarrollo anterior parece aún no encontrar validez en la situación real y concreta de las personas en situación de discapacidad en Uruguay (si bien existe un recorrido relevante en los últimos años). ¿Cuál es el lugar de la persona en situación de discapacidad en el sistema educativo en general? A nivel del sistema, más allá de esfuerzos de docentes, centros y familias que generan procesos que tensionan el escenario histórico, el lugar es el de la pasividad. Nos cuesta una enormidad encontrar consistencia en propuestas, adecuaciones y dispositivos que hagan partícipes a las personas en situación de discapacidad de su proceso educativo, fundamentalmente en el pasaje y permanencia en la educación media.
Hablar de trayectoria pierde su sentido, pues la propuesta queda reducida a tiempos cortos (aun peor, a tiempos perpetuos) que no responden a etapas vitales sino más bien a cuestiones fuera del tiempo y espacios subjetivos reales, por lo que persisten situaciones que despojan de sentido el formar parte de un espacio educativo. Sí existen intentos concretos en los subsistemas (la escuela primaria es un lugar de referencia en este sentido) y organismos subsidiarios, pero estos aún se encuentran en la orfandad de la política pública. Enumerar acciones, por más permanentes que sean en el tiempo, no es igual a nombrar una política real. La educación encasillada en formatos tradicionales coarta su capacidad de respuesta. Ante situaciones diversas, las respuestas homogéneas o las voluntaristas tienden a negar la estadía en el sistema mismo.
El tema no está en los de afuera de los centros educativos; no debemos realojar al determinismo biológico (que vive y lucha) en nuestros enfoques, no es culpa de la persona en situación de discapacidad no poder ejercer su derecho de la manera adecuada. Es, sin duda, una cuestión de cómo organizamos nuestras prácticas educativas, de cómo construimos la cultura escolar misma. ¿Por qué sostenemos esto? Porque defendemos con firmeza que las personas en situación de discapacidad son sujetos de posibilidades, con capacidades a desafiar para adquirir y construir nuevos saberes, son sujetos plausibles de aprendizajes. Y como tales, no pueden ceñirse a prácticas y discursos que las hagan espectadoras del mundo y no intervinientes, hacedoras de su realidad y de la de otros.
Esto reclama la necesidad de apostar a la creatividad política, buscando los “inéditos viables” de los que hablaba Paulo Freire, como un estandarte impostergable. Hablar de educación inclusiva no es algo meramente técnico, es un compromiso ético y su materialización es una necesidad. Implica construir el camino de la voluntad política en los colectivos y actores, ese paso que sigue al de la conciencia, que refiere a la intervención constante en la realidad para modificarla y descifrarla, para construirla y otorgarle sentidos.
Dicho de otro modo: la respuesta no estará en algunos iluminados que ofician de fiscales y jueces de lo no hecho; implica interpelar la práctica misma y la de los microespacios como punto de partida. No se trata de enarbolar banderas que pierden fuerza en lo cotidiano o que sólo arropan a algún personaje de turno en la institucionalidad, se trata de poner al sujeto real y concreto en el centro de nuestras acciones y discursos, a la vida misma en el centro de la política. Implica, de una vez por todas, poder hablar con aquellos sobre quienes recaen decisiones y formatos, y no seguir construyendo el abismo de las buenas intenciones.
El valor de lo pedagógico
En toda actividad humana y social que se precie de poner en el centro al sujeto, el diálogo entre saberes y disciplinas, entre instituciones y fuerzas comunitarias, no sólo es adecuado sino que es, por lo menos, lo esperable. El camino de la educación inclusiva se ha nutrido y ha avanzado en ese intercambio, proclive a encontrar respuestas pero también a generar nuevas preguntas.
Ahora bien, dos actores que han sido llamados pocas veces a habitar ese espacio de diálogo son las propias personas en situación de discapacidad y el colectivo docente. Sobre la participación de las personas en situación de discapacidad en instancias pedagógicas mucho se ha hecho y hablado, pero lo significativo y real es atender su propia voz y prestar escucha más que autoproclamarse y hablar en nombre de. Por tanto, me referiré al otro actor mencionado.
Estamos en un momento histórico en el cual los docentes son acusados de todo lo malo de la sociedad mientras que se les exige, al mismo tiempo, que sean las respuestas a esos males. Estos círculos, alimentados por los fiscalizadores externos, cercenan no sólo la posibilidad de los aportes propiamente pedagógicos a la construcción de la educación inclusiva, sino que hacen que cualquier propuesta en tal sentido pierda eficacia, alcance y sobre todo, legitimidad.
Mel Ainscow plantea que la educación inclusiva tiene tres momentos diferenciables: el acceso, la participación y el logro. Es estrictamente necesario que el aporte docente se haga carne en los dos últimos momentos, fundamentalmente porque las respuestas dadas hasta ahora casi exclusivamente se quedan en la instancia del acceso, por más que supongan que han abarcado las siguientes. Es más, el propio Ainscow y quienes investigan en educación (no sobre educación) ponen de manifiesto que la figura del docente aislado, desde el currículo prescriptivo y encerrado en el mar burocrático, tiene poco margen para la creatividad, al tiempo que el encuentro con otros queda reducido a la práctica catártica, fruto de ese perverso juego de soledad.
La educación inclusiva requiere de un centro en movimiento, de docentes que se encuentran y repiensan sus estrategias, de aulas contextualizadas con sus estudiantes, de saberes que circulen, de una cultura escolar que acompañe la intención educativa, y, fundamentalmente, de las condiciones que permitan la reflexión pedagógica.
Sobran ejemplos para fortalecer la argumentación anterior sobre la necesidad de apostar a la autonomía en la práctica docente como herramienta esencial para favorecer propuestas educativas no excluyentes, para hacer de los esfuerzos de una educación para todas y todos algo posible más allá de los números. Nos falta la voluntad de echar una mirada reflexiva y dar el valor necesario a esos ejemplos, para situarlos en clave política.
Pensar y proponer cambios educativos sin docentes involucrados y comprometidos no es otra cosa que demagogia, porque quedan destinados a colorear ese mar burocrático que hemos construido.
Jorge Méndez es licenciado en Filosofía, especializado en políticas y gestión de la educación.