Esta nota y las precedentes1 constituyen un avance de mi investigación sobre la pasión militante en los tardíos 60 y tempranos 70. Trataré aquí de los acontecimientos que, entre mayo y setiembre de 1968, se saldan con el asesinato de tres estudiantes en las calles de Montevideo.
En marzo de 1967, el Partido Colorado retomaba las riendas del Estado luego de dos períodos consecutivos de gobiernos blancos. El presidente electo, Óscar Gestido, moría súbitamente meses más tarde y asumía su vice, Jorge Pacheco Areco. El ex boxeador protagonizaría una gestión de mano dura cuasi dictatorial: gobierno en base a decretos, clausura de periódicos opositores, ilegalización de partidos, represión desenfrenada, introducción de la tortura en los interrogatorios policiales.
En esos años, el subsidio parcial del transporte colectivo constituía un alivio para decenas de miles de liceales montevideanos, y en especial para los hogares modestos erosionados por la carestía y la inflación, que en 1968 llegó a 180%. A fines de mayo de ese año, la Intendencia de Montevideo anunciaba un aumento en el precio del boleto. Fue la chispa que encendió la pradera seca; en pocos días la marea de protesta estudiantil subía incontenible. Se multiplicaban las asambleas de clase, la movilización ganaba las calles con una masividad inédita. En esas semanas, la Policía recibía la orden de abrir fuego sobre los manifestantes con sus armas de reglamento. Los baleados en los meses siguientes sumaban decenas, a los que se agregaban centenares de estudiantes heridos con sablazos y machetazos.2
En los meses venideros, el número de manifestantes y la virulencia de los enfrentamientos con la Policía subirían sin pausa. Del lado estudiantil, hacían su aparición los cócteles Molotov y los “cortes de fuego” callejeros hechos con cubiertas de automóvil rellenas de estopa o aserrín y rociadas con nafta. Ante el carácter masivo y sostenido de la movilización, las empresas transportistas cedieron temporalmente. Pero el compromiso oficial de mantener el precio del boleto no logró enfriar un clima de protesta y manifestación callejera en plena espiral ascendente. Los liceos seguían ocupados, se sumaban los universitarios, y la nueva consigna era “¡estudiantes a luchar por boleto popular!”.
“Había una especie de frenesí en los estudiantes, basado en la seguridad de estar en lo justo y en la percepción de la iniquidad del gobierno y de la Policía”, escribe un participante de aquellas movilizaciones que años más tarde analiza desde la ciencia social; “se palpaba la impresión de haber adquirido una nueva potencia que ponía en jaque al gobierno, mediante ese estado de movilización extendido e impersonal”.3
En los primeros días de junio se extendió la ola de manifestaciones callejeras y de enfrentamientos con la Policía. En la tarde del jueves 6, una marcha de liceales avanzaba por 18 de Julio desde la Universidad de la República hacia la plaza Independencia. En la calle Minas se detuvo un patrullero; bajaron de él varios policías, desenfundaron sus armas y abrieron fuego sobre los manifestantes. Cinco heridos de bala fueron internados; a uno de ellos se le debió amputar un brazo, otro quedó con un brazo semiparalizado de por vida, y un tercero, que había sido baleado en una pierna, quedaría rengo para siempre. Una semana más tarde, el Poder Ejecutivo decretó las Medidas Prontas de Seguridad (MPS), una modalidad de estado de excepción establecida en el artículo 168 de la nueva Constitución votada dos años antes. Las MPS podían aplicarse “en los casos graves e imprevistos de ataque exterior o conmoción interior”, y autorizaban a encarcelar a cualquier persona por tiempo indeterminado, sin mediar acusación formal ni juicio alguno. En su argumentación se alude a la “perturbación profunda de la paz social y el orden público” resultantes de numerosos conflictos sindicales, en particular la banca oficial y otros empleados públicos.4 La atmósfera de estado de sitio y los métodos policiales expeditivos se instalaron de forma duradera en el país.
El 7 de agosto, el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN) secuestraba al presidente de UTE, Ulysses Pereira Reverbel. Se había destacado desde el gobierno en la persecución a militantes sindicales, por lo que su secuestro constituía en sí mismo una acción propagandística contra el autoritarismo en ascenso. Dos días más tarde, en la madrugada, la Policía allanaba varias facultades sin orden judicial y sin la presencia de autoridades universitarias; pretendían buscar información sobre el secuestro. La presunción del gobierno de Pacheco era obvia: los “subversivos” no podían ser otros que los mismos “revoltosos” al frente de las manifestaciones estudiantiles en todos esos meses. Este grave acto de ilegalidad por parte de un gobierno no tenía precedentes; durante los allanamientos, los oficiales al mando de la operación prohibieron el acceso de las autoridades universitarias. El Consejo Directivo Central de la Universidad de la República denunciaba con vehemencia los hechos, y en las calles se hacía sentir la reacción airada de los estudiantes, que intensificaban los enfrentamientos con la Policía.
Ese mismo día, un culatazo hundía el cráneo de un adolescente de 14 años; no participaba siquiera de manifestación alguna, caminaba solo por Colonia, a pasos de Tristán Narvaja. A 100 metros de allí, frente a la Biblioteca Nacional, una patrulla de Coraceros se ensañaba a golpes con un estudiante tirado en el suelo. Mario Eduardo Toyos, de 17 años, ingresaba al Clínicas en estado de coma con el parietal hundido; había recibido el impacto de una granada lacrimógena. No se trató de un accidente: la prensa opositora denunció que la Policía había sido instruida para apuntar al cuerpo con armas y lanzagases. Numerosos estudiantes heridos de bala eran atendidos en diversos centros de asistencia así como en domicilios particulares.5
Las movilizaciones “relámpago” de los estudiantes universitarios, secundados por los liceales, se sucedían en todo Montevideo. Consistían en una modalidad de manifestación callejera acorde con las nuevas formas de la represión policial; numerosos grupos de estudiantes se concentraban discretamente en ciertos liceos o facultades, y un rato más tarde circulaba de boca en boca el lugar y hora de la concentración, así como la consigna a corear.
Los acontecimientos se precipitaron. El lunes 12 de agosto, una manifestación conjunta de estudiantes de Veterinaria y de Odontología recorrió la avenida Larrañaga (hoy Luis Alberto de Herrera) en dirección a Rivera. Las demandas eran las mismas en todos esos días: más presupuesto para la Universidad y cese del avance autoritario en ciernes. El actual político frenteamplista y presidente del Partido Demócrata Cristiano (PDC), Héctor Lescano, por entonces estudiante de Veterinaria de 20 años, se encontraba allí. Todo sucedió muy rápidamente. La manifestación pasaba frente a la Facultad de Veterinaria, cuando “llega para reprimir lo que llamábamos una ‘chanchita’, un vehículo policial… y eran pocos policías, tres o cuatro”. El oficial Enrique Tegiachi se bajó del vehículo y baleó por la espalda a un manifestante situado a unos cuatro metros de distancia; el proyectil salió por la ingle izquierda, y –se sabría después– le seccionó la arteria femoral. El estudiante abatido empezó a perder sangre a borbotones. Un grupo de compañeros se acercó a socorrerlo; los policías les pidieron documentos, la asistencia al herido se demoró un lapso que sería crítico.
Una anécdota tragicómica da cuenta del componente lúdico que caracterizaba todavía a la protesta estudiantil, en dramático contraste con una represión brutal que se intensificaba día a día. Uno de los manifestantes arrebató la gorra al policía que había disparado su arma; “el gorro de este oficial de policía estuvo colgado varios días después de este episodio en el mástil de la Facultad de Veterinaria donde va la bandera nacional”, relata Lescano.6
El estudiante baleado fue internado de gravedad en el Hospital de Clínicas. Durante la intervención quirúrgica se le hizo un injerto en la arteria seccionada, y debió ser reanimado en dos oportunidades; luego de horas de incertidumbre, el equipo médico informó que se había logrado detener la hemorragia. Pero no pudo evitarse lo peor; el miércoles 14, la noticia de la muerte de Líber Arce recorrió la ciudad. Tenía 28 años, era militante de la Unión de la Juventud Comunista y estaba muy avanzado en la carrera de Mecánico Dental.
Ese día, el Ejecutivo prohibió la difusión de la noticia de su muerte; ya estaba vigente la censura previa a toda comunicación emitida por las autoridades universitarias. Sin embargo, nada impidió que más de 200.000 personas acompañaran al féretro hasta el cementerio del Buceo el jueves 15; sería el acto de repudio más masivo al gobierno de Pacheco. Muchos comercios cerraron, los ómnibus de la empresa estatal AMDET circulaban con una cinta negra en el parabrisas. “Silencio: ha muerto un estudiante”, se leía en una gran cartel colocado al frente de la Universidad.
“La brutal reacción del gobierno de Pacheco fue decisiva para estimular la lucha, proveyéndola de sucesivas motivaciones concretas: protestas contra la represión policial en mayo, contra la declaración de MPS en junio, contra la violación de la autonomía universitaria y la primera muerte de un estudiante en agosto. Estos dos últimos acontecimientos produjeron la conciencia de una ruptura de la paz uruguaya. Con muertos y heridos se derrumbó una imagen de sociedad”.7
Semanas más tarde, la Policía adoptaba una nueva escopeta de cartucho para emplear en las manifestaciones estudiantiles. El 20 de setiembre, abrieron fuego contra los manifestantes en las inmediaciones de la Universidad. Hugo de los Santos, de 19 años, estudiante de Ciencias Económicas, cayó herido de muerte; un perdigón le había dado en el corazón. Susana Pintos, de 27 años, estudiante de la Escuela de la Construcción, también fue baleada; murió horas más tarde en el Hospital de Clínicas. Ambos eran militantes comunistas.8 Un informe del Sindicato Médico del Uruguay da cuenta de la atención a más de 100 estudiantes heridos con perdigones.9 Ese mismo día, el ministro de Cultura, Federico García Capurro, cursaba una nota al rector de la Universidad: “Señor Rector: ante los acontecimientos permanentes y reiterados que tienen aparentemente su origen en los recintos universitarios –y que todo indicaría que siguen siendo utilizados como base de operaciones para la realización de delitos y atentados en la vía pública como el apedreo, el incendio de vehículos y las agresiones a las personas, bienes y comercios– y que, sin lugar a dudas, se utilizan, a pesar de las advertencias reiteradas del Poder Ejecutivo, como refugio de esas fuerzas del desorden para, desde adentro, continuar la acción de violencia hacia el exterior, requiero del señor Rector y de las autoridades de la Universidad la aplicación de medidas que impidan en definitiva la repetición de esos hechos intolerables”.10
El Uruguay liberal, moderado y contemporizador se desvanecía a ojos vistas. Tres años más tarde, Pacheco encomendaría a los militares la “lucha antisubversiva”; era el preanuncio de la larga noche de dictadura abierta.
François Graña es doctor en Ciencias Sociales, investigador y docente de la Facultad de Información y Comunicación de la Universidad de la República.
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Ediciones de la diaria del 24/7/19, 13/6/19, 16/5/19 y 18/5/18. ↩
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Marcha, 27/9/68, página 13. ↩
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Gonzalo Varela Petito (2002). El movimiento estudiantil de 1968. El IAVA, una recapitulación personal. Montevideo: Trilce, p. 72. ↩
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Vania Markarian (2012). El 68 uruguayo: El movimiento estudiantil entre molotovs y música beat. Bernal: Universidad Nacional de Quilmes, p. 41. ↩
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Nota de Guillermo Waksman en Marcha del 15/8/68, p. 10. ↩
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Testimonio recogido de www.youtube.com/watch?v=tl8Tdp4M8Zw ↩
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Gonzalo Varela Petito (1988). De la república liberal al Estado militar. Crisis política en Uruguay 1968-1973. Montevideo: Ediciones del Nuevo Mundo, p. 59. ↩
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Diario El Popular, 22/9/68. ↩
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Testimonio de Jorge Landinelli recogido de www.youtube.com/watch?v=tl8Tdp4M8Zw ↩
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Consejo Directivo Central (1968). Actas de sesiones. Año 1968/2, Acta N° 55, p. 1.247 (mimeo). ↩