No creo que los problemas de la izquierda sean resolubles por la vía exclusiva de la autocrítica. A mi juicio, son más profundos. Ello no significa que la autocrítica sea poco recomendable o estéril. Es necesaria. Por ahí, sin embargo, no se va a llegar al fondo de la cuestión.
De abril a octubre y a la sorpresa de noviembre
A partir de la derrota de octubre comenzaron a aparecer insistentes reclamos de autocrítica (¡incluso la derecha se subió al carro!). Durante un mes, estas demandas fueron opacadas por la formidable “remontada” de noviembre. En tres semanas, los frenteamplistas comunes y corrientes hicieron lo que su fuerza política no supo o pudo hacer en años: sintetizar en la cabeza de los uruguayos los formidables logros de tres gobiernos progresistas (y también admitir errores, desvíos y problemas pendientes). Pero ello fue insuficiente para ganar. Constituyó una proeza política sin par, que dejó en falso a los encuestadores y sobre la cual escribirán los politólogos e historiadores.
También es cierto que era imposible revertir octubre: se podía ganar el gobierno, y en ese caso se deberían enfrentar los problemas del país (incluyendo la soberbia de la derecha) con minoría parlamentaria, es decir, sin capacidad para desplegar el programa elaborado, teniendo que hacer todo el tiempo innumerables concesiones y un uso abundante del veto presidencial a la legislación restauradora que introduciría la derecha (con las consiguientes apelaciones por parte de esta a la democracia directa).
La apertura de las autocríticas
Cuando comenzamos a recorrer el país en abril, pueblo a pueblo, advertimos rápidamente que el Frente Amplio (FA) estaba anclado en 30% del que hablaban las cifras de los encuestadores. Un poco más o un poco menos. Más bien un poco menos. ¿Esta situación era reciente? No, venía de tres o cuatro años.
¿Por qué? Se han ensayado respuestas diversas: errores gubernamentales en 2015, creciente importancia de ciertos problemas económicos en algunos sectores agropecuarios, en otras ramas de la economía y, fundamentalmente, en el mundo del trabajo, en particular en la pequeña empresa; incremento de la inseguridad pública y no trasmisión de las señales pertinentes en relación con lo que estábamos haciendo en ese terreno; desvíos éticos y prácticas políticas reñidas con nuestra historia como izquierda; abandono de la política de alianzas amplias que nos había llevado a construir el “bloque social de los cambios”; desinserción social de la fuerza política; desjerarquización del FA en todos los niveles, errores notorios en la campaña, etcétera. La enumeración se puede ampliar y así se ha hecho en muchos comités de base y en otros lugares.
La autocrítica debe y puede abarcar estos problemas e indicar los caminos para no reiterarlos cuando recuperemos, antes o después, el gobierno nacional. Pero no da cuenta del problema fundamental. Y si no da cuenta de él, estamos condenados a reiterar los problemas. ¿Por qué la derecha pudo matrizar un diagnóstico con más componentes virtuales que reales? Un diagnóstico que los medios de comunicación más importantes, así como los actores empresariales y políticos de la oposición, reprodujeron día y noche, y que, como había calado profundamente en la opinión colectiva (gran parte del electorado de izquierda incluido) las encuestas se encargaron de reflejar y, como consecuencia, de retroalimentar todo el tiempo. Pero todo eso ya lo sabíamos. No nos responde sobre el porqué. Veamos primero ese discurso.
El discurso que matrizó la derecha
¿Qué matrizaron? Que estábamos en seria crisis económica, que éramos no competitivos y que el déficit fiscal, aunado al peso del Estado, desembocaría en un cataclismo colectivo. Que vivíamos una emergencia nacional en seguridad pública, que no sabíamos gestionar, que nuestras ideas se habían agotado, que no éramos creíbles, que no sabíamos mandar, que por qué no lo hacíamos ahora (en referencia a nuestras propuestas para el futuro). Que estábamos contra el agro, contra la clase media, contra la pequeña empresa y contra los soldados. Que adorábamos las dictaduras, que no hay nada mejor que la alternancia de partidos y que la mayoría parlamentaria es un cáncer, etcétera. En la campaña desmontamos todos y cada uno de estos tópicos de la derecha, pero tarde y sin el vigor necesario.
Abandonamos el territorio
¿Cómo fue posible? Fue posible porque abandonamos el territorio, el diálogo directo con los ciudadanos, que es el que permite la escucha y la realización de la síntesis política, la persuasión, la construcción del consenso de las mayorías en torno a las razones y virtudes del proyecto de izquierda. El uso –muy limitado y desigual, por cierto– de los medios de comunicación colectiva, la acción en las redes y el impacto de las propias políticas públicas no compensaban, ni por asomo, la prédica opositora (social, política y cultural). Ayudaron, y mucho, pero no nivelaron la situación ni podían hacerlo las campañas y movilizaciones exitosas de los movimientos sociales: de los trabajadores sindicalizados, por los derechos de la mujer y las minorías discriminadas, por los derechos humanos y el ambiente, por todos los oprimidos.
La agenda de derechos, llevada adelante por los movimientos y las políticas públicas, no produce por sí misma síntesis política. Es más temática que global. Pero requiere la síntesis, entre otras cosas, para diseñar una estrategia capaz de llegar a los sectores culturalmente refractarios a sus propuestas y para enamorar a todos sus partidarios.
La raíz de la estatización de la izquierda
Y ¿por qué abandonamos el territorio? Porque la izquierda se estatizó. Cientos de “cuadros” fueron a parar al Estado (abandonaron sus trabajos y profesiones durante diez o 15 años y quedaron prisioneros de las lógicas y estructuras públicas) y no tuvieron relevo alguno en la fuerza política ni en el territorio. Esto contribuye a explicar, además, los procesos de creciente fragmentación y vaciamiento de las estructuras políticas, y el arrasador predominio de las dinámicas electorales (paradójicamente, cuando más se ha debilitado el complejo partidos-Estado, en el marco de la globalización neoliberal de gran parte del planeta). Como consecuencia, el internismo y el perfilismo pasaron a constituir las dos caras de la misma moneda. Dos formas de la disputa por un lugar en el Estado.
Y ¿por qué se estatizó la izquierda? Porque nunca superó la crisis del socialismo. Se volvió pragmática y se refugió en las políticas públicas. La “izquierda de los derechos” no pudo suplir el atractivo utópico, el afán prometeico, misionero y conquistador, del anticapitalismo y el socialismo. Esto ha sucedido –una vez más, paradójicamente– cuando es más necesario y posible, para la humanidad, plantearse un horizonte alternativo fuerte, debido a que el capitalismo corporativo y neocolonialista (a pesar de los esfuerzos, y a veces ayudado por el capitalismo de Estado del sudeste asiático) jaquea dramáticamente la biósfera, produce una desigualdad abrumadora y creciente (los estudios de Thomas Piketty han resutado irrebatibles), amén de una incertidumbre e insatisfacción devastadoras, y porque la evolución cultural, social, educativa y científico-tecnológica ha puesto en manos de la sociedad civil planetaria herramientas prodigiosas para dar con eficacia la pelea civilizatoria y por el radicalismo democrático.
Otro camino por recorrer
La izquierda no pudo suplir aquel horizonte seductor del anticapitalismo y el socialismo porque la fuerza de sus movimientos sociales no se tradujo aún en un programa común igualmente prometedor (una suma de colores no hace un arcoíris), quedando sus luchas prisioneras de lógicas particulares, ajenas a una estrategia global por los derechos al libre acceso, al goce igualitario de patrimonios comunes en crecimiento (des/privatizados).
Por ahí hay que trabajar. Se puede. Estimo que no se visualiza otro camino para otorgar un sentido audaz y que entusiasme a organizaciones políticas más societarias que estatales y, por consiguiente, capaces de luchar por metas por las cuales valga la pena comprometerse.
Enrique Rubio es senador electo por la Vertiente Artiguista, FA