Durante las últimas décadas nos vanagloriamos de que el modelo de relaciones laborales uruguayo era uno de los mejores de la región, ya que protegía en forma robusta los derechos de los más débiles, los trabajadores. Hasta era mirado con cierta envidia por quienes convivían en modelos donde la actividad sindical resultaba hiperrregulada y restringida. Pero podría sospecharse que esto va quedando atrás. Las propuestas regulatorias del actual gobierno en materia laboral y especialmente en lo relativo a la huelga y sus modalidades parecen remitirnos lentamente a la década del 90, época caracterizada por la fuerte adhesión al dogma neoliberal.

¿Cuál es la razón?

No es una pregunta fácil de responder, más aun considerando que hablar de neoliberalismo es complejo, ya que no se trata simplemente de una ideología, de una forma de gobierno, de una teoría económica, de un paquete de medidas de reajuste o de una fase del capitalismo. Es más que todo eso junto.

La racionalidad neoliberal importa la redefinición de conceptos tales como la democracia, el mercado, y, sobre todo, la libertad. Esta última, atravesada por el pensamiento económico, se construye como una irradiación de la propiedad, por lo que la sociedad es pensada desde lo individual, lo propio. En definitiva, se traslada a cada individuo la responsabilidad absoluta y exclusiva por su propio bienestar económico. Por ello, quienes se afilian a esta ideología conducen su forma de gobierno apuntando a elementos propios del individuo aislado, a la búsqueda del bienestar a través del interés propio, lo que supone desmantelar toda forma de organización y de resistencia colectiva.

En este escenario, la presencia de la organización sindical resulta incómoda, incoherente. Y si bien se reconocen libertades como las de asociación, negociación colectiva o huelga, muchas veces se las limita hasta el punto de vaciarlas de contenido.

Un pequeño ejercicio de memoria puede llevarnos a recordar que los trabajadores de aquellos años 90 estuvieron inmersos en esta lógica, ya que el debilitamiento del movimiento sindical dio lugar a una dramática pérdida de poder de la organización política de los trabajadores. Así, uno de los aspectos centrales fue la falta de convocatoria de los Consejos de Salarios, lo que llevó a que los salarios se negociaran en forma individual. Esto provocó una involución en la protección laboral, teniendo en cuenta la desigualdad de poder existente en la relación de trabajo y la imposibilidad de negociar en pie de igualdad las condiciones de trabajo.

Si bien esto con el tiempo fue modificado y se retomó el impulso y protección a la autonomía colectiva, en la actualidad, conceptos como individuo, empresa, oportunidad e interés volvieron con una fuerza perturbadora, dificultando espacios de confluencia colectiva. Una muestra de ello es la proliferación de planes para el “emprendedor” y la restricción del ejercicio de los derechos de los trabajadores, especialmente de uno que constituye la pieza clave para la construcción de un contrapeso a la subordinación en la que se encuentra el trabajador: la huelga.

Así, por un lado, se promueven métodos de búsqueda de mejores condiciones por medios y mecanismos propios, a merced de una supuesta fuerza individual que no necesita de sindicatos ni organizaciones sociales, una suerte de “empresarización” de uno mismo. Pero esto está permitido para y por algunos.

Y, por otro lado, se reformula la doctrina de los límites constitucionales al derecho de huelga, dando pie a una nueva forma de concebir este derecho, mucho más acotada respecto de su concepción histórica, lo que da como resultado la reducción de los estándares de protección y del poder colectivo sindical. En este aspecto vamos a detenernos.

La huelga se encuentra reconocida en la Constitución uruguaya como un derecho de la más alta jerarquía desde 1934, y como consecuencia de ello, ha gozado históricamente de un amplio margen de expresión. Sin perjuicio de ello, la ley de urgente consideración (LUC), en su artículo 392, propone una limitación al alcance de este derecho, al señalar que el “Estado garantizará el ejercicio pacífico del derecho de huelga”, es decir que se deja fuera del margen de la legalidad a aquellas acciones que no resulten ser calificadas de “pacíficas”.

Las propuestas regulatorias del actual gobierno en materia laboral y especialmente en lo relativo a la huelga y sus modalidades parecen remitirnos lentamente a la década del 90.

Tenemos aquí una gran contradicción. Mientras la propia Constitución pone en manos de los trabajadores un mecanismo de presión eficaz (entendiendo por eficacia consecuencias en forma de perjuicios para el empleador) para la defensa de sus intereses, la referida ley lo neutraliza. ¿Cómo? Exigiéndole a un derecho esencialmente conflictivo –como es la huelga– el elemento pacífico en su ejercicio.

Pero además, no se define qué se entiende por tal. En efecto, ¿cuál es la medida exacta en la que puede comenzar a utilizarse la palabra “pacífico” para determinar la legalidad de la huelga? Esta pregunta carece de respuesta en la propia normativa, e incluso a la luz del propio significado de la palabra.

Esta restricción impacta directamente en el alcance del fenómeno huelguístico, ya que ello supone una pérdida de eficacia de la medida, y se impone como un límite a la función propia que tiene como instrumento de igualdad y libertad de los trabajadores en un contexto desigual como es el de la relación de trabajo. En definitiva, una huelga ineficaz es, en sí misma, un contrasentido.

Aun así, esto no fue suficiente, y en este camino de restringir la acción colectiva de los trabajadores se dio un paso más al promover la limitación de una modalidad de huelga que en Uruguay goza de legitimidad como medida de presión de los trabajadores: la ocupación.

Así, por decreto se establece que en aquellos casos en los cuales la modalidad elegida por los trabajadores sea la de ocupación, el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social podrá intimar la desocupación (bajo apercibimiento del uso de la fuerza pública) y en caso de que ello no se cumpla, solicitar el desalojo inmediato.

Considerando que la modalidad de ocupación es parte del derecho de huelga, ¿resulta justificada la restricción que propone la norma? La respuesta es negativa. El fundamento no parece ser otro que evitar las modalidades más nocivas para los fines empresariales, ya que los argumentos no resultan ser suficientes para justificar la restricción que el derecho constitucional de huelga debe soportar.

Así, se señala que actualmente existe un tratamiento desigual ante este fenómeno, ya que mientras en el ámbito público estas medidas de huelga pueden dar lugar al desalojo, en el caso de los establecimientos privados, no. ¿Cuál es la solución que se adopta? Igualar hacia abajo, es decir, intimar la desocupación inmediata y el posterior desalojo en caso de persistir.

Pero, además, refiere a que existen otros derechos involucrados que deben respetarse: el de los no huelguistas a acceder y trabajar en los respectivos establecimientos y el derecho de la dirección de las empresas a ingresar a las instalaciones. La razón de fondo que se alega para sostener esta premisa cae en un simple argumento de autoridad, al afirmar que esto es lo que ha señalado la Organización Internacional del Trabajo a través de sus órganos, sin realizar un mínimo ejercicio de discernimiento, dejando a un lado la rica praxis uruguaya vinculada al fenómeno huelguístico y la interpretación extensiva que se ha hecho históricamente del derecho de huelga a partir del texto constitucional, considerando a la ocupación una parte de esta y por tanto merecedora de protección.

No debemos olvidar que la Constitución está llamada a garantizar la apertura de los derechos que resultan contenidos en ella, no a cerrarlos (o acotarlos) a través de argumentos de autoridad, como aquí se pretende.

Pero lo más cuestionable es la forma en que se resuelve esta confluencia de derechos –huelga, propiedad y trabajo–, ya que en forma genérica se determina una prevalencia del derecho de propiedad del empleador y el derecho al trabajo del no huelguista por sobre la huelga. En un claro guiño a la racionalidad neoliberal, el derecho colectivo, de protesta, es el que cede. Bajo esta lógica –y a modo de ejemplo–, el daño que sufre el empresario al no percibir la prestación de servicios por motivo de la ocupación es más relevante que el equivalente daño que sufren los trabajadores que no perciben su salario y deciden adoptar esta medida de acción.

Que deben existir restricciones a un ejercicio desenfrenado del derecho de huelga seguramente nadie lo ponga en duda. En la huelga no está todo permitido, pero no existe una jerarquía absoluta entre los derechos aquí involucrados que permita determinar la prevalencia de unos sobre otros en forma general y abstracta. En consecuencia, ante un caso de colisión de varios derechos, para determinar cuál de ellos debe prevalecer, se debe atender al caso concreto y resolver en función a criterios de proporcionalidad.

Estos intentos por neutralizar los efectos de la huelga, la prohibición de las modalidades más disruptivas y los proyectos que aún esperan en el Parlamento (algunos proponen la reglamentación de la organización sindical), además de desconocer una tradición en términos de abstencionismo normativo en esta materia, no hacen otra cosa que evitar el equilibrio en las relaciones de trabajo, a través de la eliminación del elemento colectivo. Por todo ello, de a poco se disipan las dudas y más son las certezas de que vamos camino a dejar atrás el modelo robusto de relaciones laborales colectivas que caracterizó a Uruguay en las últimas décadas.

Andrea Rodríguez Yaben es abogada y magíster en Derecho del Trabajo y Seguridad Social.