El 19 de octubre se conoció el resultado de las primeras auditorías, tan largamente anunciadas por el gobierno durante la campaña electoral.

Las auditorías son una herramienta de suma utilidad para las organizaciones, ya que contribuyen a la transparencia, la eficiencia y la mejora de la gestión. Verifican los sistemas de control y permiten evaluar vulnerabilidades, amenazas y riesgos para tomar decisiones oportunas, que impidan la materialización de esas amenazas y riesgos. Pueden llegar a detectar también irregularidades en la gestión y en el manejo de los dineros públicos, lo que es bueno y saludable, contra lo que ninguna institución, administración ni partido político está vacunado. Si en un futuro se hallan, seremos implacables frente a cualquier práctica de uso desviado de los recursos públicos e intervendrá la Justicia, como debe ser, siempre que la situación lo requiera.

Las auditorías no son una novedad de este gobierno ni tampoco del Frente Amplio (FA). Nuestro país tiene una larguísima tradición en materia de control de la actividad de los organismos públicos, que se remonta a 1915, cuando se creó la Inspección General de Hacienda, que luego pasó a denominarse Auditoría Interna de la Nación.

La institucionalización del control interno es histórica. Ha ido ampliando el ámbito de competencia, alcanzando en la actualidad a todos los órganos y reparticiones comprendidos dentro de la persona pública Estado, personas de derecho público no estatal, así como a los entes autónomos y servicios descentralizados comprendidos en el artículo 220 de la Constitución, sin perjuicio de las autonomías reconocidas constitucionalmente.

Hay historiadores que sitúan sus raíces más remotas en el control de los registros del pueblo sumerio, miles de años antes de Cristo. En síntesis, han cumplido históricamente con la función de revisar, identificar riesgos y ayudar a mejorar la gestión.

En la conferencia de prensa convocada por el gobierno, la ministra de Economía y Finanzas, Azucena Arbeleche, exhibió los resultados de las auditorías llevadas adelante en organismos nacionales. Estos 12 informes “corresponden a los años 2018 y 2019” en los siguientes organismos: Instituto Nacional del Cooperativismo, Dirección Nacional de Vivienda, Fondo Nacional de Recursos, Agencia Nacional de Investigación e Innovación, Uruguay XXI, Instituto de Regulación y Control del Cannabis (Ircca), Centro Uruguayo de Imagenología Molecular, Unidad Centralizada de Adquisiciones, Dirección Nacional de Loterías y Quinielas, Dirección General de la Granja, Dirección General de Secretaría-Oficina de Víctimas del Terrorismo de Estado y Dirección Nacional de Migración.

Según la publicación oficial, “los documentos demuestran que hubo desidia, falta de previsión, descuidos y poco apego al buen manejo de los dineros públicos”. La ministra concluyó que “hubo quienes se apartaron de la buena administración que uno haría en su casa con su plata”. Resulta por lo menos llamativo, novedoso y hasta preocupante, que las palabras de la ministra se centren en realizar adjetivaciones y calificaciones que ponen bajo sospecha, en forma generalizada, a los organismos involucrados y sus funcionarios. Es curioso, también, que esta conferencia ocurra en medio del debate presupuestal en el Parlamento; dicho sea de paso, nos atropellan las imágenes de “desidia y poco apego” cuando estudiamos los recursos para algunas políticas públicas.

Sin embargo, al ingresar en cada una de las auditorías, se ve que todos esos anuncios finalizan inexplicablemente en conclusiones de rutina, oportunidades de mejora, observaciones de contenido que hacen más a la política de conducción que a hipotéticas irregularidades intencionales.

Convertir una labor rutinaria administrativa en una operación político-partidaria tiene una primera consecuencia nefasta: desvirtuar la naturaleza y los cometidos de las auditorías.

La auditoría del Ircca, para citar un ejemplo, concluye que “las acciones llevadas adelante a efectos de mitigar los riesgos a los cuales se encuentra expuesto el Organismo no han sido suficientes, de un total de 14 recomendaciones realizadas 8 no fueron implementadas, 3 fueron implementadas parcialmente y 3 se implementaron en su totalidad”; en la que se hace a la Dirección de Loterías y Quinielas, el punto es si hay un menor volumen de aciertos sin cobrar.

Sorprende que una tarea esencialmente técnica, de carácter permanente, incorporada a la administración pública uruguaya a inicios del siglo XX, inspire por parte de la señora ministra auténticas valoraciones cargadas de adjetivaciones, apriorismos y suspicacias que, en última instancia, ponen en entredicho la credibilidad en las instituciones públicas.

El actual gobierno hizo campaña prometiendo inventar la rueda. Los años del FA en el gobierno, lejos de discontinuar los contralores, fortalecieron la actuación de las auditorías. En el período 2010-2020 se realizaron 161 auditorías en decenas de organismos públicos, además de aplicarse los otros procedimientos e instituciones de contralor específico, como el Tribunal de Cuentas.

En los 12 informes presentados en la conferencia de prensa no hay un solo hallazgo de faltante de dinero, por lo cual sorprende, aún más, la pirotecnia mediática desplegada.

Convertir una labor rutinaria administrativa en una operación político-partidaria tiene una primera consecuencia nefasta: desvirtuar la naturaleza y los cometidos de las auditorías. Una tarea esencialmente técnica, devenida instrumento de ataque político.

Si alguna duda quedara de que esto es tristemente así, el propio presidente salió al ruedo, instando a cada organismo a realizar investigaciones administrativas y presentar denuncias “antes de fin de año”.

Denunciar al barrer, generalizar e instalar el ruido de que “algo habrá” hace daño, mucho daño. Se tergiversa la herramienta; se carga a los técnicos auditores con la perentoriedad de hallar lo que exista y lo que no. Instala en el imaginario la lógica de la caza de brujas, que huelga describir cuán destructiva puede llegar a ser.

Hay pocas cosas más peligrosas en política que cuando los medios devienen un fin en sí mismo.

Finalmente, resulta peligroso en el largo plazo el descrédito de la ciudadanía en las instituciones, en la “cosa pública”. Colocar bajo sospecha “lo público” significa debilitar al Estado y las acciones que este desarrolla. La desvalorización de las instituciones aleja al ciudadano, daña la calidad democrática y la legitimidad de la política como medio para transformar la vida de las personas.

Ojalá la actual administración dé por finalizada la campaña electoral y trascienda esta forma de hacer política, que tiene más de La silla del águila, de Carlos Fuentes, en aquello de “crear ilusiones absolutas y realidades relativas”, que de la inmensa responsabilidad nacional que la ciudadanía le ha otorgado.

Laura Fernández y Viviana Repetto son integrantes de Fuerza Renovadora, Frente Amplio.