El concepto de grieta (acuñado por un periodista argentino en 1987), además de prestado, es binario, quiebra y casi siempre señala con el dedo a quienes la advierten. Es mucho más sencillo eso que buscar a aquellos que –por acción u omisión– contribuyen a instalarla.

Por eso, mientras la lógica divisoria siga campeando, sólo queda reflexionar en voz alta, e ir plantando pilares donde erigir los puentes.

A Uruguay lo ayudan muy poco el aliento de barrabrava, las bravuconadas y las provocaciones. Todas, vengan de donde vengan, pero mucho más si vienen del Estado.

Veamos dos ejemplos que preocupan y duelen.

El primero: la bocanada restauradora llegó al sistema político nacional de la mano de parte de la corporación militar peor entendida. Juega ese juego. En ese marco se inscriben los agravios, las falsedades y las amenazas. Estas actitudes reiteradas dañan. Pero daña también la lectura apurada y maniquea que amontona en la vereda de enfrente a “los militares”.

La inmensa mayoría de los militares uruguayos son de extracción humilde, vienen del Uruguay profundo. Según el reciente censo de viviendas, aun después de la sensible mejora salarial de los últimos gobiernos, 10% del personal de las Fuerzas Armadas vive en asentamientos. Casi 2.000 efectivos viven en unidades militares. Unos 7.700 efectivos sólo acceden a la vivienda de un familiar, o a una vivienda cedida o prestada. Mientras en la población en general 20% tiene una necesidad básica insatisfecha, en el personal de las Fuerzas Armadas la cifra sube a 32%. Los militares comparten la clase trabajadora que integramos la inmensa mayoría de uruguayas y uruguayos. Esa que se define bien sencillo: si no trabaja, no vive.

El arrebato restaurador promueve, igual que el relato de bandos y demonios, la descalificación a Madres y Familiares, la nostalgia de la impunidad, la sospecha –cuando no la atribución de intencionalidades– del Poder Judicial, la Fiscalía o la Institución Nacional de Derechos Humanos.

Pero destruye también la reacción que empaqueta y etiqueta. Esa que no distingue a la tropa, los militares demócratas, las nuevas generaciones del resabio más ruin del pasado reciente. Esta reacción también destruye. No clava la cuña, pero la hunde. Aleja las orillas.

En segundo lugar, desde el gobierno, antes aun, desde la campaña electoral, se insiste en el discurso anti “pichi”, que tiene mucho de antipobre y antijoven. Ese camino conduce inequívocamente a la manija confrontativa y, de su mano, al odio. Cuando el Estado atendió mínimamente las necesidades esenciales de los más vulnerados, esa misma manija se atribuyó el derecho de juzgar el gasto de los más pobres, mentir y además viralizarlo.1 Cantaba maravillosamente la murga Metele que son Pasteles: “tiene el pobre derecho a gastar / sólo en cosas de pobre”. ¿Puede haber acto más violento que meterse en la bolsa del almacén de alguien?

La respuesta violenta continuó en la ley de urgente consideración, en la retahíla diaria de la (in)seguridad, en el relato oficial desparramado como combustible por el pasto seco.

En el grito, el miedo y la mano dura no se da frutos ni se florece. Nunca. Pero es imperdonable cuando se empuña por parte del Estado. La responsabilidad de los gobernantes es superlativa y no le caben las declaraciones de hinchada. Todo lo contrario. “Apaga” el fuego con aquel combustible.

El relato oficial ha reinterpretado los problemas sociales para presentarlos como problemas policiales. Ha estimulado la inflación punitiva. Nos quiere convencer de la tramposa oposición libertad/seguridad, sacrificando la primera en aras de la segunda. El orden se subvierte, y en el camino quedan las garantías.

La división insalvable no sirve a casi nadie. No sirve al gobierno, aunque él la aliente. No sirve a la izquierda, si nos proponemos volver a ser gobierno. Y menos que a nadie le sirve a la gente.

Si algo faltaba para la tormenta, reverdeció el discurso antijoven. A la culpabilización por porte de cara o de pobreza se suma la estigmatización por porte de edad (poca). Los jóvenes amenazan cuando manifiestan, cuando se reúnen. O ni eso. Amenazan cuando capaz que se juntan o capaz que se aglomeran.

Pero que nadie rehúya de responsabilidades. A cada uno las que le quepan. Hay responsabilidad también en algunas respuestas. La reacción de aislar a la Policía, señalarla con el dedo y despreciarla es otro modo de abrir los labios de la herida.

La Policía es asalariada, en su infinita mayoría es digna y dedicada. Son pueblo como el pueblo que reclama sus derechos y exhibe sus angustias. Agitar otra lectura es inmaduro y, sobre todo, peligroso.

De la fractura inconciliable no se vuelve. Latinoamérica se desangra en ejemplos.

Si un día que pocos quieren triunfa el extremismo y nos atrincheramos, la enorme mayoría seremos rehenes de un mediocampo inexistente. Será el día en que el fin justifique los miedos.

A pesar de las portadas y las embestidas, creo que estamos muy a tiempo. A las fuerzas progresistas les cabe la enorme responsabilidad de instalar el relato reconciliador, zurcir y –con paciencia de cirujano plástico– aplicar la cinta de aproximación. No hay más. Con las herramientas que contemos, haciendo cada uno su parte, como el picaflor. No importa si es en el paraíso o en una maceta, lo que cuenta es sembrar.

Nuestra aldea (esa del tamaño del mundo, la de Saramago) es plural y es compleja. El esfuerzo mayor es denunciar, dar batalla, defender las conquistas; sin subestimar el involucramiento de los más y la gestión de las diferencias. Precisamente esta es la esencia de nuestras democracias.

La única visión superadora del antagonismo es la política, la ética gramsciana de la responsabilidad. No hay espacio para la indiferencia. Construir esa representación se hace imprescindible.

La división insalvable no sirve a casi nadie. No sirve al gobierno, aunque él la aliente. No sirve a la izquierda, si nos proponemos volver a ser gobierno. Y menos que a nadie le sirve a la gente.

Del odio no se vuelve.

Laura Fernández es abogada e integrante de Fuerza Renovadora, Frente Amplio.


  1. En la Comisión de Presupuesto del Senado, el ministro de Desarrollo Social, Pablo Bartol, informó que la tarjeta Uruguay Social se utiliza de esta manera: 79% en alimentación, 10% en artículos de limpieza y el resto en otros rubros.