Desde la llegada al mundo occidental del coronavirus, hemos leído, escuchado y comentado una diversidad de vaticinios y pronósticos sobre el mundo que emergerá de esta pandemia. Las estadísticas que se repiten con cada vez más frecuencia pasan de las cifras de personas infectadas y muertas al desastre económico y social que se está instalando. Los números “duros” de la economía muestran los millones de trabajadores y trabajadoras que perdieron o perderán su trabajo, la tragedia de quienes aun trabajando lo hacían o hacen en condiciones de extrema precariedad, sin un sistema de protección social que los contenga, los sectores económicos que serán crecientemente afectados y el cierre en dominó de muchas empresas, gran parte de ellas pequeñas y medianas.

Por ahí también se escuchan anuncios “por la positiva” que ponen el énfasis en cómo la crisis es una oportunidad para el cambio. Pero si observamos las respuestas que algunos gobiernos ‒incluido el uruguayo‒ y las empresas están dando a la crisis, es posible entender que la orientación de las propuestas y respuestas que se ponen sobre la mesa es dar prioridad al capital por sobre la vida y los derechos de la clase trabajadora. Por su parte, las clases populares y sus organizaciones sociales sí plantean un cambio estructural centrado en la sustentabilidad de la vida, la realización de derechos, la importancia de los cuidados, la provisión de servicios públicos, la redistribución de la riqueza y la justicia fiscal. En esencia proponen recuperar el papel del Estado y detener cualquier intento de reducción de este, así como detener una imposición de políticas de ajuste y austeridad.

Lo que la pandemia ha dejado más explícito es la precariedad de la vida cuando se impone la doctrina neoliberal, así como los impactos nefastos de las políticas públicas privatizadoras y excluyentes. Es decir, la incapacidad del sistema capitalista patriarcal y de las respuestas políticas neoliberales para sostener la vida, los cuidados, el trabajo digno y la relación armoniosa con la naturaleza. La pandemia de covid-19 deja aún más en evidencia el desprecio del capital por la vida de las personas, al someter el derecho a la salud a las reglas del mercado. Ningún sistema sanitario está preparado para que toda su población enferme al mismo tiempo. Cierto. Pero es aún más cierto que las principales razones por las que los sistemas colapsan están fuertemente relacionadas con la falta de accesibilidad y la inequidad del sistema, no sólo con la saturación por alta demanda. La conversión del derecho a la salud en mercancía es uno de los resultados incontrastables del neoliberalismo, no sólo en el mundo en desarrollo, sino también en el desarrollado. Para muestra basta ver la dramática realidad de Estados Unidos, Italia o Reino Unido. La desigualdad que reproduce el sistema capitalista sigue siendo la gran responsable de las amenazas que se ciernen sobre la vida de las personas.

Esta pandemia ha demostrado también quiénes son y serán las y los que pagarán la crisis sanitaria, económica y social. La Organización Internacional del Trabajo estimó en su optimista proyección inicial (marzo de 2020) que la cifra de desempleados a nivel mundial podría llegar a los 25 millones de personas.1 Las/os principales afectadas/os en general son, como siempre, quienes más sufren las injusticias y los sistemas de opresión de clase, patriarcal y racista: personas trabajadoras en condiciones de informalidad, cuentapropistas, monotributistas, independientes, de economías de plataformas, trabajadoras domésticas. Las respuestas de gran parte de los gobiernos y empresas se concentraron en poner el lucro por encima de la vida, la mercancía por encima de los derechos.

En Chile se aprobó una ley de falsa protección al empleo que habilita a las empresas a suspender el pago de salario de trabajadores/as durante el periodo de crisis, sin diferenciar entre pequeñas y medianas empresas. Así, empresas transnacionales del sistema agroalimentario del porte de Starbucks o Burger King se acogieron a la ley y suspendieron el contrato de aproximadamente 4.000 trabajadores/as. El presidente chileno, Sebastián Piñera, ofreció una norma a la medida del capital transnacional y este no dudó un segundo en tomarla. El precio del café más barato de Starbucks es más alto que lo que se le paga por hora a un/a trabajador/a de la empresa. En Brasil, el gobierno de Jair Bolsonaro habilitó una ley que borra de un plumazo la negociación colectiva, permitiendo que empleadores/as y trabajadores/as negocien rebajas salariales a cambio de la estabilidad del trabajo (estabilidad siempre en duda). Se estima que más de un millón de trabajadores/as ya accedió a esta negociación por fuera de la organización sindical.

Quedarse en casa pero no en silencio pasa a ser una responsabilidad fundamental, para poner bajo el escrutinio público las políticas que se imponen e intentarán imponer en nombre de las crisis.

El capitalismo también ha dejado toneladas de evidencia de cómo su desembarco en los territorios atenta contra el medioambiente y la justicia social, y de que la relación con la naturaleza que nos impone está basada en la extracción, la depredación y el acaparamiento. La problemática de la injusticia ambiental y de la degradación de nuestros territorios no se resolverá poscrisis si no se priorizan los derechos de nuestros pueblos. Es altamente probable que el capital expanda su dominio sobre los territorios, ajustando a la baja la normativa de protección ambiental. A pesar de que sobrevuelan los análisis entusiastas que muestran como algo positivo la drástica baja de las emisiones de gases de efecto invernadero, producto del parate económico, este no es un escenario de ganancia para la justicia ambiental. Estos análisis que simplifican la complejidad de la crisis climática aportan argumentos elitistas que no consideran la justicia social, de género o económica.

La opción de “salir” de estas crisis con más neoliberalismo es una amenaza inminente en nuestro país y el continente. Las respuestas autoritarias y represivas lamentablemente parecen no sólo ser una seria amenaza, sino una realidad que hiere profundamente la democracia y los derechos. Y la derecha avanzará. Basta con mirar nuestro país para entender el gran avance que en poco tiempo han tenido las políticas regresivas. Este avance es significativo incluso sin considerar las medidas del principal proyecto de ajuste del gobierno: la ley de urgente consideración, que este jueves 23 será enviada al Parlamento. El gobierno insiste en presionar para aprobar medidas antipopulares utilizando mecanismos y plazos, amenazando los principios de la democracia. En una de las agendas más invisibilizadas de Uruguay –la política internacional– el gobierno viene avanzando en un cambio de timón extremo que provocó la salida del país de Telesur, del Banco del Sur, de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), en un fuerte alineamiento con la política del gobierno de Estados Unidos, incluso en su ataque constante contra el pueblo de Venezuela.

La disputa será enorme. La realidad de Uruguay es poco prometedora. Uno de los desafíos para los sectores populares, movimientos y organizaciones sociales será cómo identificar y visibilizar los denominadores comunes que existen entre el mundo antes y después de la expansión de la pandemia del coronavirus. En esta disputa no habrá manera de evitar hablar de capitalismo.

El campo popular uruguayo está intentando visibilizar a los y las grandes perdedores al tiempo que hace honor a su tradición histórica de construcción de unidad y solidaridad, apoyando iniciativas como las ollas populares. Además, mostrando su capacidad propositiva, la Intersocial conformada por diversas organizaciones y movimientos populares uruguayos sostiene desde el 23 de marzo una propuesta de plataforma de 12 puntos para atender estas crisis. La disputa de sentido y de narrativa implica reflexionar sobre política y políticas. La respuesta de la Intersocial pone el foco y el acento en las necesidades populares, con propuestas diversas y convocando a la participación y el diálogo nacional.

Entender esto será fundamental para construir una respuesta colectiva y popular. El campo popular uruguayo está hoy poniéndose al hombro la tarea de construir la solidaridad, la movilización y la resistencia en tiempos en que las calles no son nuestras e intentan silenciarnos. Quedarse en casa pero no en silencio pasa a ser una responsabilidad fundamental, para poner bajo el escrutinio público las políticas que se imponen e intentarán imponer en nombre de las crisis. Los movimientos y organizaciones sociales debemos continuar construyendo unidad y solidaridad, y al mismo tiempo disputar la arena política para defender una democracia verdadera que implique justicia social, ambiental, económica y de género. Lo que se defina hoy puede poner en riesgo nuestro futuro.

Natalia Carrau es integrante de Redes-Amigos de la Tierra Uruguay.