“En el barrio todos los pibitos andan con uno; los ahogan y después se pueden usar tranqui”. Así me contestó un hombre tras advertirle que no iba a poder andar en el monopatín sin antes desbloquearlo desde el celular.

Ingenuo de mí. Obviamente, el tipo ya manejaba esa información y simplemente se divertía maltratando el objeto.

Me cuesta un poco creer que “ahogarlos” sea un método efectivo para desbloquearlos, pero, sea cual sea el caso, en la esquina de la facultad no había ningún lugar como para realizar la aparatosa maniobra. Así entonces, el hombre se peleó un rato más con las ruedas trabadas y luego cargó el monopatín al hombro para desaparecer en la oscuridad del Parque Rodó. A lo lejos las luces verdes del aparato se prendían y apagaban lentamente, como la respiración de una presa moribunda al hombro de su cazador.

Los monopatines eléctricos llegaron a Montevideo hace un año y medio. El primer grupo impulsor de la “micromovilidad” en nuestro país fue Mono, un proyecto nacional que terminó por aliarse con la mexicana Grin; esta fue la primera marca que todos vimos en las calles.

Algunos meses más tarde se sumaron 300 monopatines más de la empresa estadounidense Lime. Los recién llegados, más robustos, hacían sonar una insistente alarma cuando alguien los intentaba mover sin desbloquearlos.

Para ese entonces, la demanda no parecía ser mucha. Los principales usuarios eran adolescentes atraídos por la novedad, mientras que la rambla y los shoppings eran las zonas preferidas. Dos señales de que los monopatines nunca dejaron de ser vistos como una atracción. En cuanto a su uso como medio de transporte regular, las empresas no parecían poder competir con el precio del boleto y, lo que es mucho más fuerte, la costumbre.

Algunos meses más tarde, cuando la prensa ya había dejado de publicar sobre los scooters y la Intendencia de Montevideo tenía pronto un marco regulatorio, llegó una tercera compañía: Movo, de Cabify. Esta última pasó casi desapercibida, no hizo campaña y su flota era más reducida.

La introducción de los monopatines supuso grandes retos, no por tratarse de un servicio nuevo, sino por ser una modalidad nueva de consumo.

Las tres empresas sumaron un total aproximado de 700 monopatines en la ciudad antes de irse por completo en menos de un año y medio. ¿Qué pasó entre tanto?

Durante esos meses de funcionamiento, las empresas se enfrentaron a algunas dificultades. Más allá de la realidad financiera de cada una, que desconozco, la introducción de los monopatines supuso grandes retos, no por tratarse de un servicio nuevo, sino por ser una modalidad nueva de consumo.

Por un lado, los emprendedores se las vieron con el “deber ser” y aparecieron los problemas relativos a la legislación, que siempre es necesaria pero que, conforme avanza el mundo, cada vez corre de más atrás a los hechos. Por otra parte estuvieron los problemas ligados al “ser”, es decir, a la civilidad efectiva. Con esto me refiero a los monopatines desguazados, “ahogados” y a los publicados en Mercado Libre. Hablo de los daños que estos aparatos sufrieron porque sí, porque se sentían más ajenos que propios.

Creo que como montevideanos no fuimos capaces de apropiarnos de la tecnología del modo en que nos hubiese sido más beneficioso. Más allá de los monopatines rotos, el problema de fondo es la respuesta que damos como sociedad a proyectos innovadores que apuestan por un diseño económico más sustentable y un uso social más inteligente de la riqueza.

¿Cuántos problemas podrían resolverse de manera más eficiente si estos proyectos que difuminan la línea entre uso público y privado no tuviesen que contemplar “el daño porque sí”? ¿A cuántas soluciones mucho más eficientes accedería la ciudadanía si cuidásemos como propias las herramientas de uso público? ¿Hasta cuándo no vamos a poder hacer un uso social de tecnología (que ya existe) sólo porque es más fácil de romper que un banco de hormigón? Para contestar esas preguntas aún nos queda mucho que cambiar, tanto desde el ser como desde la legislación.

Sigo creyendo, igualmente, que los monopatines fueron el primer envión de un cambio inevitable. Un cambio hacia un modelo de consumo más eficiente y cómodo. Un modelo que esquiva los inconvenientes de ser propietario y amortiza, entre todos los usuarios, aquellos costos inevitables.

Este camino ya ha empezado a recorrerse y, por más monopatines ahogados que haya habido, es imposible desandarlo. A nadie se le ocurre, por ejemplo, abandonar el sistema social de recolección de basura en contenedores porque algunos de ellos son incendiados.

Los últimos monopatines se retiraron de circulación a comienzos de este año. Quizá el proyecto no haya sido viable en nuestra ciudad, o en ese momento. Incluso de haberlo sido la pandemia hubiese presentado nuevas dificultades. Así y todo, el camino hacia modelos más sostenibles y mediados por la tecnología se vislumbra cada día más claro e inevitable.

Para fines de agosto, la Intendencia de Montevideo planea instalar en la rambla de Kibón la primera estación inteligente de la ciudad. Se trata de un proyecto piloto que contará con servicios electrónicos, como un puerto de carga para celulares, wifi gratuito y pantallas táctiles para consultar información. También incluirá dispensadores de agua y estaciones de reparación de bicicletas.

Al igual que los monopatines, estas herramientas que estarán al aire libre pueden destrozarse con un poco de esfuerzo si se quiere. Respecto de su vigilancia, desde el Departamento de Desarrollo Sostenible e Inteligente de la intendencia informaron que se instalarán cámaras para monitorear el uso y evaluar “la apropiación del espacio”. De tener buen resultado y no sufrir vandalizaciones, el proyecto será replicado en otros puntos de la ciudad.

Más allá de lo efectiva que pueda resultar la videovigilancia aplicada a impedir el destrozo de la propia tecnología, cabe replantearnos qué causas de fondo nos impiden abandonar los rudimentarios bienes públicos de fierro y hormigón.

Insisto, una vez más, en la necesidad ciudadana de brindar la mejor recepción posible a quienes se esfuerzan por sacar la tecnología a la calle y buscan integrarla en la vida pública, ya sea a través de iniciativas públicas o privadas. Pero, sobre todo, llamo a notar cómo los conflictos respecto de su uso y cuidado social no hacen más que develar el problema que subyace: la integración de los sectores que quedan excluidos del uso de estas tecnologías.

Preguntémonos por último si es que en una misma sociedad pueden convivir marginalidad y monopatines inteligentes.

Nicolás Alé es periodista y estudiante de la Facultad de Información y Comunicación de la Universidad de la República.