“La culpa es de los jóvenes”, sentenció uno de los comensales de nuestro reducido almuerzo familiar de bienvenida al 2021. Milésimas de segundo antes de forzar una sonrisa en respuesta a la ironía, otro pensamiento me atajó: “Quieto, lo dice en serio. Esto se va a poner feo”.

Comenzábamos el año con honores a un ritual más viejo que el agujero del mate: culpabilizar a adolescentes y jóvenes por los problemas del mundo adulto. A la fecha, ninguna de las cepas uruguayas de centennials, millennials o baby boomers se ha salvado de la condena de sus padres y abuelos.

La penúltima gran ofensiva sobre la juventud naufragó en las urnas de aquel lejano 2014. Ya desde principios del siglo pasado la prensa acusaba a las bandas infanto-juveniles como motor del insostenible flagelo de la inseguridad pública. Desde el retorno a la democracia se acumulaban 16 intentos legislativos para bajar la edad de imputabilidad penal. El último bastardo de esta cíclica cruzada punitivista vio luz con la ley de urgente consideración, que aumenta las penas de encierro para adolescentes. La tradición de expiarse en la juventud parece no tener aforo; donde entra inseguridad, cabe pandemia.

“Errar es humano, pero echarle la culpa a otro es más humano todavía”, advirtió hace cuatro siglos el español Baltasar Gracián en un verso hoy popularizado por Les Luthiers. La tradición del “chivo expiatorio” parecería venir desde los tiempos del Antiguo Testamento, cuando el pueblo judío sacrificaba una cabra joven para purificar sus culpas ante Dios.

Los cristianos mantuvieron esta costumbre pero focalizada en el sacrificio del propio Jesús, el “cordero de Dios” que cargó sobre sus hombros el pecado del mundo. La expresión “cabeza de turco” también es herencia de la iglesia. En época de las Cruzadas, los cráneos de los turcos asesinados eran empalados y mostrados como los verdaderos responsables por las consecuencias de la guerra.

Más aún, milenios atrás, tanto en Siria como en la antigua Grecia existía una práctica similar: se sacrificaban animales e incluso personas ante circunstancias extraordinarias como hambrunas, sequías o –mirá vos– plagas. Los griegos denominaban a este ritual pharmakos, raíz etimológica de la farmacia y la medicina modernas. A falta de vacunas, terminamos –sin querer queriendo– echando mano al botiquín de la abuela.

“Tiempos especiales requieren héroes especiales”

Desde la primera ola de la pandemia, la mayoría de los países del viejo mundo no vacilaron en mirar de reojo a sus veinteañeros. El Foro Europeo de la Juventud y la TUC, principal central sindical británica, acusaron a sus gobiernos de usar a la juventud como chivo expiatorio ante la disparada de contagios.

“Nuestros planes fueron traicionados por el comportamiento de algunos jóvenes irresponsables, [...] el principal factor de contagio fue gente joven que estuvo de fiesta”, acusó el conservador primer ministro griego, Kyriakos Mitsotakis, ante el Parlamento helénico. En tanto, el ministro de salud checo, Roman Prymula, declaró que “la generación joven no da importancia a las medidas contra la covid-19”. Poco después el primer ministro tuvo que exigirle públicamente su renuncia por incumplir las medidas que él mismo había diseñado.

Hubo también quienes lograron evitar los lugares comunes y los estereotipos. Ante la segunda ola, Alemania optó por el humor y lanzó una serie de falsos documentales reconociendo el heroísmo de los jóvenes que lucharon contra la covid-19 desde la comodidad de sus sofás. Su lucha fue no hacer nada, absolutamente nada, ni más ni menos que lo que su país esperaba de ellos. “Nuestro sofá fue la trinchera y el arma, nuestra paciencia”.

“No te hagas tú eco”

Aquí en Uruguay, con el advenimiento de las fiestas y la temporada estival llegaron también los reproches a la juventud como factor de contagio. Peor aún si estos jóvenes eran sindicalistas o frenteamplistas, señalados por el oficialismo como promotores de las movilizaciones que habrían disparado los contagios. Huelga aclarar que todos los expertos descartaron tan temeraria acusación. A la fecha no hay ningún tipo de disculpas o rectificación; ingenuo sería esperarlas.

Como en otros países, también tuvimos nuestra cuota de amarillismo pandémico. Con hastío vemos cómo nuevamente la juventud entra en la lista de “los más buscados”, enemigos públicos sospechosos de una especie de bio-geno-parricidio, soldados de una (¿in?)voluntaria guerra generacional contra sus padres y abuelos.

Tal vez nadie haya sido tan literal ni extremista. Pero sí pareciera que estos señalamientos ocupan y hasta ocultan los titulares sobre las verdaderas responsabilidades respecto del control de la pandemia.

Quizá podríamos rastrear cierto nexo epidemiológico entre los jóvenes manifestantes y los políticos que hacen oídos sordos a los reclamos de mayor atención social a las consecuencias económicas de la crisis.

Es posible que entre los jóvenes trabajadores que incumplen las medidas encontremos circulación comunitaria de empresarios malla oro que piden a sus empleados mentir sobre los contactos de coronavirus.

Podríamos estimar que detrás de los jóvenes juergueros hay una alta positividad de autoridades públicas que organizan y lucran con fiestas clandestinas en sus propiedades.

A lo mejor los jóvenes desconfiados sean contagios asintomáticos de quienes cuestionan la efectividad de las vacunas según de qué lado de la cortina de hierro esté el laboratorio o de quienes denuncian una conspiración global de la Organización Mundial de la Salud (OMS).

Acaso detrás de las disoluciones a jóvenes amontonados haya un crecimiento exponencial de provocaciones políticas de quienes quieren “meter miedo”, negligencia policial o doble vara oficial.

Este constante señalamiento hacia la juventud, más que lavar culpas, profundiza una mirada adultocéntrica, subterfugio de privilegios para empresarios inescrupulosos, políticos demagogos y conservadores.

Ante la indefinición precisa sobre qué considerar aglomeración y qué no, el criterio quedaría a juicio del discrecional y secreto algoritmo –inspirado en el viral meme de Family Guy– que, además de color de piel, mediría billetera, ideología y localidad o balneario.

“¿Cómo están, chiques?”

Nadie duda de que es necesario multiplicar los llamados a la responsabilidad y que allí donde se incumpla la norma se debe intervenir ajustado a derecho. Lo injusto es que tanto en el discurso oficial como en la conversa de barrio se expíen las culpas en uno de los colectivos más vulnerables de nuestra sociedad.

Si bien los jóvenes y niños no presentan el mayor riesgo sanitario ante el coronavirus, son quienes seguramente sufren sus peores consecuencias psicológicas, económicas y laborales.

Es sabido que vivimos en un país con un envejecimiento muy avanzado y que a menos cumpleaños, mayor pobreza. Es de esperar que el desempleo juvenil ya estructural se agrave, siendo estos puestos históricamente los más vulnerables a los vaivenes económicos.

Aún más profundas son y serán las consecuencias en materia de salud mental entre adolescentes y jóvenes, para quienes este confinamiento implica una enorme afectación a sus procesos de construcción de identidad, autonomía y sexualidad. El impacto educativo de este atípico año lectivo es también un factor que exige especial consideración.

Cordero a las brasas

Son jóvenes quienes sobre dos ruedas llevan miles de pedidos puerta a puerta, quienes sostienen la primera línea de los servicios de salud, quienes apoyan la organización de ollas populares, quienes se hacen cargo de las tareas domésticas y de cuidados en sus hogares, quienes se han adaptado a la educación virtual y apoyado a sus familias con la adecuación tecnológica para encarar el teletrabajo.

¿Es justo achacar sobre algunas expresiones jóvenes el repunte de contagios cuando el transporte urbano parece un pogo punk, cuando Uruguay es uno de los países que menos recursos destinó al “pelotón” y a los “rezagados”, cuando el pico de casos en Rocha se da donde el gobierno retiró la aduana, cuando las autoridades sanitarias desautorizan comunicados hospitalarios oficiales, cuando somos uno de los países que tiene más vacía la mochila de vacunas y por ello empalaron la cabeza de un joven director del Ministerio de Salud Pública (MSP)?

Ningún factor por sí solo es capaz de explicar completamente el fenómeno. Sin embargo, este constante “oldsplanning” y señalamiento hacia la juventud, más que lavar culpas, profundiza una mirada adultocéntrica, subterfugio de privilegios para empresarios inescrupulosos, políticos demagogos y conservadores conversadores de ascensor. Como decía el legendario Marcos Mundstock, “quien es capaz de sonreír cuando todo le está saliendo mal es porque ya tiene pensado a quién echarle la culpa”.

Federico Barreto fue director del Instituto Nacional de la Juventud.