Cuando el 18 de diciembre conmemorábamos el Día Internacional del Migrante, en Venezuela se vivía el espanto de los cuerpos que iba vomitando el mar Caribe. Un peñero, un barco de pescadores que llevaba más de 30 venezolanos sin papeles hacia Trinidad y Tobago, se fue a pique, en lo que resulta el último episodio de una larga tragedia que se ha venido sucediendo en los últimos años.

El primer ministro trinitario, Keith Rowley, negó inicialmente que los fallecidos hayan sido deportados a Venezuela en la misma embarcación precaria en la que llegaron a la isla, forzados a regresar con más personas y sin ser abastecidos de combustible. Dos semanas antes, el gobierno de Trinidad había devuelto un peñero que llevaba 16 niños y 13 adultos. Por otro lado, sin que el régimen de Nicolás Maduro admita la crisis humanitaria de Venezuela, difícilmente los familiares y los vecinos del pequeño pueblo de Güiria, de donde eran oriundos la mayoría de estos migrantes, encuentren alguna autoridad que se haga responsable de la tragedia. Maduro optó por afirmar que se trataba de personas que iban a visitar a sus familiares en Trinidad por Navidad.

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos, así como la alta comisionada para los Derechos Humanos de la ONU, Michelle Bachelet, han llamado la atención sobre las violaciones del principio internacional de no devolución por parte del gobierno de Trinidad, sin que hasta ahora haya habido una respuesta firme o un cambio de política en las prácticas de retorno forzoso del gobierno trinitario.

Por su parte, el gobierno de Nicaragua desestimó discutir lo sucedido en el Consejo Permanente de la OEA, mientras que algunos personeros de la élite política latinoamericana utilizaron el incidente para reforzar sus propias agendas ideológicas. El ex alcalde colombiano Gustavo Petro, por ejemplo, achacó la tragedia a las sanciones estadounidenses, obviando nuevamente las causas y la propia cronología –muy anterior a las sanciones de 2019– de la crisis venezolana.

El tráfico de inmigrantes, el contrabando y la trata de personas (incluidas niñas) hacia Trinidad y Tobago se ha convertido en un fenómeno común en las costas del Caribe venezolano.

Ante la tardía e ineficiente respuesta del Estado venezolano en este, como en casos anteriores de barcos “desaparecidos”, los güireños se volcaron a organizar vigilias con las velas que el comerciante chino del pueblo les donó, a protestar contra la desidia y la complicidad de las autoridades locales y a autoorganizarse con los peñeros, sedientos de gasolina, y los pescadores que se ofrecieron para buscar los cuerpos en el mar.

El tráfico de inmigrantes, el contrabando y la trata de personas (incluidas niñas) hacia Trinidad se ha convertido en un fenómeno común en las costas del Caribe venezolano. La península oriental de Paria es uno de los lugares más utilizados para estos negocios. Apenas poco más de 130 kilómetros de mar separan a Güiria de Trinidad. Durante los últimos años, la extrema pauperización de los pueblos costeros venezolanos ha hecho que decenas de personas estén dispuestas a pagar alrededor de 300 dólares, en un país donde el salario mínimo ronda poco más de un dólar, para cruzar el golfo de Paria y arribar a la promesa de una vida digna.

La mayoría de las veces, para poder cruzar los migrantes se ven obligados a recurrir a mafias compuestas por efectivos de la Guardia Nacional Bolivariana, de la “Policía del agua” trinitaria y a las redes binacionales de prostitución. El año pasado se tuvo noticias de que zozobraron al menos dos embarcaciones de las que todavía se cuentan alrededor de unas 40 personas desaparecidas.

La figura del “desaparecido” vinculada a las dictaduras del Cono Sur durante la segunda mitad del siglo XX parece resignificarse en la Venezuela del siglo XXI. No se trata sólo de las desapariciones forzadas por parte de fuerzas de seguridad del Estado, que aparecen documentadas en reportes como el de la ONG venezolana Foro Penal y el de la Misión Internacional Independiente de Determinación de los Hechos de las Naciones Unidas sobre la República Bolivariana de Venezuela, ambos difundidos en 2020. Se trata también de que muchos de los que se embarcan precariamente para llegar a islas como Trinidad, Aruba o Curazao “desaparecen”, tragados por el mar o subsumidos por los agujeros negros de la trata de personas, causando que los familiares y allegados de las víctimas nunca más vuelvan a tener noticias de sus seres queridos.

Cada peñero venezolano que parte con un puñado de migrantes es como un fragmento del país que se desgaja. La pequeña escala habla de la extensión de todo el país: estamos hablando de personas hambrientas, con escasez de agua e insuficiente gasolina. Son personas sometidas a redes de militares, policías y bandas delictivas cuyos viajes vienen a emular los episodios más terribles de las yolas y balsas caribeñas, pero que, en una inversión cáustica de la historia, huyen de tierra firme para refugiarse en las islas. Cada peñero es una constatación de la abolición del Estado de derecho en Venezuela.

En su tercer viaje, Cristóbal Colón navegó por el golfo de Paria y al trecho lo llamó Boca de Dragón, por lo revoltosas que eran las aguas y la fuerza de sus corrientes. Tal intensidad le hizo creer que se encontraba ante una de las puertas del Paraíso terrenal. Más de cinco siglos después, la promesa idílica se revela como un mar convertido en cementerio, en un espejo de cuerpos ausentes del llamado socialismo del siglo XXI. La boca del dragón se tragó la utopía a la que nunca arribaron los náufragos ni sus seres queridos.

Magdalena López es doctora en Literatura Latinoamericana, investigadora del Kellogg Institute for International Studies de la Universidad de Notre Dame y del Centro de Estudios Internacionales del Instituto Universitario de Lisboa. Este artículo fue publicado originalmente en www.latinoamerica21.com.