“...Pero para criticar al pobre / parece que hicieran cola, y dicen / ‘Estos no tienen plata pa’ nada / y se compran Coca-Cola’. / Tiene derecho a gastar, el pobre / sólo en cosas de pobre. / Así que anote en su cuenta / harina, arroz, fideos, sal / y diez kilos de polenta...”. (Metele que son Pasteles, 2019).
El 7 de diciembre, el Ministerio de Desarrollo Social (Mides) limitó los productos que se pueden comprar con la Tarjeta Uruguay Social (TUS) a “los comercios que trabajen con rubros vinculados a productos de primera necesidad, como alimentación, higiene personal y limpieza del hogar”. El gobierno no adopta esta medida basado en evidencia técnica, sino que restringe la libertad de los usuarios de la tarjeta TUS según una ética meritocrática que legitima la tutela de los pobres.
Hay un debate valorativo obligado, que de hecho ocurrió inmediatamente (algún reflejo nos queda), que cuestiona esta limitación. Se exhiben estadísticas robustas que destruyen la vulgaridad repetida mil veces de que “los pobres” (esa categoría inasible a la que etiquetamos sin asomarnos) gastan en bienes suntuarios, innecesarios, esos reservados a los que no precisan la tarjeta del Mides. También se desempolvan los reiterados estudios que desnudan la falsedad de que a los pobres no les gusta trabajar (sabido es que los sectores sociales más sumergidos trabajan tanto o más que quienes viven con otra holgura). Las 227.000 personas que se apuntaron en el programa Oportunidad Laboral para trabajar por 12.500 pesos por mes son sólo otro ejemplo de ello. Así se multiplica la evidencia y el listado de argumentos que iluminan una discusión que suele darse en la oscuridad de los prejuicios.1
Pero está también la otra lectura, esa que interpela y se pregunta qué derecho tienen quienes gobiernan a andar metiendo las narices en el carrito o en la heladera de otros ciudadanos. El problema, más allá de la medida, es el marco: ¿cuál es la construcción simbólica que permite incluir medidas como estas en la caja de herramientas de los gobernantes?
Si mi éxito es obra mía, el fracaso del otro debe de ser su culpa
Michael Sandel, filósofo político y profesor estadounidense, dice en su libro La tiranía del mérito, ¿qué ha sido del bien común?2 que la ética meritocrática que domina el pensamiento en nuestros días tiene implícita una exaltación de la libertad, entendida como capacidad de controlar mi propio destino a costa de trabajar duro y del merecimiento. Si uno es responsable de haber acopiado un conjunto de bienes –renta y salud, poder y prestigio–, entonces es merecedor de ellos. El éxito es una señal de virtud.
Esta forma de pensar, continúa Sandel, es empoderadora, pero también tiene un reverso oscuro. Y esto porque, cuanto más nos vemos como seres hechos a nosotros mismos y autosuficientes, menos probable resulta que nos preocupemos por la suerte de quienes son menos afortunados que nosotros. Si mi éxito es obra mía, el fracaso del otro debe de ser su culpa. Esta lógica es corrosiva para la comunidad. Cuando la noción de la responsabilidad personal por el destino propio es demasiado contundente, se vuelve difícil imaginarnos en la piel de otras personas.
La libertad mal repartida
La libertad ha sido, desde el arranque, uno de los ejes conceptuales con los que el gobierno vertebró su discurso. Fue también el leit motiv de la campaña y el sueño manifiesto del presidente en su discurso inaugural; el anhelo de que al finalizar su mandato los uruguayos seamos más libres.
El gobierno no adopta esta medida basado en evidencia técnica, sino que restringe la libertad de los usuarios de la tarjeta TUS según una ética meritocrática que legitima la tutela de los pobres.
Esta libertad, según resolvió el Mides, no es para todos. El mensaje –como muchas veces sucede– es más potente que la medida en sí. La libertad es para algunos (un “nosotros”) que trabajan, que pagan impuestos. Para otras personas (un “ellos”), que no trabajan, que viven de políticas sociales, para ellos es correcto que se les cercene la libertad, ya sea por razones de eficiencia (no saben administrarse) o por cuestiones, al final del día, morales (si “nosotros” pagamos es correcto que ejerzamos el derecho a veto sobre el destino de ese dinero).
Según un estudio realizado por el Mides hace ya algunos años, 73,5% de los gastos con TUS se destina a alimentos, 20,3% a limpieza, y 6% a otros bienes. Sólo 0,2% de las compras se destina a rubros prohibidos.3 Además de cuestionar la idea de que los recursos se “gastan mal”, estos porcentajes interpelan la propia eficiencia del gasto en controles que asumirá el Mides para hacer frente a un desvío de –preste atención a la cifra– ¡0,2% de los recursos del programa!
La restricción de las compras de la TUS es impulsada por un gobierno que hace de la ética meritocrática una bandera. Esta sostiene que al que le fue bien es dueño de su éxito y merece el reconocimiento social, y al que no, es dueño de su fracaso y se merece la humillación que le toca vivir. Sandel, de nuevo, nos muestra que la irrupción de la ética meritocrática no es un fenómeno local, sino global. Tampoco es exclusiva de visiones asociadas a la derecha política (aunque se exalta dentro de estos grupos), sino que la lógica meritocrática está presente también en parte de la centroizquierda.
¿Por casa cómo andamos?
El Frente Amplio concluyó un proceso fermental de autocrítica. Si bien es plenamente válido en sí mismo, decisiones de política como esta lo ponen a prueba. Es clave tener capacidad de reacción. Si estas actitudes políticas pasan bajo el radar, confirmaremos que la indiferencia no es otra cosa que la incapacidad de valorar en cada caso concreto.
Asumir que la derrota electoral también es hija de la renuncia a dar en profundidad estos debates es, a nuestro juicio, la única actitud posible para construir colectivamente un nuevo paradigma. Aceptemos que fue ganando adeptos entre la población la idea de que algunos tienen derecho a decidir sobre la heladera y sobre la vida de otros. Asumamos que no fuimos capaces de problematizar la desigualdad a niveles de interpelar algunas viejas certezas. No obstante, reconozcamos que –pese a las propias contradicciones– las izquierdas han resignificado el alcance de los derechos de las personas y la propia noción de libertad.
Creemos que estos debates son importantes para abrir las ventanas a una nueva forma de concebir la política y la construcción de un “Estado de bienestar” más universalista e igualitario, y también, la tan prometida libertad.
Laura Fernández y Braulio Zelko son integrantes del Frente Amplio.
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Para profundizar sobre la desigualdad del consumo socialmente aceptable ver columna de Germán Deagosto, en la diaria del 7 de setiembre de 2020. ↩
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Sandel, Michael (2020). La tiranía del mérito: ¿qué ha sido del bien común? Barcelona: Penguin Random House ↩
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Informe Tarjeta Uruguay Social - Componente Alimentario MIDES, MTSS-INDA, MSP, ASSE, Marzo 2012. ↩