Es necesaria una breve pausa republicana para evaluar la calidad institucional de los resultados obtenidos a partir de la implementación del Código del Proceso Penal (CPP), especialmente en relación al notorio descenso de personas privadas de libertad con sujeción a medidas cautelares y el crecimiento del número de condenas efectivas, así como de la población privada de libertad. Estos datos, recientemente presentados por la Fiscalía General de la Nación, deberían merecer alguna reflexión adicional tanto en clave del diseño legal de los instrumentos utilizados para alcanzar esas cifras, como respecto al aparente cumplimiento de los principios de “gestión estratégica” de la persecución penal.

A modo de introducción puede ser ilustrativo comparar dos fotografías. La primera surge del Boletín Estadístico del Comisionado Parlamentario de 2017, donde consta un registro de 69,2% de privados de libertad sin condena; y la segunda, correspondiente al último Informe de la Fiscalía General de la Nación, arroja que las personas que hoy en día se ven sometidas al encarcelamiento cautelar representan aproximadamente 12% de la población penitenciaria total. Este dato, leído con abstracción de los contextos normativos y de producción de condenas, parece auspicioso, pues se habría revertido el gran escollo de los sistemas de justicia y penitenciario de nuestro país: la enorme cantidad de presos sin condena fruto del uso generalizado de la prisión preventiva. Pero es posible ensayar una explicación menos alentadora, y que está relacionada directamente con el proceso abreviado como el dispositivo procesal nuclear que organiza la dinámica de persecución criminal y prisionización en nuestro actual sistema penal.

Veamos. El advenimiento del nuevo proceso penal acusatorio trajo consigo un mecanismo de condena sin juicio previo llamado proceso abreviado que, con anterioridad a su implementación, no recabó tanta atención como la que recibe por estos días. Se trata de una de las estructuras procesales previstas en el CPP, conjuntamente con el proceso ordinario de conocimiento (una entelequia que regula idealmente lo que debería suceder –y no sucede– en la administración de justicia) y el novel y confuso proceso simplificado incorporado al CPP por la ley de urgente consideración (LUC). Este tipo de mecanismos encuentra su origen en instituciones similares en los sistemas de justicia anglosajones y se ha expandido por el mundo, concretamente en varios países europeos y latinoamericanos, en los que ha generado importantes controversias respecto de su incapacidad para llegar a la verdad material, por ser más bien una manifestación de lo que se ha denominado una justicia negociada o consensual. También se los ha criticado por su incompatibilidad con garantías fundamentales, principalmente con la presunción de inocencia y la prohibición de autoincriminación; así como por su contradicción con la ideología de la prevención especial-positiva (teorías re), pues el “tire y afloje” de una negociación no sólo no permitiría motivar una condena en términos resocializadores, sino que, por el contrario, dotaría de mayor fuerza al discurso que justifica la pena como un mero castigo.

Precisamente, la estructura de un proceso abreviado determina que una persona sometida a la Justicia penal en calidad de imputado o imputada pueda arribar a un acuerdo con el Ministerio Público a los efectos de conseguir el dictado expedito de una sentencia de condena más benigna. Esto, con la consecuente certeza de cuándo terminará su cumplimiento, y la renuncia previa al derecho fundamental al juicio previo (sobre el que se discute si es verdaderamente un derecho renunciable), siempre que se haga de manera libre y voluntaria, y se reconozcan tanto los antecedentes de la investigación como la culpabilidad en los hechos.

Pero los beneficios del proceso abreviado no son sólo –y ni siquiera los principales– para los condenados. De hecho, el principal fundamento de este tipo de mecanismos radica justamente en la necesidad de las agencias del sistema penal de poner en marcha una persecución penal eficaz, ya que los operadores –y no sólo los fiscales– ahorran tiempo, recursos y –ahora sí los fiscales– se garantizan la victoria. Así, el proceso abreviado implica múltiples utilidades para los agentes del sistema de justicia, que al echarle mano disminuyen enormemente las exigencias técnicas y complejidades de su trabajo, así como aumentan sus posibilidades de éxito profesional.

En pocas palabras, se podría decir que los mecanismos como el proceso abreviado no están destinados a la obtención de justicia, sino más bien a garantizar un eficaz control del delito, justificado en el ahorro de recursos y en la propia imposibilidad del sistema penal de perseguir todas las conductas delictivas. Y así, tanto en Uruguay como en el resto de los países que atravesaron reformas acusatorias en América Latina, el proceso abreviado ha contribuido a la viabilidad de la política pública de reforma del sistema de justicia penal. Esta premisa implica asumir que sin este dispositivo las transformaciones procesales aludidas serían de imposible materialización, y las limitaciones están pautadas por la escasez como principio rector de organización y gestión. La complejidad del asunto radica en el precio (en términos de garantías) que se debe pagar por esta gestión estratégica acelerada de cuestiones que atañen a la libertad y el castigo.

En esta línea, la utilización generalizada del proceso abreviado ha traído consigo un sinnúmero de inconvenientes que, en ocasiones excepcionales, adquieren notoriedad pública. Apenas como ejemplo, vale recordar aquel absurdo acuerdo aceptado por una mujer por la imputación de un delito de omisión de los deberes inherentes a la patria potestad y una pena de libertad vigilada tras el fallecimiento de su hijo por muerte súbita.

De hecho, uno de los elementos legitimantes de este dispositivo procesal, como es la libre y voluntaria prestación de consentimiento por parte del enjuiciado, se ve puesto en jaque por la forma en que los acuerdos se materializan en la práctica cotidiana y por las propias deficiencias estructurales del sistema. En efecto, basta simplemente señalar las siguientes inequidades: disparidad de armas entre defensa y fiscalía, y el escaso tiempo para tomar una decisión de semejante trascendencia como es la aceptación definitiva e inapelable de una condena. Esto, con los agravantes del desconocimiento del lenguaje jurídico y de las consecuencias de aprobar la realización de un acuerdo; la presión de los operadores; las ofertas explosivas de penas más benignas disponibles por poco tiempo; o la prisión preventiva como amenaza de imposición preceptiva y de castigo informal en algunos tipos de delitos; entre tantas otras.

Adicionalmente, existen otros factores que también siembran dudas sobre la legitimidad de los acuerdos de proceso abreviado, como su desconsideración por la participación efectiva de las víctimas, que el CPP apenas reduce al ejercicio del derecho a ser oídas en la audiencia o a ser notificadas de la sentencia acordada.

Por si fuera poco, la LUC autorizó su aplicación al proceso penal juvenil para los casos de infracciones graves a la ley penal, con la consecuente afectación (a esta altura habitual para el Estado uruguayo) del principio de trato diferenciado de los adolescentes en la Justicia juvenil por el que bregan las normas y los organismos internacionales de derechos humanos; yendo a su vez contra el mandato de preferencia por las respuestas desjudicializadoras, como la derogada suspensión condicional del proceso.

A esta altura, existen razones suficientes para individualizar el proceso abreviado como un gran aliciente de la prisionización en nuestro país.

Pero una de sus críticas más evidentes puede ser observada por sus efectos en el sistema penitenciario, concretamente en la inversión de las cifras de privación de libertad con medida cautelar de prisión preventiva y el aumento de presos con sentencia de condena firme, cuyo cumplimiento (valga la importante aclaración) debe ser “efectivo”, es decir que los condenados no puedan acceder a beneficios liberatorios por el mero hecho de acordar una pena. A esta altura, existen razones suficientes para individualizar al proceso abreviado como un gran aliciente de la prisionización en nuestro país.

Por su parte, también es notorio que la gran virtud de la transparencia adjudicada al sistema acusatorio, por oposición a la opacidad del sistema inquisitivo-mixto anterior, no se manifiesta en los procesos abreviados y sus negociaciones “de pasillo”. En efecto, se ha afirmado que instrumentos de este tipo implican una verdadera “apoteosis de la instrucción” y una “administrativización” de la Justicia penal, en el entendido de que el conjunto de evidencias que normalmente los acompaña son el fruto de las indagatorias llevadas a cabo por la autoridad administrativa, o sea, fiscales y policías.

En este escenario, parecen imperiosas algunas reformas legales que eviten la utilización incorrecta del proceso abreviado. Por ejemplo (y al margen de las diversas críticas que se pueden hacer al marco normativo vigente), debería regularse en torno a la diferencia entre el monto y la forma de ejecución de la pena propuesta en un acuerdo y la prevista como de posible aplicación tras la tramitación de un juicio oral, más que nada en los delitos cuya pena máxima es muy alta, pero que pueden ser acordados tras la imputación de sus figuras simples, como el homicidio. También podría establecerse la prohibición de negociar durante el corto período de detención de los casos de flagrancia. Incluso sería una buena práctica que las instancias de negociación entre defensa y fiscalía se registraran de manera fehaciente para prevenir cualquier tipo de extorsión institucionalizada, así como para comprender cabalmente cómo se desarrollan esos procesos de negociación. Pero más allá de todo, se hace impostergable el fortalecimiento institucional de la Defensoría Pública y la Fiscalía General de la Nación, no sólo a nivel de recursos sino también para una adecuada organización que priorice la planificación de las defensas e investigaciones en función de pautas claras y vinculantes; e intuitivamente una de ellas debería ser la utilización mesurada del recurso del proceso abreviado.

Además, se podría estipular un estándar probatorio que sirviera como criterio para la valoración de las probanzas que acompañan la acusación fiscal formulada por la fiscalía en un proceso abreviado. Y por último, debería discutirse seriamente la regulación de algún tipo de procedimiento de revisión de los acuerdos por parte de tribunales superiores que pudieran rever la legalidad formal y material de estos. Con esto queremos decir que la ley no sólo debería regular los requisitos formales de procedencia, sino que también debería establecer ciertos parámetros que permitan evitar que las negociaciones entre fiscalía e imputado desemboquen en verdaderos actos de coerción y arbitrariedad institucionalmente legitimadas.

Lo cierto es que el proceso abreviado llegó para quedarse. De hecho, y más allá de las modificaciones que se le han realizado desde las leyes 19.653 hasta la 19.889 (LUC), ningún actor del espectro político u operador del sistema de justicia ha manifestado seriamente una opinión favorable a su erradicación total.

Es que no puede desconocerse que se trata de una manifestación típica de los modelos acusatorios adversariales (nos animamos a decir a esta altura que mucho más que el juicio por jurados) en el sentido de que estos pretenden ser sistemas en los que las partes del proceso (fiscal e imputado asistido por su defensa) llevan adelante el litigio de manera activa frente a la dirección pasiva del juez, pudiendo tanto litigar en torno a la disputa que los enfrenta como adversarios, como también disponer sobre ella. Pero estas asunciones no deben bloquear la crítica del alcance y la utilización de esta estructura. En efecto, el funcionamiento del proceso abreviado como instrumento central de ejecución de la política de persecución, juzgamiento y prisionización debería ser constantemente observado y evaluado. Precisamente, el riesgo de su priorización radica en la inflación de condenas de baja calidad epistémica, y la centralidad de los aparentes éxitos estadísticos sobre perspectivas que pretendan, al menos mínimamente, reducir el error y proponer modelos alternativos a la condena efectiva como ideal regulativo de un sistema de justicia penal eficiente.

Rodrigo Rey y Daniel Zubillaga Puchot son abogados.