Este artículo es en respuesta a la columna Las vacunas, los nuevos mercaderes de la duda y los ‘disidentes’ uruguayos, de Daniel Chávez, publicada en la diaria el 28 de enero.
Primero, una explicación del título de mi réplica a la columna de Daniel Chávez en la diaria. Decidí responderle porque el texto es una ilustración notable de varias estrategias retóricas usadas en los medios dominantes –prensa escrita, televisión y radio– para declarar írritos, nulos y disueltos para siempre los escritos y las expresiones críticas sobre las estrategias usadas para lidiar con la emergencia sanitaria imperante. Para realizar tal operación de descalificación de quienes así pensamos, el autor no ofrece ninguna evidencia, por eso afirmo que a su columna le falta la sólida vértebra de los hechos, el componente empírico sobre el cual apoyar lo escrito, lo que le permite al autor hacer afirmaciones que a menudo rayan lo inverosímil sin inquietarse. Su columna forma parte de una movida ideológica que cabe llamar debaticida, es decir, que aspira a suprimir el debate, pues no valdría la pena contraponer argumentos con interlocutores absolutamente inválidos, como quien esto escribe.
En un programa producido por el periódico France Soir llamado “Le défi de la vérité” (El desafío de la verdad), el 15 de enero de 2021 fue entrevistado el médico infectólogo Christian Perronne. Con calma y mucha información sobre cada una de sus afirmaciones, él le explica al periodista que cada vez que invitó a debatir a quienes lo acusaron de alimentar teorías conspirativas, estos se esfumaron. Perronne publicó en 2020 un libro cuyo título traducido es ¿Hay algún error que ellos no hayan cometido? Covid19: la unión sagrada de la incompetencia y la arrogancia. No culpo a quienes rehúyen ese debate; seguramente no les iría muy bien al enfrentarse a quien fue director adjunto del Institut Pasteur en París y presidente de la Comisión Especializada en Enfermedades Transmisibles del Alto Consejo de la Salud Pública, el cuerpo asesor del ministerio correspondiente. Por eso es más fácil y tentador estigmatizar que tener que buscar evidencias sólidas para entablar un debate con quien piensa distinto, sin importar su número ni su fabulada ubicación en la tabla de elementos partidocráticos. Esa es una de las tretas retóricas usadas por el autor de modo fuertemente reñido con la “integridad deontológica” que él asigna a los científicos que admira, para descalificar a los disidentes. Dicho término lo coloca a veces entre comillas y a veces en itálica: son dos recursos tipográficos que usa para negarles toda normalidad a quienes él ubica en una reserva de lo deleznable mental y moral, como intentaré demostrar a continuación.
Un saber que afirma no saber pero que tampoco duda
Tras hacer una explicitación de los límites de su competencia académica, de forma detallada y algo redundante, el autor parece olvidar su modestia por completo a la hora de emitir juicios absolutos relativos al campo de saber médico. Aunque él confiesa no ser “experto en ciencias biológicas ni médico”, se expide con envidiable certeza sobre las bondades de mascarillas, vacunas, en fin, de todo lo que se ha hecho, pues eso está bien y no puede ser cuestionado. No corren la misma suerte las reflexiones de quienes se atreven a plantear sus dudas sobre el tratamiento de la emergencia sanitaria desde lugares académicos o profesionales ajenos al área de la salud, esos que “sin ninguna capacitación o experiencia previa en temas médicos cuestionan la capacidad o la autoridad moral de científicos de larga y meritoria trayectoria profesional, independencia e integridad deontológica”. Si entiendo bien al autor –lo que no es nada fácil, confieso–, al modo de Sócrates nos dice con sobriedad que sólo sabe aquello que sabe, y acto seguido se dedica a afirmar la veracidad incuestionable del conocimiento de otros campos, como la virología o la inmunología. Lo curioso es que les niega a esos otros ajenos al saber especializado el derecho a ejercer lo que el lógico Charles Sanders Peirce describió como la base de toda investigación: la irritación de la duda. En lugar de esa sana opción, su texto opta por transgredir el principio que debe regir toda búsqueda de la verdad: “No se debe obstaculizar el camino de la investigación” (Peirce). Eso es precisamente lo que hace el texto de Chávez en la diaria al describir las imaginarias y no probadas falencias no sólo cognitivas, sino éticas de una minoría inaceptable. Lo que esa minoría pensante procura es ejercer no sólo nuestro derecho inalienable a la expresión, sino también hacer una contribución a razonar de modo dialógico sobre un problema que nos afecta a todos los humanos en la actualidad.
Lo que esa minoría pensante procura es ejercer no sólo nuestro derecho inalienable a la expresión, sino también hacer una contribución a razonar de modo dialógico sobre un problema que nos afecta a todos.
Mercaderes ultraderechistas, estalinistas y sembradores del miedo: identikit fabulado del disidente
En un tono casi íntimo, pues afecta a seres muy queridos suyos, al inicio de su texto el columnista le confiesa al lector: “Yo me incluyo entre quienes instintivamente querríamos gritarles a quienes se oponen a las vacunas que están equivocados”. Creo que sí lo ha hecho, que ha dado rienda suelta a su deseo de vociferar su adhesión incondicional a todo lo que se nos comunica a diario, sin cesar, desde el gobierno sobre la pandemia. Lo afirmo porque él ha ignorado sólidas y bien fundadas demostraciones de errores en procedimientos tan centrales como el test PCR (ver A. Mazzucchelli, “Ct: el agujero negro del periodismo de pandemia”, eXtramuros, 2020). Curiosamente, Chávez pasa por alto las abundantes fuentes científicas de trabajos como el citado, y denuncia que estos “disidentes no dudan en reproducir como fuentes confiables estudios publicados en medios de cuestionable seriedad académica o periodística”. Muy curioso describir así publicaciones como Clinical Infectious Diseases y Science, un fragmento de la bibliografía usada por Mazzucchelli en la revista eXtramuros. Más extraño aún cuando es dicho en una columna que no cita una sola fuente, ni confiable ni no confiable, para apoyar los juicios absolutos que emite. Creo entender el motivo por el cual Chávez no se molesta en rebatir argumentos sólidos, fundados en la mejor evidencia científica disponible. Estas personas, los disidentes, simplemente no merecerían ser oídas, no serían interlocutores válidos y para eso él nos suministra varios motivos: son una minoría, tienen una orientación ideológica detestable, persiguen un afán lucrativo, sus dichos provocan temor en la población y tienen una postura autovictimizadora. Vale la pena detenernos en cada una de estas infundadas acusaciones, ya que en su conjunto apuntan a demonizar a quienes él nombra en su columna, entre quienes me encuentro. Así procede la operación debaticida: ¿quién en su sano juicio querría contraponer argumentos con seres así caracterizados?
Para ser un antropólogo, alguien cuya vocación debería prepararlo para observar a los seres humanos con una actitud de vigilancia epistemológica (Pierre Bourdieu), este columnista tiene una mirada extrañamente sesgada: él observa los innumerables registros de multitudinarias manifestaciones contra diversas medidas de confinamiento y de obligación del uso de máscaras, y sólo encuentra fascistas y neonazis. Los disidentes son así rebajados de pensadores independientes a “simples divulgadores de las fantasías difundidas originalmente por la ultraderecha global”. Para condimentar lo que se conoce como la Ley de Godwin –la muy previsible acusación de ser seguidor o admirador de Adolf Hitler en las redes sociales–, Chávez agrega la afinidad con el estalinismo de quienes escribimos en la revista eXtramuros, “con un celo similar al de Trofim Lysenko en sus críticas a la ‘ciencia burguesa’ durante la época estalinista”. En una triste y fracasada emulación de la novela 1984, de George Orwell, él intenta penosamente compararnos con el blanco de la denuncia novelada sobre los crímenes cometidos por ambas dictaduras en el siglo XX. Por supuesto, el autor no presenta la menor evidencia de lo que sólo puede calificarse de calumnia, a saber, la supuesta ideología política de quienes criticamos el manejo de la pandemia.
Pero esto no le resulta suficiente para estigmatizar a los disidentes. La próxima acusación es aún más extraña y atañe la moral, o mejor sería decir la inmoralidad de quienes incurrimos en esa clase de inaceptable, herética crítica de la versión oficial pandémica. El columnista utiliza el título de un libro que denuncia a científicos que, a causa de intereses comerciales, se dedicaron a impedir el conocimiento de la verdad, por ejemplo, sobre los efectos del humo de tabaco (Mercaderes de la duda, Naomi Oreskes y Erik Conway). Antes de la publicación de ese libro (2010), se editó otro en 2008 que se ocupa del cultivo sistemático de la ignorancia motivado por el lucro o la ideología: Agnotología. La fabricación y destrucción de la ignorancia. Asociarnos a “los mercaderes de la duda”, como lo hace el columnista, supone que de algún modo misterioso quienes escribimos sin remuneración alguna en los escasísimos medios que permiten esta clase de expresión lo haríamos a cambio de ganancia monetaria: “La estrategia de los mercaderes de la duda fue perfeccionada por la industria tabacalera en los años 60”. Chávez agrega que los disidentes estaríamos explotando ahora “el siempre rentable mercado de la estupidez humana”. Si no formase parte del arsenal terminológico de quienes escriben como este columnista, yo diría que él ha incurrido en una teoría conspirativa. Identificarnos con nazis y estalinistas es tan infundado como conjeturar que estamos ganando algo material con nuestra disidencia sobre la ortodoxia covid (Mazzucchelli). Me pregunto en qué consistiría nuestra renta: ¿sería monetaria, académica, popularidad en las redes...?
Lo que sigue se lleva la palma de lo insólito: “La perspectiva supuestamente censurada por los medios de comunicación ha sido ampliamente difundida en artículos y entrevistas publicados en radios, diarios y semanarios uruguayos”. Tal como escribe Chávez, “si no fuera tan jocoso sería ofensivo”. Sólo se podría justificar este dislate si proviniera de alguien que estuvo encerrado en un monasterio durante todo el año 2020 y lo que transcurrió del año actual. Como el disidente uruguayo mencionado en ese trecho de la columna es quien esto escribe, contaré sobre mi brevísima incursión en un medio televisivo. Ocurrió el 16 de julio, en el programa de TV Ciudad La letra chica. Allí fui convocado a hablar de los miedos en tiempos de pandemia. Mi intervención duró exactamente 16 minutos. Puedo revelar algo del backstage: el rostro atónito del conductor, y reproducir el comentario elogioso de otro periodista presente: me llamarían de continuo, luego de escuchar esta exposición crítica sobre la comunicación respecto de la covid-19 en todos los medios uruguayos. Nunca más volví a ese medio, ni fui invitado a ningún otro a hablar sobre mi perspectiva crítica. Apenas conseguí introducir una muy breve mención en una entrevista emitida en enero de 2021 por Televisión Nacional, donde el asunto era narrar mi trayectoria de vida. Si tuviera que contrastar ese disparate que afirma con total desparpajo el autor, diría que ocurre como con los falsos positivos del test PCR: luego de un ct de 35 o más, 97% de la comunicación pública lo ocupan los defensores del statu quo pandémico y 3%, los disidentes. Tan disparatado como ese juicio es este otro producido por nuestra ubicua participación mediática: “Las explicaciones simplistas ofrecidas por los antivacunas y los disidentes [...] nutren miedos, fobias o dudas que ya existían antes del año 2020 pero que la pandemia ha vigorizado a niveles insólitos”. Acusarnos de atemorizar a la población, cuando tenemos la inmensa competencia de todos los medios masivos de comunicación ocupada desde el 13 de marzo en dramatizar al enemigo invisible y a su peligrosidad irrestricta, es irrisorio. Nosotros, que brillamos por nuestra ausencia en ese ámbito, mal podríamos asustar a nadie, sin mencionar que nuestro objetivo es invitar a pensar, a razonar con base en evidencias alternativas, esas que son celosamente excluidas de esos foros multitudinarios en audiencia.
Creo que la relación que propuse entre ellos y nosotros es proporcional; 97 a 3 es una estimación más que generosa y seguramente empíricamente falsable. Nuestra menos que esporádica aparición en poquísimos programas de radio (Bajo la Lupa, en CX 30, o El zapato de la Cenicienta, en CX 1160 Agraria del Uruguay) no es comparable en absoluto con la masiva y constante presencia en todos los canales de televisión, todo el tiempo, de la versión oficial de la ortodoxia covid. Quien afirme lo contrario está diciendo algo falso, contrario a la más elemental evidencia. No importa que no lo llamen censura, es en todo caso un fenómeno que describió un semiólogo del cine, Christian Metz, en 1968: para que aparezca en la pantalla algo que existe en la realidad debe lograr la nada fácil operación de extraerse de su ruidosa ausencia.
Por fin, quiero comentar la descripción desdeñosa que hace el autor sobre nuestra crítica por provenir de la “vociferante resistencia de una minoría”. Pienso en los muy pocos y muy valientes opositores al régimen nazi en Alemania, en los hermanos Hans y Sophie Scholl, del grupo de la Rosa Blanca, quienes dieron su vida para resistir a ese aborrecible sistema de opresión y fueron asesinados. De seguir la lógica expuesta por el autor, ellos no deberían haber intentado oponerse: ¿para qué ser parte de una vociferante resistencia minoritaria? Ellos y los muy pocos que desde la cuna del nazismo se atrevieron a dar ese admirable paso, el de ser una minoría en medio de un mar de conformismo fanatizado en Alemania, merecen todo mi respeto. No ocurre lo mismo con la falta de argumentos científicos y las acusaciones infundadas en que abunda esta triste columna, que denigra pero no debate.
Fernando Andacht es doctor en Filosofía.