Cada 9 de diciembre se celebra el Día Internacional contra la Corrupción, una lucha que también encuentra cada vez más resistencias. La avanzada de los movimientos contra la democracia y el derecho internacional ha debilitado también a las instituciones de combate a la corrupción. No es de extrañar que quienes socavan la democracia también busquen aprovechar la situación para evitar rendir cuentas de su actuación.
El vínculo entre los niveles de corrupción y el Estado de Derecho es evidente, dado que afectan a las instituciones democráticas y al desarrollo sostenible de las sociedades. La prensa juega un papel central en la investigación, revelación y difusión de prácticas corruptas y abusos de poder y, aunque no es un fenómeno novedoso, el periodismo de investigación es uno de los blancos predilectos de quienes abusan del poder.
La narrativa de líderes y altos funcionarios públicos contra la prensa es un fenómeno que se ha extendido a nivel regional y global, aprovechando la capacidad de diseminar la estigmatización en redes sociales. Ante una denuncia hecha por la prensa no se tarda en descalificar al medio o a sus periodistas acusándolo de “prensa corrupta”, “partidaria”, “operadora” o de “difundir noticias falsas”, para mencionar los calificativos más suaves.
De las narrativas muchas veces se pasa a la acción. En efecto, a propósito de “el Día de la lucha contra la corrupción” la Unesco alerta sobre “el mal uso del sistema judicial contra la libertad de expresión”. El acoso judicial contra medios y periodistas es otra forma de hostigamiento que parecía cosa del pasado, tras el consenso democrático alcanzado en América Latina, pero vuelve a ser utilizado contra las y los periodistas que investigan y difunden este tipo de información.
El informe incluye algunas tendencias preocupantes, como la reversión de la despenalización de figuras como la difamación e injurias para proteger la difusión de información de interés público. Hace poco más de una década varios países, impulsados por iniciativas de la sociedad civil y defensores de la libertad de expresión, aprobaban leyes para proteger, modificar o limitar delitos ambiguos como la difamación y el desacato.
Pero esa tendencia se ha detenido a nivel global y regional: 160 países aún mantienen la penalización de este tipo de expresiones, sin mayores excepciones. A su vez, decenas de países han reintroducido figuras de difamación, desacato y ofensas, principalmente para el espacio online, aprovechando la excusa de legislar para frenar las “fakes news”, el terrorismo o los ciberataques. El informe de la Unesco contabiliza 57 leyes que incluyen alguna forma de difamación criminal que afecta a la prensa, aprobadas desde 2016.
Estas figuras permiten a políticos y empresarios involucrados en hechos de corrupción iniciar demandas penales contra periodistas y medios, con el consiguiente costo de tiempo y recursos para preparar defensas. De hecho, este tipo de denuncias han aumentado en todos los continentes y, en aquellos países con menos garantías, han terminado incluso en condenas de prisión para los periodistas.
Otra tendencia que subraya el informe es la expansión de las demandas civiles, en general por montos desorbitantes, interpuestas por funcionarios o poderosos contra periodistas de investigación, con el ánimo de silenciarlos o detener sus investigaciones. Estas demandas y las posibles condenas a pagar indemnizaciones desproporcionadas, afectan de manera particular a medios locales con problemas de sostenibilidad económica.
El acoso judicial contra medios y periodistas es otra forma de hostigamiento que parecía cosa del pasado, tras el consenso democrático alcanzado en América Latina, pero vuelve a ser utilizado contra las y los periodistas.
Cuando este tipo de litigio busca generar un efecto inhibitorio en la prensa y dañar sus finanzas es conceptualizado por los organismos internacionales como “Litigio Estratégico contra la Participación Pública” (SLAPP, por su sigla en inglés), debido a que son una forma de represalia por la difusión de un asunto público que incomoda o interpela a funcionarios o personas con poder. El previsible efecto de silenciamiento también impacta en el derecho de la sociedad en su conjunto a recibir información.
La región y Uruguay
La difamación criminal persiste en 29 de los 33 países de América Latina y el Caribe, y este tipo de figuras penales continúa siendo un arma contra periodistas y blogueros. Es cierto que tanto los tribunales a nivel nacional, como la Corte Interamericana de Derechos Humanos, han contribuido con sentencias que establecen la incompatibilidad de este tipo de condenas con las garantías que ofrecen los tratados sobre libertad de expresión a la difusión de información de interés público.
No obstante, la permanencia de este tipo de delitos en los ordenamientos jurídicos ha vuelto a disparar las querellas, y en algunos casos las condenas penales, en países como Perú, Paraguay, Chile o Brasil. En el caso de Uruguay, pese a que es uno de los cuatro países de la región que ha despenalizado la difusión de opiniones o informaciones de interés público, en los últimos tres años también se registra un número creciente de demandas penales, luego mayoritariamente desestimadas en la justicia.
En cuanto al uso de demandas civiles con fines estratégicos o intimidatorios, también se han vuelto frecuentes en América Latina; de hecho, se pueden ver casos emblemáticos en México, Colombia y Panamá. En este campo, Uruguay no ha sido una excepción y en los últimos años se han reportado varias demandas civiles contra la prensa. La más reciente de ellas presentada contra la diaria por parte de una ex funcionaria de gobierno que reclama 450 mil dólares en daños y perjuicios, luego de que el medio publicara una extensa investigación sobre su actividad en una organización civil relacionada con el cargo que ocupaba.
En un momento donde los consensos internacionales se encuentran resquebrajados, es necesario comenzar por poner esta situación en la agenda. Quienes luchan contra la corrupción y la impunidad están planteando la necesidad de introducir los estándares internacionales en la legislación sobre protección de las libertades informativas en los países de la región.
Del mismo modo, los organismos deben insistir en modificar las leyes de difamación y desacato, exceptuando de su aplicación la difusión de opiniones y expresiones de interés público. Del mismo modo, Unesco propone elaborar una legislación para que las demandas civiles contra la prensa se ponderen bajo el estándar de la real malicia y las eventuales sanciones sean proporcionales, para no generar un daño económico que haga peligrar al emprendimiento periodístico.
Otro elemento importante es garantizar la protección de las fuentes periodísticas en el marco de investigaciones sobre corrupción y seguir con cuidado los intentos de criminalizar las filtraciones. La región también debería avanzar en las casi inexistentes protecciones a informantes de hechos de corrupción, que a veces eligen revelar un secreto de estado para exponer un caso de abuso de poder. El periodismo de investigación es de por sí complejo y costoso, pero es más difícil que prospere con varias espadas de Damocles sobre la cabeza.
La sociedad civil y los organismos internacionales deben dar seguimiento a la evolución de este fenómeno de criminalización y apoyar la defensa de casos emblemáticos para dejar en evidencia el uso del litigio estratégico contra la libertad de expresión. Y finalmente, el Poder Judicial debe aplicar los estándares internacionales de protección de la libertad de expresión, en particular cuando está llamado a resolver casos en los que terminan en el banquillo quienes revelan hechos de corrupción o irregularidades en la administración de los recursos públicos.
Edison Lanza fue relator para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.