El gato de Schrödinger ha pasado de ser una paradoja al alcance de unos pocos científicos a formar parte de la cultura popular. Bromas que circulan en redes sociales, series e incluso obras de teatro han incorporado al desafortunado gato que estaría, al mismo tiempo, vivo y muerto, como metáfora para explicar situaciones contraintuitivas pero posibles de la vida cotidiana.

Ustedes se preguntarán: ¿qué tiene que ver esto con la huelga en nuestro país?

Obviamente la conexión no tiene que ver con las diversas interpretaciones científicas que Obviamente la conexión no tiene que ver con las diversas interpretaciones científicas que existen para explicar y superar esta paradoja, pero sí se puede tomarla como metáfora para ejemplificar la posibilidad de que dos estados opuestos existan simultáneamente, ya que esto es, precisamente, lo que ocurre con la huelga a propósito de la reglamentación planteada por el gobierno a través de la ley de urgente consideración (LUC): se la reconoce y a la vez se la limita de forma tal que la vuelve ineficaz, lo que resulta en sí mismo un contrasentido. Metafóricamente hablando, la huelga está viva y muerta a la vez.

La particularidad que acompaña este derecho ‒y uno de los motivos por el cual es resistido‒ es que se trata de un derecho de conflicto en cuanto expresa un modo de protesta de los trabajadores. Si bien quienes se encuentran influenciados por la doctrina liberal ven en este tipo de conflicto una patología que debe ser reprimida, puesto que es considerada una desviación del orden y el consenso que deben existir en el discurrir de la relación de trabajo, existe amplio acuerdo en apartarse de dicha concepción sobre la base de entender que el conflicto es un rasgo inherente y propio de las sociedades, por tanto es un rasgo funcional de la relación de trabajo que no debe ser negado sino encauzado, como explica Mouffe, “en una organización política democrática, los conflictos y las confrontaciones, lejos de ser un signo de imperfección, indican que la democracia está viva y se encuentra habitada por el pluralismo”.

Tan es así que hoy día no se discute que la huelga es un derecho fundamental; en nuestro país no sólo se desprende expresamente de la Constitución, sino que también lo señalan los tratados internacionales suscritos y vigentes en Uruguay, particularmente el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, y lo reconocen, además, buena parte de las democracias occidentales, incluyendo a todos los países de nuestra región.

Este reconocimiento implica poner en manos de los trabajadores un mecanismo de presión eficaz que logre alterar el orden productivo para alcanzar una posición de equilibrio en la relación de poder a la que están sometidos, pero, además, este derecho a lo largo de la historia se ha mostrado especialmente útil para el logro de otros derechos que han permitido mejorar la vida del trabajador y la de su familia, como el derecho a un salario equitativo o a condiciones de trabajo dignas.

Sobre esta base, la existencia de daño a los intereses del empleador (entendido como capacidad de presión) pertenecen a la esencia misma del derecho de huelga, por lo que no resulta nada extraño ni exorbitante que su ejercicio genere algún nivel de disrupción en la vida diaria, de hecho, el propio sistema lo garantiza (o así debería hacerlo). De esta forma, todas las acciones que pretendan o signifiquen una disminución de la presión que el contenido de este derecho supone, deben considerarse una contravención en atención a que logran dejar a la huelga sin contenido.

Justamente, esto es lo que ocurre con el artículo 392 de la LUC.

Por un lado, la primera parte del referido artículo señala que se garantiza el “ejercicio pacífico” del derecho de huelga. ¿Es razonable establecer expresamente esta exigencia para garantizar el ejercicio y la protección de este derecho?

Parecería que no. De partida, porque el hecho de que no se exija expresamente no implica que los derechos puedan ejercerse a la fuerza y en forma violenta, pero además, identificar únicamente en el caso de la huelga que esta debe ejercerse pacíficamente sin referirse concretamente qué se está entendiendo por tal, sólo sirve para dar la bienvenida a copiosas restricciones a su ejercicio.

En efecto, se propone una delimitación de la acción de huelga mediante la incorporación de una exigencia indeterminada, lo que permitirá recortar las modalidades más disruptivas de expresión, privando de eficacia a la medida y afectando, en consecuencia, el núcleo esencial del derecho.

Por otro lado, el mismo artículo seguidamente enfatiza en que se garantizará también “el derecho de los no huelguistas a acceder y trabajar en los respectivos establecimientos y el derecho de la dirección de las empresas a ingresar a las instalaciones libremente”. Si la huelga no logra afectar la producción ni el funcionamiento normal de la empresa, ¿entonces para qué sirve?

Lo que aquí aparece es una limitación al derecho de los huelguistas en nombre de los derechos de las demás partes involucradas: el trabajo, en el caso de los trabajadores que no se adhieren a la medida de huelga, y la propiedad del empleador.

Se dice que para proteger estos derechos se requiere limitar el ejercicio de la acción colectiva porque esta choca o entra en conflicto con aquellos. Quienes militan esta afirmación dicen muy poco. ¿Por qué? Porque es moneda corriente que los derechos colisionen entre sí, no se está diciendo nada extraño o anómalo. Lo que resulta relevante ‒y es aquí en donde la discusión podría mostrar sus matices‒ es desentrañar cuál de los derechos que reclama por el mismo espacio debe prevalecer frente a los otros.

Efectivamente, nos encontramos ante varios derechos de idéntica jerarquía normativa (huelga, trabajo y propiedad) reclamando por el mismo espacio y transformando el lugar de trabajo ‒parafraseando a Edwards‒ en un terreno en disputa, ya que están peleando por el mismo lugar y sólo algunos van a persistir y otros van a perder. Sí, estamos ante una situación en la que algo importante y valioso se va a perder, por lo que se tiene que lograr que esa pérdida afecte lo menos posible. ¿Cómo? Analizando para determinado caso en particular si hay una compensación social relevante que justifique la prevalencia de un derecho sobre otro. En el caso de la huelga, en principio este derecho se impone frente a los otros ya que se trata de un instrumento de presión clave ‒sino el más relevante‒ en manos de los trabajadores para la defensa de sus intereses. De permitirse que el trabajo de los huelguistas sea reemplazado por el de aquellos que deciden no adherirse a la medida, o que el empleador continúe con su actividad, la presión carece de eficacia y, como suele decirse, el derecho se “vacía”, pierde todo significado.

Algún crítico podría pensar que esto es puro prejuicio ideológico. Pero aquí hay dos razones elementales que echan por tierra esta afirmación: no se trata de una jerarquía absoluta entre los derechos sino que la huelga también podrá sufrir restricciones, como ocurre, por ejemplo, en el caso de servicios esenciales, de ahí la necesidad de analizar caso a caso qué derecho es el que prevalece y no de forma abstracta; y, además, a diferencia de los otros derechos en juego, la huelga está al servicio de un interés colectivo y su ejercicio ha impulsado grandes transformaciones y ha permitido alcanzar derechos que hoy en día son el piso mínimo del que gozan todos los trabajadores.

En definitiva, así como la paradoja de Schrödinger es un atropello al sentido común por plantear la superposición “vivo y muerto”, una ley que prevea neutralizar o minimizar la eficacia de la presión de la huelga es un atropello para los trabajadores en particular, y para la sociedad en su conjunto.

Andrea Rodríguez Yaben es abogada especialista en Derecho del Trabajo.