Casi nada se ha dicho sobre los nueve artículos –118 al 126– que la Ley 19.889 de urgente consideración (LUC) dedica a fortalecer la Secretaría de Inteligencia Estratégica como dirección “técnica” (¿?) del Sistema Nacional de Inteligencia del Estado y a otorgarle potestades extraordinarias. La temática de los servicios de inteligencia parece ajena al común de la ciudadanía, pero la historia reciente muestra que, en ausencia de un adecuado control democrático, sus actividades pueden representar una seria amenaza para las libertades y los derechos de la ciudadanía.

Todos los artículos de la LUC sobre los servicios de inteligencia modifican leyes relativamente recientes, aprobadas con los votos de todos los partidos luego de largos procesos de debate y negociación. En efecto, dos de ellos introducen cambios en la Ley Marco de Defensa Nacional (18.650) y los otros siete modifican la Ley 16.996, que creó el Sistema de Inteligencia de Estado. Al aprobarse la LUC, el primer director de la Secretaría de Inteligencia Estratégica apenas había cumplido un año en funciones y la flamante Ley de Inteligencia ni siquiera estaba reglamentada; situación aún incambiada.

Sin embargo, los promotores del referéndum optaron por impugnar solamente tres de dichos nueve artículos. Así, por ejemplo, no se cuestiona el artículo 124, que convierte en cuasi-ministro al director de la Secretaría de Inteligencia Estratégica al designarlo miembro del Consejo de Defensa Nacional. Esta condición reafirma los poderes casi omnímodos que, como se verá a continuación, le confiere la LUC.

En efecto, el artículo 125 de la LUC introduce la figura legal de “información secreta”, que no existía en la legislación uruguaya. Este nuevo concepto legal representa una contradicción flagrante de los principios democráticos y está muy lejos de la permanente apelación que el gobierno hace de la transparencia. Textualmente, el artículo 125 establece: “Se considerarán secretos los actos, documentos, registros, actividades y cualquier otro material o insumo de los órganos que integran el Sistema Nacional de Inteligencia de Estado, cuya difusión pueda provocar daño a los acuerdos internacionales de cooperación en materia de inteligencia, a la independencia del Estado respecto de otros Estados u organismos internacionales, y a las relaciones con estos”.

La amplitud e indefinición de los asuntos que pueden calificarse de secretos es llamativa; “actos, documentos, registros, actividades y cualquier otro material o insumo”. Si bien parecen fijarse límites a esa laxitud, ellos se levantan inmediatamente con un “cerrojo” perfecto: la clasificación de dichos asuntos como secretos “...será realizada por el Director de la Secretaría de Inteligencia Estratégica de Estado, y sólo se podrá acceder a la misma mediante resolución fundada del Presidente de la República actuando en Consejo de Ministros”.

No es necesario ser excesivamente perspicaz para comprender que esta norma revela la voluntad de sustraer de cualquier tipo de control a un espectro de asuntos muy impreciso en sus límites y de dotar al director de la Secretaría de Inteligencia Estratégica de un poder absolutamente excepcional. Unas potestades que violan los preceptos más elementales de la democracia.

Pero, si alguna duda quedara, la despeja el artículo 126, que regula el “Acceso a la información reservada del Sistema Nacional de Inteligencia de Estado”. En él se lee: “La información producida y sistematizada por los organismos que conforman el Sistema Nacional de Inteligencia de Estado posee carácter absolutamente reservado. Se podrá acceder a dicha información exclusivamente por orden judicial y siempre que sea solicitada por la defensa de un indagado, imputado o acusado. Queda exceptuada de este régimen la información secreta...”. Así, el director de la Secretaría de Inteligencia Estratégica podrá decidir qué asuntos informará a la Comisión bicameral del Parlamento y cuáles no, sin que exista posibilidad de cuestionar su decisión.

El artículo 125 de la LUC introduce la figura legal de “información secreta” que no existía en la legislación uruguaya. Este nuevo concepto legal representa una contradicción flagrante de los principios democráticos.

Un tercer artículo –el 118–, que también es uno de los 135 que se someterán a votación el 27 de marzo, complementa perfectamente la intención de generar un verdadero poder paralelo, ubicado por fuera de cualquier control democrático. En él se afirma: “Todos los componentes del Sistema Nacional de Inteligencia de Estado, sin perjuicio de su dependencia orgánica y de sus cometidos específicos, se relacionarán entre sí y cooperarán e intercambiarán información a fin de producir inteligencia estratégica, bajo la dirección técnica de la Secretaría de Inteligencia Estratégica de Estado, en las condiciones que establezca la reglamentación”.

El gobierno introdujo el concepto de “dirección técnica” para sustituir al de “coordinación” de la Ley 19.696, pero optó por no definirlo en la LUC. Quiere decir que el Poder Ejecutivo establecerá dicha definición en el decreto reglamentario, una norma que casi dos años después de la aprobación de la LUC continúa sin conocerse. Lo que sí se conoce es la voluntad del gobierno de fortalecer las potestades del director de la Secretaría de Inteligencia Estratégica en su papel directriz de los organismos de inteligencia y contrainteligencia.

Para finalizar, es necesario agregar dos elementos. El primero es que aun en las democracias más consolidadas y maduras, con poderosas comisiones parlamentarias dotadas de amplias potestades de control, los servicios de inteligencia generan situaciones indeseables que afectan los derechos civiles y políticos de los ciudadanos. En países como el nuestro, en los que los servicios de inteligencia han sido tradicionalmente utilizados para espiar y perseguir a los ciudadanos, no parece conveniente concentrar tanto poder en quien dirige el Sistema Nacional de Inteligencia.

El segundo elemento refiere a la evidencia disponible acerca de la transparencia con que se ha manejado la información por parte de los servicios de inteligencia.

Según el artículo 120 de la LUC, el director de la Secretaría de Inteligencia Estratégica debe (inciso A) “Formular el Plan Nacional de Inteligencia, para conocimiento y aprobación del Poder Ejecutivo”, y también (inciso H) “Presentar los informes a que refiere esta ley, particularmente el Informe Anual de Actividades de Inteligencia, así como informes periódicos regulares de acuerdo a lo dispuesto en el Capítulo II del Título IV...”. En efecto, el Capítulo II del Título IV de la Ley de Inteligencia refiere a los controles parlamentarios y en particular a la comisión bicameral que tiene como cometido el control y supervisión de la actuación del Sistema Nacional de Inteligencia de Estado.

La conclusión es simple: la tradicional opacidad de los servicios de inteligencia permanece. No hay noticia del Plan Nacional de Inteligencia. Tampoco se sabe que la comisión bicameral del Parlamento haya recibido reporte alguno sobre las actividades del Sistema Nacional de Inteligencia de Estado.

La Ley de Inteligencia de Estado en su versión original ya cuenta con casi tres años y medio de vigencia y el director (técnico) del Sistema Nacional de Inteligencia de Estado hace un año que ocupa su cargo. Todo indica que el reglamento que le permita cumplir a cabalidad sus tareas sólo se conocerá luego del 27 de marzo.

Estos antecedentes no auguran que las garantías democráticas y los derechos civiles y políticos de los ciudadanos resulten fortalecidos por los excepcionales poderes que la LUC otorga al director de la Secretaría de Inteligencia Estratégica y los que suplementariamente podrá otorgarle el gobierno en el decreto reglamentario cuando defina exactamente el concepto de “dirección técnica”.

Finalmente, y aunque sea obvio, es imprescindible recordar que las leyes no se elaboran ni se aprueban en función de un gobierno y aún menos pensando en un jerarca. Los contenidos de una ley deben valorarse tomando en cuenta su utilización más allá del gobierno de turno.

Julián González Guyer es doctor en Ciencia Política.