Una mala lectura de la Constitución hecha 100 años atrás, sumada a un error burocrático reciente, interpela nuestra identidad, pone en peligro el prestigio internacional del país como sociedad inclusiva y crea enormes problemas a nuestros ciudadanos legales cuando viajan al exterior. Ahora se intenta solucionar esto por la vía legal.

Hasta hace relativamente pocos años, los pasaportes emitidos por Uruguay en ningún lugar indicaban la “nacionalidad” de la persona; sólo decían que el poseedor era ciudadano uruguayo y especificaba si se trataba de un ciudadano natural (o sea, nacido en el país o hijo de uruguayos nacido en el extranjero) o un ciudadano legal (nacido en el extranjero que cumplió con los requisitos constitucionales para adquirir la ciudadanía). También se señalaba el lugar de nacimiento, pero sin ninguna indicación acerca de si la persona posee la nacionalidad o la ciudadanía del país donde nació.

Esto ya no es así. Los pasaportes emitidos en la actualidad contienen un campo que indica la “nacionalidad” y en ningún lugar se anota la “ciudadanía”. Si se trata de un ciudadano natural, la Dirección Nacional de Identificación Civil estampa que la nacionalidad de la persona es “uruguaya”. En cambio, si se trata de un ciudadano legal, lo que se indica como “nacionalidad” es (en principio) el país de nacimiento de esa persona. Por tanto, ya sea que se trate de un inmigrante venezolano que adquirió la ciudadanía hace un par de años o de un inmigrante español llegado con su familia hace 70 años, en ambos casos Uruguay les expedirá un pasaporte, pero sus documentos van a decir que su nacionalidad es “venezolana” y “española”, en lugar de indicar que se trata de ciudadanos uruguayos, como ocurría antiguamente. ¿Qué vínculo tienen ellos con Uruguay? A juzgar por la información consignada en el documento, parecería que ninguno.

La razón del cambio fue la necesidad de adaptar los documentos a las normas emitidas por la Organización Internacional de Aviación Civil (OACI, por sus siglas en inglés), organismo que tiene a su cargo la estandarización de los pasaportes. La norma vigente indica la existencia de un campo llamado “Nationality/Nacionalidad” y no existe ninguno que diga “Ciudadanía”, que era lo que indicaban nuestros pasaportes anteriores. Para resolver qué debía ponerse en ese campo, las autoridades echaron mano a los manuales de derecho constitucional, que en general hacen eco de una doctrina según la cual los únicos que tienen la nacionalidad uruguaya son los ciudadanos naturales, mientras que los ciudadanos legales son sólo eso (ciudadanos) y no adquieren nunca la nacionalidad uruguaya. Ergo, las autoridades concluyeron que sólo para los ciudadanos naturales se debía indicar que la nacionalidad es uruguaya, y para los legales se debía indicar la nacionalidad que los funcionarios entienden que la persona tiene (en principio, la del país en que nació).

Este cambio, que en principio puede parecer inocuo, les está generando a miles de nuestros conciudadanos varias dificultades, en particular a la hora de viajar. Las autoridades migratorias de los países a los que nuestros ciudadanos legales intentan ingresar se muestran confundidos (y con razón) al encontrarse con lo que bien puede ser el único pasaporte del mundo que dice que el poseedor no es un nacional del país emisor, por lo cual no resulta para nada obvio que la persona esté portando un documento de viaje válido y que el Estado uruguayo le esté extendiendo su protección. Como consecuencia, muchos países les están impidiendo el ingreso a nuestros ciudadanos legales. Aquellos que perdieron su nacionalidad de origen o por alguna razón ya no pueden obtener el pasaporte de su país originario están quedando en una situación análoga a los apátridas (personas sin nacionalidad), por lo menos en lo que refiere a los desplazamientos internacionales.

Para llegar a esta situación kafkiana fue necesaria la acumulación de una sucesión de dos errores: en primer lugar, una incorrecta apreciación de lo que significa ser un nacional y un ciudadano de Uruguay, y en segundo lugar, una interpretación incorrecta de qué es lo que la OACI espera que los países consignen en el campo “Nationality” de los pasaportes.

Nacionalidad versus ciudadanía en la Constitución

Nacionalidad y ciudadanía son dos conceptos que históricamente han representado cosas distintas, si bien pueden asimilarse (y veremos que en Uruguay están o deberían estar asimilados). A grandes rasgos, nacionalidad y ciudadanía son dos formas distintas en las que los estados crean vínculos con sus habitantes; el nacional es el que tiene derecho a desarrollar su vida en el Estado y goza del amparo de sus leyes, mientras que el ciudadano es el que participa en la vida política del país, con derecho a votar, a integrar las instituciones y a postularse a cargos públicos. Pero en muchos países la distinción cumple funciones distintas, lo cual hace que la palabra “nacionalidad” en ciertos contextos se use para representar lo que en otros se llama “ciudadanía”, y viceversa (como se verá más adelante).

A diferencia de muchas otras constituciones, incluidas varias que nuestros constituyentes tomaron como modelo, la nuestra nunca distinguió expresamente entre nacionales y ciudadanos, y únicamente reguló la ciudadanía. Esto fue considerado un error por nuestro constitucionalista más celebrado, Justino Jiménez de Aréchaga, quien así lo consignó en sus libros de la década del 40 haciéndose eco de la opinión de su abuelo, también constitucionalista, que había manifestado lo mismo medio siglo antes. Respecto de la Constitución de 1830 los Jiménez de Aréchaga tenían razón: ciudadanía y nacionalidad debían ser cosas distintas, ya que en ella sólo los hombres eran ciudadanos; por tanto, las mujeres debían, obviamente, ser nacionales del Estado Oriental sin ser ciudadanas, aunque la Constitución no lo dijera expresamente.

Esto cambió en la Constitución de 1917, que universalizó la ciudadanía. Sin embargo, Justino (nieto) persistió en la opinión de que ser ciudadano de Uruguay y ser un nacional no es lo mismo, e insistió en que “cada Estado siente quiénes son sus nacionales, y lo declara por su Derecho; en cambio, cada Estado decide quiénes son sus ciudadanos, y lo dispone por su Derecho, pues la nacionalidad corresponde a una cierta realidad de tipo sociológico-psicológico”. Así, concluyó que para nuestra Constitución sólo los nacidos en Uruguay son nacionales (o sea, los ciudadanos legales nunca se convertirían en nacionales, y ni siquiera los ciudadanos naturales que sean hijos de orientales nacidos en el exterior lo serían). Varios constitucionalistas posteriores matizaron esta posición, al considerar que todos los ciudadanos naturales son nacionales, pero coincidieron con los Jiménez de Aréchaga en que en Uruguay un extranjero nunca se puede transformar en nacional.

La decisión de igualar el campo “nacionalidad” del pasaporte –según los requerimientos de la OACI– a lo que la doctrina constitucional uruguaya llama de esa manera sólo puede calificarse como un error administrativo.

Jiménez de Aréchaga fue un jurista muy lúcido, pero en este punto estaba profundamente equivocado, en parte porque no contaba con el instrumental teórico para entender por qué el concepto de nacionalidad tal como era manejado por los juristas europeos que había leído no se podía trasplantar directamente a Uruguay. El proceso de formación de los estados nación fue distinto en Europa y en América; en Europa fueron grupos humanos que compartían cierta característica étnica (generalmente el idioma) los que impulsaron la formación de los estados; en cambio, en América los estados fueron creados por élites locales que no tenían ningún marcador étnico que los distinguiera de las élites que impulsaron la formación de otros estados. Por tanto, en América no fueron las naciones las que crearon estados, sino que los estados crearon naciones. El nacionalismo americano fue distinto del europeo; no tenía un carácter étnico, sino cívico, abierto a incluir a todas las personas que estuvieran dispuestas a participar en la vida política de los países. Nuestros constituyentes de 1830 seguramente no se olvidaron de distinguir entre ciudadanos y nacionales; no lo hicieron porque no quisieron.

En el caso de nuestros constituyentes de 1917, esto es demostrable. En las actas de la Convención Constituyente quedó registrada una discusión entre nada menos que Emilio Frugoni y Washington Beltrán en la cual ambos llegan al consenso de que la distinción entre ciudadanía y nacionalidad en nuestro país es irrelevante y deciden que no es necesario incluirla en el texto constitucional. La inclusividad de la nación uruguaya era una cuestión que trascendía las barreras ideológicas.

Nacionalidad versus ciudadanía en el pasaporte

De acuerdo con información contenida en el sitio nacionalidad.uy (mantenido por un grupo de ciudadanos legales que intenta concientizar sobre esta problemática), las autoridades en cierto momento manejaron la posibilidad de consultar a la OACI qué debe incluirse en el campo “nacionalidad” de los pasaportes, pero desistieron porque entendieron que la OACI diría que eso lo debe resolver Uruguay según su derecho interno. Esto es una pena, porque observando la práctica de otros países es fácilmente deducible que es perfectamente válido incluir allí lo que en el derecho interno de algunos países se llama ciudadanía.

Un ejemplo clarísimo es el de Israel. Para Israel no existe una nacionalidad israelí; existe hasta un fallo de la Suprema Corte negando su existencia. Para Israel sus ciudadanos son de nacionalidad judía, árabe, drusa, etcétera, pero todos tienen la ciudadanía israelí, y lo que se consigna en el pasaporte no es la nacionalidad, sino la ciudadanía. Si a la OACI le importara la definición interna de la nacionalidad, los pasaportes de los ciudadanos árabe israelíes deberían decir “Nacionalidad: Árabe”, lo cual sería absurdo. De hecho, al traducir el campo “Nationality” en los pasaportes que emite Israel, no se usa la palabra hebrea para “nacionalidad”, sino la que literalmente significa “ciudadanía”.

Otro ejemplo claro es el de Hungría, que en su derecho interno reconoce 13 minorías nacionales, pero que al emitir sus pasaportes en todos los casos dice “Nacionalidad: Húngara”. Si Hungría hubiese seguido el criterio uruguayo, el pasaporte de algunos ciudadanos húngaros indicaría que su nacionalidad es “rutena” o “valaca”, lo cual es evidentemente absurdo porque a ninguna autoridad migratoria le importa el concepto interno que cada país tiene acerca de la nacionalidad de las personas. Consultando los casos de otros países en los que la distinción entre nacionalidad y ciudadanía es relevante a efectos internos (como Japón y Rusia), parecería que en todos ellos lo que se consigna en el pasaporte es lo que internamente se llama “ciudadanía”. De hecho, existe un documento de la Organización de las Naciones Unidas referido a la problemática de las personas apátridas en el cual expresamente se dice que la distinción entre nacionalidad y ciudadanía es irrelevante a sus efectos.

Por todo esto, la decisión de igualar el campo “nacionalidad” del pasaporte –según los requerimientos de la OACI– a lo que la doctrina constitucional uruguaya llama de esa manera sólo puede calificarse como un error administrativo. A efectos de la OACI, decir que una persona tiene nacionalidad uruguaya debería ser equivalente a decir que tiene ciudadanía uruguaya (que es, en definitiva, lo que decían los pasaportes uruguayos antes de la adaptación a los estándares internacionales nuevos).

¿La solución?

Todos estos problemas podrían solucionarse de manera instantánea por la vía administrativa, ya sea aceptando la doctrina según la cual para la Constitución uruguaya todos los ciudadanos son también nacionales (esto es, respetando la voluntad de los constituyentes de 1917) o, en su defecto, imitando el ejemplo de otros países que interpretan el campo “nacionalidad” del pasaporte como equivalente a su concepto interno de ciudadanía. De todas formas, en este momento hay a estudio del Parlamento dos proyectos que pretenden solucionar este problema por la vía legal, y el miércoles está previsto que comparezca ante el Parlamento una delegación de ciudadanos afectados por esta problemática.

Darío Burstin es abogado, asesor de Fuerza Renovadora, Frente Amplio, y cursó estudios sobre nacionalismo en la Universidad Centroeuropea de Budapest.