Los últimos datos sobre el número de personas en situación de calle en nuestra ciudad son de agosto de 2023, resultado del Relevamiento de Personas en Situación de Calle en Montevideo realizado por el Ministerio de Desarrollo Social (Mides). La cifra en ese momento era de 2.758 (en comparación con 1.393 en 2016). Contar con estos datos es fundamental para la generación de política pública que responda a esa flagrante expresión de falta de acceso a una multiplicidad de derechos humanos fundamentales. Más allá de los datos, la percepción de cualquier habitante de esta ciudad con mínima sensibilidad frente a lo que ocurre en su entorno es que ese número de personas crece, casi a diario. Son muchas. Muchísimas. En las puertas de edificios. Junto a contenedores (o incluso dentro de ellos). En zaguanes. En plazas y parques. En recodos de edificios abandonados. En canteros de grandes avenidas y bulevares. Bajo y entre las plantas de una diversidad de espacios públicos. En las paradas de los ómnibus. En las terminales. En estacionamientos. Bajo puentes. En las propias veredas. E incluso, literalmente, en las calles.
Estas personas, mayoritariamente hombres (89% del total según el relevamiento), no son las únicas en situación de vulnerabilidad de derechos en nuestra ciudad ni en nuestro país. Pero sí son la cara más visible de una sociedad fragmentada, desigual, inequitativa, injusta, y sobre todo sin el marco de protección social del que Uruguay ha estado históricamente orgulloso.
Digámoslo con claridad: no hay sociedad que pueda considerarse en posesión de una institucionalidad democrática con marcos garantistas de protección social de su ciudadanía si un porcentaje de esa población vive en la calle; si sus niños, niñas y adolescentes duplican los índices de pobreza de las personas adultas, que además también tienen guarismos altos (10,7 % del total de personas, 22,5% para niños y niñas de 6 años, 18,5% entre 6 y 12 años, y 17,1% para adolescentes entre 13 y 17 años, según datos del Instituto Nacional de Estadística); si 15.000 personas se encuentran privadas de libertad, mayoritariamente varones jóvenes pobres, de los cuales 53,5% son analfabetos, mientras el índice de analfabetismo para el total poblacional de varones mayores a 17 años es de 1,6%1; si 15% de los hogares se enfrenta a inseguridad alimentaria y ese porcentaje se eleva a 37% en hogares con adolescentes entre 13 y 17 años en el noreste de Montevideo2; si pasada la emergencia sanitaria siguen existiendo más de 200 ollas populares en la capital y también en otros departamentos del país, en las que un sector de la población se alimenta gracias a la organización social y comunitaria a nivel barrial. También podemos decir que en los últimos 38 años Uruguay perdió 20% de sus pastizales naturales (2,5 millones de hectáreas) y que en el mismo período la plantación de especies exóticas creció 750% con enormes impactos negativos para la biodiversidad y los servicios ecosistémicos3. Estos datos no son estadísticas sobre recursos para la producción, sino que también hablan de empobrecimiento en términos de la diversidad de la vida y el sustento natural.
¿Todo esto ocurre porque Uruguay es un país sin capacidad económica para ofrecer respuestas desde sus instituciones a estos y otros desafíos? Según el Informe de Desarrollo Humano de Naciones Unidas 2021-2022, nuestro país se encuentra en la categoría de países con muy alto desarrollo humano y ocupa el puesto 58 entre 191 países, además de ser el tercer país de América Latina con el índice más alto luego de Chile y Argentina.
Como sabemos, estos índices y estadísticas son resultado de mediciones que dan cuenta de promedios, en particular el del PIB, que es uno de los componentes del IDH (índice de desarrollo humano). Pero lo que queda claro es que la situación descrita muy someramente líneas arriba no es resultado de la falta de recursos sino del modelo. Y no sólo del modelo económico, sino del modelo de sociedad que se ha construido a lo largo de varias décadas centrado en el capital y la acumulación y no en la vida.
“Es la economía, estúpido”
Tal vez algunas/os lectoras/es recuerden la campaña de Bill Clinton en 1992 que lo llevó a la presidencia de Estados Unidos, en la que se popularizó una frase supuestamente catalizadora para ese triunfo: “Es la economía, estúpido”. Focalizarse en la economía –y en la economía de mercado– era la clave para convencer a la población de que su vida iba a cambiar para mejor. Era tan obvio el argumento que no verlo se complementaba con el estúpido del final. Es decir, hay que ser estúpido para no darse cuenta de que si la economía funciona bien, todo lo demás viene por añadidura.
A más de 30 años de aquella afirmación, y, se puede agregar, pasadas muchas más décadas de discursos y políticas centradas en la economía casi como una órbita independiente de la vida, esa frase podría ser válida para entender varios fenómenos en respuesta a la siguiente pregunta: ¿por qué a pesar del crecimiento permanente y de los niveles de acumulación y enriquecimiento sin precedentes en la historia de la humanidad aumenta la pobreza, aumenta la desigualdad, hay cada vez más desplazados y migrantes por conflictos múltiples, se deterioran las condiciones climáticas con fenómenos cada vez más extremos, se reduce la diversidad de la vida animal y silvestre? “Es la economía, estúpido”.
En este caso la respuesta pretende argumentar que es obvio que una economía separada del resto de los ámbitos de la vida no puede dar respuestas que garanticen el acceso universal a derechos humanos y a una vida digna para el conjunto de la humanidad. ¿Alguien cree que los mercados tienen vocación comunitaria? ¿Que les interesa promover una vida relacional y de cuidado del entorno? ¿Que sin políticas específicas que lo exijan los excedentes se van a volcar a quienes más lo necesitan? Nada de eso es posible sin intervención estatal con foco en el bienestar.
En un artículo aparecido recientemente en The New York Times (19 de noviembre de 2023) con el título “¿Qué pasa cuando los superricos son tan egoístas? (No es bonito)”, el historiador económico italiano Guido Alfani argumenta que durante gran parte de la historia de Occidente los más ricos intentaron mitigar la opinión negativa y de presencia amenazante que sobre ellos tenía el resto de la sociedad, utilizando sus riquezas para apoyar a sus sociedades en tiempos de crisis como plagas, hambrunas y guerras.
Según Alfani, esto ha cambiado en el siglo XXI. “Los ricos de hoy, cuya riqueza se ha preservado en gran medida durante la Gran Recesión y la pandemia de covid-19, se han opuesto a las reformas destinadas a aprovechar sus recursos para financiar políticas de mitigación de todo tipo”. No sólo eso, sino que su mayor esfuerzo se centra en proteger sus fortunas de cualquier tipo de impuestos extra, dejando a las instituciones públicas sin recursos para responder a las dificultades crecientes que enfrentan cada vez mayores sectores de la población y no han escatimado en ocupar posiciones políticas de toma de decisiones reforzando su capacidad de protección de sus fortunas a través de leyes que ellos mismos proponen y aprueban.
El argumento de Alfani es relevante al momento de analizar, también en nuestro país, cómo el crecimiento de la economía asociado a determinadas áreas de producción termina favoreciendo a sectores con alto poder adquisitivo (en Uruguay llamados “malla oro” por el presidente de la República) sin que eso impacte en el resto de la población, o incluso deteriorando aún más sus condiciones de vida y también las condiciones del entorno natural.
Al finalizar 2022, Uruguay superó las expectativas de crecimiento alcanzando un 4%, fuertemente asociado al sector exportador y a las inversiones de UPM y obras conexas, mientras que los ingresos de los hogares y su poder de compra cayeron4. Ese mismo año, según un informe de la Comisión Técnica Asesora del Consejo Central de AEBU presentado en agosto de 2022, los depósitos bancarios tuvieron el crecimiento “más rápido desde que hay registros… principalmente en las cuentas con más fondos”.
Sin duda estos breves párrafos no alcanzan, ni pretenden hacerlo, para argumentar que el crecimiento tiende a concentrarse y no hay derrame. Pero sí sirven como base para analizar lo que podría llamarse obsesión con el crecimiento económico como única alternativa para responder a las múltiples necesidades y expectativas de una sociedad cada vez más fragmentada, pero también más diversa y con potencialidades muchas veces ignoradas por el sistema político.
Viejos y nuevos discursos
El próximo año habrá elecciones nacionales y departamentales y ya han comenzado las declaraciones, los debates y el intercambio en torno a las propuestas de los diversos sectores políticos. Un recorrido por esas declaraciones lleva a una primera conclusión respecto a la coincidencia: el crecimiento económico sigue siendo el denominador común en el lenguaje de las campañas y aparece, como en todas las anteriores, como el caballito de batalla que va a permitir resolver todos los problemas. Es importante decir que a la palabra mágica, crecimiento, se le han ido agregando adjetivos que procuran darle un mayor encantamiento: sustentable, sostenido, resiliente, equitativo, justo, verde.
Sin duda, ese debate en torno a reorientar la economía de modo que sus resultados permitan alcanzar condiciones de vida digna, protección ambiental y el logro pleno de la justicia y los derechos humanos es fundamental. Pero ¿es posible lograr esto centrándose en el crecimiento? ¿No habrá llegado el momento –con múltiples investigaciones nacionales, regionales e internacionales que evidencian los límites del crecimiento para generar bienestar– de que, sin abandonar la retórica, al menos se la complemente con otros enfoques que puedan aportar alternativas?
Seguramente los debates tomarían un rumbo diferente si en lugar de poner el foco en cómo alcanzar el desarrollo sustentable se lo pusiera en la sustentabilidad de la vida, como viene proponiendo desde hace décadas el feminismo, en particular la economía feminista y el ecofeminismo. Estas corrientes ubican la ética del cuidado en el centro, no como secundaria de la producción de bienes económicos sino como un aspecto fundamental del sistema socioeconómico que garantiza la reproducción social. Pararse desde esa perspectiva permite pensar en un nuevo paradigma económico que en la práctica conduce a nuevas acciones sociales y a la elaboración de políticas económicas diferentes5.
En esa lógica, un Sistema Nacional de Cuidados no es una política asistencial para alivianar la carga de las mujeres en los roles que tradicionalmente recaen sobre nosotras, sino que es parte de un engranaje socio-económico-cultural que favorece al conjunto de la sociedad en la distribución de tareas, incluidas las de producción. Las investigaciones académicas y análisis de experiencias concretas que evidencian la posibilidad de implementar una economía ética son múltiples. Una economía ética es la que produce para el bienestar y no para el lucro. No excluye la ganancia, pero esta no es la única motivación que se persigue sin importar sus consecuencias. Es la que se basa en una perspectiva relacional que reconoce que el beneficio a obtener por un actor determinado no puede ocasionar daños a otras personas, a colectivos, a otros seres vivos o a la naturaleza.
Uruguay es rico en ejemplos de este tipo de economías: el cooperativismo en sus múltiples áreas de intervención, la agricultura familiar, la agroecología, redes de comercio justo, redes de cuidados, entre otras. Actividades centradas en lo relacional y lo comunitario. El mito de que la economía ética y solidaria es, por definición, marginal es resultado de políticas que históricamente han mantenido la visión dominante del mercado como el único capaz de generar empleo genuino y “mover la economía”. Esa misma economía que ha provocado la crisis ambiental que estamos enfrentando y la exclusión de amplios sectores de la población del acceso a una vida digna. Frente a ello el desafío no es sólo aprender de estas economías comunitarias y solidarias, sino generar políticas que también exijan perspectivas éticas en la economía de gran escala.
Seguramente los debates tomarían un rumbo diferente si en lugar de poner el foco en cómo alcanzar el desarrollo sustentable se lo pusiera en la sustentabilidad de la vida, como viene proponiendo desde hace décadas el feminismo.
Hablar de transición ecológica, el gran tema de nuestro tiempo, sin cambios fundamentales en el modelo económico, es una quimera. La transición justa no se refiere exclusivamente a reducir las emisiones, embarcarnos en la consolidación de una nueva matriz energética, descarbonizar la economía, todo lo cual es absolutamente necesario e imperioso de lograr en el menor tiempo posible. Pero el ambiente, la economía y la vida es un todo y no se habrá logrado esa ansiada transición mientras miles de personas duerman en la calle, niños, niñas y adolescentes tengan condicionados sus destinos desde sus primeros años de vida, la violencia determine las relaciones en múltiples espacios, y los derechos humanos no sean más que un marco teórico para amplios sectores de la población. Las políticas públicas, definidas con participación ciudadana desde su experiencia y conocimiento, son el instrumento para responder a esas situaciones, utilizando recursos económicos generados en el país orientados al bien común, a través de un sistema tributario justo y equitativo.
Como han demostrado varios estudios6, cuanto más igualitarias las sociedades, mayor bienestar colectivo para las personas y para la vida en su diversidad. Ese es el desafío, para el cual el crecimiento es uno entre varios instrumentos.
Ana Agostino es trabajadora social, doctora en Desarrollo, exdefensora de vecinas y vecinos de Montevideo.
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“Un modelo para el diagnóstico del analfabetismo en la población privada de libertad en Uruguay”, MEC, p. 12 (marzo de 2023). ↩
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“Estudio sobre inseguridad alimentaria y nutricional en hogares con adolescentes al noreste de Montevideo”, Udelar. ↩
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“Entre 1985 y 2022 Uruguay perdió 20% de sus pastizales naturales”, la diaria, 7 de diciembre de 2023. ↩
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Carrasco, Cristina: “Economía, trabajos y sostenibilidad de la vida”. En Sostenibilidad de la vida. Aportaciones desde la economía solidaria, feminista y ecológica, 2012. ↩
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Piketty, Thomas: El capital en el siglo XXI (2013), Capital e ideología (2019); Thomas Richard Wilkinson y Kate Pickett: Igualdad. Cómo las sociedades más igualitarias mejoran el bienestar colectivo (2019). ↩