En el mes de mayo en Uruguay el reclamo de sostener la memoria, pero por sobre todo el de seguir reclamando justicia, se hace sentir con mucha fuerza. Este año en particular, si tomamos en cuenta que en junio se cumplirán 50 años del golpe de Estado de 1973, y que algunos sectores de la derecha conservadora vienen intentando instalar su visión sobre el pasado reciente, estos debates cobran una particular relevancia.

En todo caso, parece necesario entrar de lleno en esta controversia, cuya pertinencia tiene mucho más que ver con el presente y el futuro de nuestro país, que por intentar llegar a conclusiones “objetivas” sobre el pasado reciente.

Los esfuerzos de la derecha por colocar el enfrentamiento entre el ejército y grupos armados (teoría de los dos demonios) como los causantes del golpe de Estado contradicen todas las investigaciones históricas serias que dan cuenta de los acontecimientos de aquellos años.

La Guerra Fría, el rol de Estados Unidos en el continente, la crisis del Estado de bienestar impulsado por el batllismo, y las ideologías autoritarias muy extendidas en varios partidos políticos del país que alentaron respuestas represivas a la crisis económica y social se encuentran entre algunas de las causas del golpe de Estado que casi unánimemente comparte la historiografía nacional. Pero la historia es una cosa y la memoria es otra, aunque puedan estar íntimamente relacionadas.

Por ejemplo, para Maurice Halbwachs, psicólogo y sociólogo francés que estuvo recluido en el campo de concentración de Buchenwald hasta el 16 de marzo de 1945, la dimensión social es inherente al trabajo de rememoración; uno recuerda en común con otros.

Enzo Traverso1 sostiene que si bien la historia nace de la memoria, se libera al poner el pasado en distancia y posteriormente al erigir la memoria como un campo susceptible de ser investigado y problematizado. La historia es, entonces, una puesta en relato, una escritura del pasado según normas –imperantes y divergentes según el contexto– de la historia. La historia nacería de la memoria, de la que es una dimensión, pero luego al adoptar una postura autorreflexiva, transforma la memoria en uno de sus objetos.

Es así que la memoria se conjuga en presente, y termina siendo fundamentalmente una apuesta política. En tal sentido resulta pertinente ver muy brevemente cómo en Occidente se ha abordado en ciertas coyunturas relevantes los problemas de la “memoria”.

Tony Judt, en su soberbio libro Posguerra,2 señala que la solución occidental al problema de las atribuladas memorias de Europa fue la de grabarlas, literalmente, en piedra. Monumentos, memoriales, museos y placas dedicados a las víctimas del nazismo proliferaron por toda Europa. Pero el pasado nunca descansa en paz.

A partir de la caída del socialismo real, en algunas exrepúblicas del Pacto de Varsovia se instala el relato y las acciones políticas para equiparar los crímenes del nazismo con los del comunismo. A modo de ejemplo, en Hungría, en 2001, Viktor Orbán instituye el Día del Holocausto, que se celebra el 16 de abril, día del aniversario de la fundación en 1944 del gueto de Budapest. Tres años después se inaugura el Centro Conmemorativo del Holocausto. Dicha institución permanece generalmente vacía.

En el otro extremo de la ciudad funciona La Terrorhaza, casa del terror, que narra la represión y las torturas del Estado Húngaro desde 1944 a 1989. En esa enorme casa, los crímenes de Ferenc Szálasi, con sus cruces flechadas que dirigieron un régimen pronazi entre 1944 y 1945, y el exterminio de 600.000 judíos, sólo ocupan tres salas; todo el resto está destinado a mostrar el catálogo de crímenes del comunismo. El objetivo es mostrar al comunismo y al fascismo como equivalentes.

En Rumania, a pesar de que un expresidente, Iliescu, reconociera la participación de su país en el holocausto, el monumento inaugurado en Sighet en 1997 y financiado en parte por el Consejo de Europa es un homenaje a la resistencia contra el comunismo, por el cual se termina “honrando” a un grupo variopinto de activistas de la Guardia de Hierro y a otros fascistas y antisemitas rumanos, ahora reciclados en mártires de la persecución comunista.

Raymond Aron, probablemente uno de los intelectuales de mayor peso en su crítica al comunismo en el siglo XX, señalaba con sutileza que era erróneo comparar el nazismo y el comunismo: establecía que existe una diferencia entre una filosofía que tiene una lógica monstruosa y aquella a la que se puede dar una interpretación monstruosa.

Los debates de esos años fueron generando una jurisprudencia internacional, pero por sobre todo una retórica política que termina sirviendo de justificación para aquellos que sienten que sus sufrimientos y pérdidas han pasado desapercibidos y que no habían sido resarcidos por estos. Inmediatamente se nos representa el proyecto de ley presentado por el gobierno para reparar a víctimas de grupos armados en Uruguay.

A partir de la caída del socialismo real, en algunas exrepúblicas del Pacto de Varsovia se instala el relato y las acciones políticas para equiparar los crímenes del nazismo con los del comunismo.

Por ejemplo, el autor cita los intentos de algunos conservadores alemanes de buscar la reparación de comunidades de habla alemana expulsadas de sus tierras al finalizar la Segunda Guerra Mundial por las tropas soviéticas.

Es así que se provoca un giro en el que se busca instalar que todas las formas de victimización colectiva serían comparables, incluso intercambiables. Eso provocó reacciones como la de Marek Edelman, el último comandante superviviente del levantamiento del gueto de Varsovia, que en 2003 firmará un manifiesto en contra de esto, afirmando que no todas las víctimas, reconociendo su calidad, pueden ni deben ser comparables.

El autor señala un riesgo de entregarse a un excesivo culto a la conmemoración. En principio no habría límites para la memoria y para las cosas que merecen ser recordadas. Pero conmemorar el pasado mediante edificios y museos también es una forma de contenerlo, hasta incluso desdeñarlo. Esto no tendría mucha importancia mientras existan protagonistas de los hechos. Sin embargo, en algún momento, como dijera Jorge Semprún (sobreviviente del campo de concentración de Buchenwald), “el ciclo de la memoria activa se está cerrando”.

De manera provocadora Judt sostiene que la memoria es intrínsecamente polémica y sesgada; y que cierto grado de abandono, incluso de olvido, es necesario para la salud cívica. Aunque también afirma que no recomienda la amnesia; para poder comenzar a olvidar, una nación debe primero haber recordado.

Quien vendría a auxiliar estos límites de la memoria sería la historia en sus dos sentidos, como paso del tiempo, pero por sobre todo como estudio profesional del pasado. “El mal, especialmente si tiene la magnitud del practicado por la Alemania nazi, nunca podrá recordarse satisfactoriamente. La propia enormidad del crimen hará incompleta su conmemoración”.3

Sólo el historiador, con su austera pasión por el dato, la prueba y la evidencia, que es inherente a su profesión, puede realmente mantenerse alerta.4

Como señaláramos al comienzo de esta nota, los “combates” por la memoria se relacionan fundamentalmente con nuestro presente y con el futuro a construir. Distintos actores políticos y algunos periodistas vienen desplegando una campaña para instalar su relato sobre el pasado reciente. Y lo que podemos observar cada vez con más fuerza es que dicho relato conecta con ideas y propuestas que promueven un “sentido común” autoritario y represivo para abordar los principales problemas de Uruguay.

Esto abarca distintas dimensiones de la vida nacional (un ejemplo muy reciente podría ser el de la respuesta institucional a reclamos estudiantiles); de todos modos, si observamos cómo se viene abordando desde hace tiempo los problemas de la seguridad y la convivencia en el país, la tentación autoritaria o punitivista salpica a la izquierda también.

Para concluir esta apretada síntesis sobre un tema tan complejo, me gustaría compartir una reflexión del filósofo Richard Rorty. Las historias que se cuentan sobre lo que ha sido una nación y sobre lo que debería ser no intentan lograr una representación fiel, sino más bien forjar una identidad moral. Nunca será un debate entre una concepción verdadera y otra falsa de la historia de nuestro país y su identidad. Más bien hay que entenderla como un debate sobre qué esperanzas nos podemos permitir y a cuáles hay que renunciar.

Mientras haya una derecha políticamente activa y una izquierda políticamente activa, este debate continuará. Es la esencia de la vida política de la nación, pero es la izquierda quien tiene la responsabilidad de mantenerlo, porque la derecha nunca considera que haya mucho que cambiar.5

Esto es propio del debate político, donde sin duda se “estaciona” la memoria; mientras tanto, quizás sólo el historiador, con su austera pasión por el dato, la prueba y la evidencia, que es inherente a su profesión, puede realmente mantenerse alerta.

Marcos Otheguy es integrante de Rumbo de Izquierda, Frente Amplio.


  1. Enzo Traverso. El pasado. Instrucciones de uso: Historia, memoria, política

  2. Tony Judt (2017). Posguerra, una historia de Europa desde 1945. Taurus, Barcelona. 

  3. Judt, p. 1182. 

  4. Ibídem, p. 1183. | Yosef Hayim Yarushalmi (1982). Zakhor: Jewish History and Jewish Memory, Seattle, University of Washington Press, p. 116 | Zajor: la historia judía y la memoria judía (2002). Anthropos, Fundación Cultural Eduardo Cohen, Barcelona. 

  5. Richard Rorty (1998). Forjar nuestro país. El pensamiento de izquierdas en los Estados Unidos del siglo XX. Paidós, Barcelona.