Recientemente estuve leyendo al filósofo coreano Byung Chul Han, que, contra mis prejuicios, resultó ser alguien que analiza la realidad actual con profundidad y una enorme elegancia, lo que no es menor.

Lejos del profundamente sobrevalorado Harari, Han presenta una serie de conceptos que son útiles para al menos intentar una explicación para aspectos de nuestra sociedad que no son aceptables.

¿De qué hablamos cuando hablamos de drogas?

Para ser alguien que no admira demasiado a Raymond Chandler, la tentación de robarle su título más famoso a veces me gana... pero la pregunta es válida, porque en el siglo XXI es imprescindible que nos dediquemos en serio a redefinir qué es o no una droga para poder determinar cuál, si es que alguna, es intrínsecamente problemática y, recién ahí, encarar políticas y legislaciones al respecto.

Hoy se habla de adicción “a las pantallas”, lo que en realidad es un problema de provocar liberación de dopamina en exceso, que funciona como adicción en efecto, pero no se lo considera dentro de los problemas.

Por otro lado, se ha logrado liberar al cannabis de su anatema y estigma para su consumo, permitiendo su agregado a la terapéutica medicinal, obteniendo medicación contra el dolor, la epilepsia infantil, y otras que están en desarrollo.

Pero las buenas noticias no terminan ahí: el uso de psilocibina (principio activo de los hongos “mágicos”) y del LSD en condiciones controladas está demostrando un valor terapéutico para afecciones que no tenían ninguna terapéutica al día de hoy. Estas drogas estaban prohibidas más por el prejuicio puritano del paradigma de “guerra a las drogas” que por razones científicas.

Lo que sí está claro es que esa política de represión heredada del siglo pasado solamente ha representado un fracaso tras otro, ya que no solamente el narcotráfico se ha mostrado más poderoso, resiliente y capaz que las fuerzas que lo persiguen, sino que es un signo inequívoco de que el problema jamás debió encararse desde la represión de la oferta, sino desde el consumo.

Sin saber por qué la gente consume las diferentes drogas (para lo cual, insisto, debemos tomar un tiempo para redefinir el concepto) no se puede encarar el problema con ninguna eficacia.

Yo creo, y puedo fundamentarlo, que el encare que llevó el mundo a esta situación en la que constantemente se diseñan drogas nuevas y se redestinan otras que ya estaban en la terapéutica para el consumo “recreativo”1 partió de todas las causas erróneas, comenzando por las políticas, encarnando el sueño húmedo de los sectores conservadores, reaccionarios y totalitarios, sean de izquierda o derecha (aunque más de derecha, seamos justos).

Por supuesto, la base teórica se creó mediante el uso de la ciencia como fundamentación de las premisas políticas antes mencionadas, en uno de los fenómenos de “cherry picking”2 más exitosos de la historia de nuestra especie.

Por último, se despreció totalmente el “efecto rebote” de cualquier prohibición por parte de los estados paternalistas, que convierte a lo que se desea condenar en tentadores símbolos para cualquier movimiento contracultural que desee emanciparse del “gran hermano” real de los jóvenes o el imaginario de los conspiranoicos.3

Por decirlo de alguna manera, los grandes ausentes en la discusión fueron justamente los que se dedican a analizar la realidad, los filósofos.

Obviamente, con la tecnocracia que imperó en los 70 años posteriores a la Segunda Guerra Mundial nadie en política tomó en serio este insumo de pensadores valiosos para estudiar los problemas de fondo de la sociedad, y así estamos, inmersos en una epidemia de consumo de muchas formas de drogas y sin pensar realmente, a fondo, cuál es el verdadero problema. Porque vamos a entendernos: no es el consumo, eso no es la causa, sino el síntoma externo de algo invisible.

La primera muerte

Una de las consecuencias desfavorables de la ilustración es que, como nace de la oposición de la razón contra la fe como única base válida del conocimiento, ya desde su origen encarna una desconfianza intrínseca de las formas de espiritualidad que reclamen un compromiso epistemológico que no se sustente en lo empírico. Es decir, si no lo puedo medir, pesar o intervenir, no existe. Esto derivó en el concepto mismo del “uso recreativo”, que por supuesto ya existía con el alcohol y que iniciaba con el tabaco, pero alienó el consumo de las sustancias, especialmente las que producen estados alterados de conciencia, de cualquier sistema ritual.

Esto podría ser visto por sectores dogmáticamente materialistas como una ventaja, pero tiene un aspecto muy negativo, y es que convierte un elemento –digámosle sagrado, a falta de otra palabra más cómoda– en un bien de uso como recreación sin ninguna asociación ritual que limite el lugar y la forma de consumo (y preparación o medida).

Lo anterior crea automáticamente las condiciones de materialidad para la aparición del abuso de la propia sustancia, porque, si el único vínculo de esta con el que la usa es el efecto, nada impide consumir como y cuando uno quiera.4 Y aumenta la demanda, pero como la capacidad de producir aumenta, y no hay regulaciones, entonces baja la calidad del producto y aumentan los peligros derivados de la toxicidad.

Me explico: si bien en teoría no sería más que un problema de libertad individual lo que uno consume o no, esto no es cierto. Como explica Han en La sociedad del cansancio, vivimos en una vorágine de autoexigencia en la que nos explotamos a nosotros mismos y lo llamamos superación. La primera consecuencia es que la expresión “tiempo libre” se interpreta como “tiempo improductivo” y se tiende a minimizarlo.

La segunda es que, además, como sostiene en Vida contemplativa: elogio de la inactividad, perdemos la capacidad de no hacer nada y disfrutarlo, y esa literal incapacidad debe ser compensada con gratificaciones que –para sorpresa de nadie– se convierten en tan fugaces y vertiginosas como el tiempo fraccionado en el que vive el sujeto del siglo XXI.

No solamente el narcotráfico se ha mostrado más poderoso, resiliente y capaz que las fuerzas que lo persiguen, sino que es un signo inequívoco de que el problema jamás debió encararse desde la represión de la oferta.

El consumo y su descarga fugaz e intensa de dopamina se convierte primero en escape, luego en hábito y, en algunos casos, en abuso. Y no hablamos solamente de “sustancias”, sino de todo tipo de consumo compulsivo, en especial el que complementa la proyección de imágenes idealizadas en las redes.5 El problema es que las drogas complementan la dopamina con todo el cóctel de neurotransmisores que desatan en el sistema nervioso central y prolongan la sensación de placer, y esto lo sabemos desde Platón y Aristóteles; el placer por el placer en sí mismo esclaviza al ser humano. Ellos lo llamaban “vicio” y nosotros “adicción”, pero hablamos de lo mismo.

La segunda muerte

La secularización del consumo, insisto, puede parecer menor, pero no lo es, porque, sin necesidad de que sea un sacramento ni nada parecido, la contención del uso en un sistema regulado le da un sentido y forma que impide el recurso compulsivo, o al menos lo reduce en gran cantidad, pero sospecho que este siglo no está preparado para considerar esto.

Sí sostengo que el enorme carisma de los rituales de ayahuasca tiene este atractivo principal, ya que no queda muy claro que, salvo lo teatral y lo escatológico, el brebaje proporcione nada que el LSD no pueda proveer.

Y todo esto sin considerar el hecho de que es propicio, como toda actividad no regulada, a la aparición de chamanes completamente fraudulentos.

Por supuesto que tengo que hacer una aclaración con el único fin de prohibir una interpretación: no estoy diciendo que haya que volver a épocas de supersticiones oscurantistas,6 sino que ciertas formas de consumo tienen que darse en un marco reglado y seguro, y la ciencia claramente lo provee: la administración clínica con el paciente en consultorio durante la duración del viaje es una, y la dosificación doméstica, una vez probado que el consumo no problemático7 es posible. La marihuana fumada o en comestibles o la microdosis de psilocibina son ejemplos. También es posible la prescripción controlada con una buena explicación al paciente de cómo consumir, y controles respecto de si lo hace correctamente.

A nivel simbólico es obvio que los médicos son la evolución eficaz del “hombre medicina” de las tribus primitivas, y conservan la autoridad de ser los portadores de salud. Ahí existe una figura de autoridad no religiosa que puede mediar en el problema, ya que sabe como nadie las consecuencias del uso.

Los enemigos son, una vez más, los oscurantistas anticiencia que confunden la investigación verificada con “relatos oficiales” y que usan el obvio evento de que existen médicos veniales o incompetentes (como en toda actividad humana) como algo en contra de la disciplina en sí.

Lo anterior no falla: haga el lector este experimento: si presencia a alguien despotricar contra los médicos, en bloque, y no es un ignorante, un estúpido o un inescrupuloso con una agenda política, le ruego me avise para entrevistarlo. Es maravilloso ver a estos escépticos de Twitter correr hacia la medicina científica ante cualquier problema de salud importante.

La tercera muerte

La tercera muerte es suicidio de nuestra sociedad, porque por un lado renunciamos voluntariamente a lo que nos hace seres civilizados, ya que, como dijo Margaret Mead, la primera señal de civilización sería el caso más antiguo de un fémur que se fractura y aparece curado en el fósil, porque eso implica que el individuo se rompió una pierna, inhabilitándolo para sobrevivir, pero fue curado y cuidado hasta que sanó.

Y nosotros, justamente, relegamos, invisibilizamos y condenamos justamente a las víctimas más radicales del consumo inconsciente y hedonista que los llevó a la adicción y a destruir sus vidas. En este siglo curamos las fracturas, pero estamos cada vez menos civilizados.

Pero no termina ahí si el prejuicio contra el abuso se extiende a las propias sustancias, más allá de lo obvio, que es que solamente se beneficia a los narcotraficantes, porque si la gente desea consumirlas, esa demanda será satisfecha.8

En efecto, si se reprime o anula la posibilidad de investigar terapéuticamente familias enteras de sustancias, la ciencia se mutila, algo que genera un mal de por sí, ya que los pensadores originales que intuyeron algo –pongamos en la efedra– son rápidamente “dirigidos” hacia líneas aceptadas de investigación. Y nos perdemos un número enorme de potenciales desarrollos, de los cuales ya mencionamos la psilocibina o el CBD, pero es un hecho que tiene que haber muchos más.

En fin, si nosotros, como sociedad, no nos hacemos cargo rápidamente de nuestro destino, y seguimos por la ruta del consumo compulsivo y creciente de cosas, sólo por el hecho de hacerlo, no falta mucho para que dejemos de poder curar un fémur que se rompió. Ni hablar de un alma.

Bernardo Borkenztain es comunicador y crítico de arte.


  1. Un eufemismo tan inapropiado, paternalista y displicente que es más parte del problema que una solución en la legalización parcial de sustancias como la marihuana. 

  2. Esto es un sesgo cognitivo en el que la mente es como un colador de fideos, que deja pasar toda la información que refuta lo que se desea demostrar y retiene sólo lo que lo demuestra. En ciencia y periodismo, esto es una verdadera patología del método. 

  3. No se puede ignorar lo obvio: cada nueva generación elige símbolos y causas para configurar su identidad, entre otras cosas, por oposición a las anteriores, y las drogas han sido de las más útiles para movimientos como los hippies, beatniks, yuppies o los más recientes hipsters. 

  4. Lógicamente, una vez que el consumo propicia la aparición de una adicción, la recreación pasa a ser una patología, y no es nada menor para considerar. 

  5. Porque el Homo rete no quiere vivir una gran vida, quiere exponer públicamente que lo hace. 

  6. Aunque, dada la cantidad de antivacunas y terraplanistas, pareciera que esto pasa espontáneamente. 

  7. Incluso el uso no regulado, una vez establecida la seguridad, no es ilógico. La marihuana, sin ser deseable de consumir, ha sido legalizada y la civilización tal como la conocemos no se ha derrumbado. Sigue siendo menos peligrosa que el tabaco o el alcohol. Pero esto tiene que realizarse con bases científicas firmes, es decir: sin prejuicios a favor o en contra. 

  8. Con la polarización obvia, con drogas puras y de gran calidad para el que pueda pagarlas y sepa distinguir, y pasta base tóxica y letal para los que no.