El Memorial de los Desaparecidos –ese que soñó y concretó Mariano Arana– nos recuerda todos los días, desde el lenguaje simbólico de la arquitectura, que el camino a la verdad es sinuoso y empinado. En medio de la roca virgen está la memoria, aflorando de la herida abierta. Dos muros de cristal gritan los nombres. Este recurso del velo translúcido ilumina lo que se quiere develar. Es imposible leer los nombres desde lejos. Hay que involucrarse, adentrarse deliberadamente. Así, una metáfora pone en valor todas las luchas.

El 28 de mayo, el titular de la Fiscalía especializada en Crímenes de Lesa Humanidad, Ricardo Perciballe, confirmó que los restos hallados hace un año en el Batallón 14 pertenecen a Amelia Sanjurjo Casal. Amelia era una mujer uruguaya, trabajadora y comunista. Desapareció el 2 de noviembre de 1977 cuando tenía 41 años y estaba embarazada de su primer hijo. Según testimonios que hoy conocemos, fue salvajemente torturada hasta la muerte.

Miles de personas despedimos sus restos en la Universidad de la República y miles siguieron acompañando hasta su debida sepultura en el cementerio de La Teja. Finalmente, volvió a su casa y a su pueblo, que en estos 40 años jamás dejó de buscarla.

Las reacciones públicas

El anuncio de la identificación de los restos estuvo seguido de innumerables reacciones, y algunas no deberíamos dejarlas pasar, al menos sin pensarlas un poco. De lo contrario, otros se van a encargar de reescribir nuestra propia historia en nuestras narices.

Los derechos humanos deben ser una causa de toda la sociedad y en buena medida lo son. Eso habla de nuestro civismo y nos engrandece. Eso no quiere decir poner todas las manifestaciones en la misma licuadora.

Ese día hubo quienes se congratularon y otros que, como les pareció poco, se arrogaron y hasta se apropiaron de los laureles. Los leí durante todo el día sin poder parar de pensar cómo no se les cae la cara de memoria.

Toda narrativa estructurarte de la historia es mucho más que contemplación pasiva. Hay que estar muy atentos a quién lo dice y –sobre todo– desde dónde se dice. Se trata del “lugar de enunciación”, la categoría del argentino Walter Mignolo que ubica al sujeto en un espacio epistemológico de enunciación. Dicho de otro modo: para hablar hay que tener un “locus” desde donde hacerlo, que por supuesto desborda al territorio geográfico. Es un lugar social. Nadie habla desde un “no lugar” y mucho menos desde un espacio neutro. Por eso, hasta para situar hay que tener memoria.

No nos dejemos decir que la identificación de los restos es el resultado de un gobierno que “ha hecho todos los esfuerzos”.

La sociedad uruguaya no se merece oír voces reconfortadas de quienes han pasado la vida intentando dar vuelta la página. No nos merecemos que se arrimen al fuego de este pedacito de paz los mismos que le negaron la cadena de medios a Madres y Familiares en plena pandemia. No nos merecemos la cercanía circunstancial de la oportunidad, después de la ausencia deliberada en el Salón de los Pasos Perdidos, justo el día en que el Estado debía hacerse cargo de la barbarie que perpetró.

Reaccionar públicamente con satisfacción se debe sostener, por lo menos, con el acto de presencia en la despedida colectiva de los restos. Los gobernantes son meros intérpretes circunstanciales de un Estado que no existe sin personas que lo encarnen. Por eso es tan enorme la responsabilidad de cuanto sus inquilinos hacen y dejan de hacer, porque cuando no están donde se espera, vuelve a fallarnos el Estado. Otra vez.

La verdad es que no, a Amelia Sanjurjo no la hallaron todos quienes se lo arrogan. La encontraron las viejas incansables; los familiares que nunca se rinden; las almas que ensanchan y multiplican la Marcha y el Silencio cada 20 de mayo, por todo el país. Los jóvenes que germinan Talleres de Memoria en las aulas. La hallaron quienes todos estos años han hecho cine, teatro, literatura y otras mil expresiones performáticas y artísticas. La hallaron esos artistas que construyen capital simbólico y actualizan la lucha en los miles de sitios y canteros a donde se mudan las preguntas cada 20 de mayo.

A Amelia Sanjurjo no la hallaron todos quienes se lo arrogan. La encontraron las viejas incansables; los familiares que nunca se rinden; las almas que ensanchan y multiplican la Marcha y el Silencio cada 20 de mayo.

La hallaron los periodistas que empuñan los micrófonos y los teclados, en ocasiones a precios insospechados para casi todos. La hallaron las familias y los docentes que mantienen la llama y habilitan instancias que abren preguntas Sólo así una se explica el mar de jóvenes que ya hace rato tomó la bandera.

A Amelia Sanjurjo la encontró la ciencia, la única que adelanta la historia; esa que investiga y produce al servicio de la sociedad. El equipo de antropólogos que escarba la tierra a ciegas todos los días, de todas las semanas, de todos los años; a pesar de la frustración, incluso a pesar de la información falsa que reciben, enviada sólo para despistarlos (y en algunos casos lo ha logrado, al menos en la dilación de los resultados).

Es el hallazgo de un fiscal que no precisa gritar el gol ni anotárselo, porque tiene su vida puesta allí, que es el único lado del cual el Derecho debería estar. Es el hallazgo de los legisladores que nos representan cuando no abandonan. De la Universidad de la República, que nos contiene cuando abre su casa y acompaña de pie. De Jorge Batlle, que abrió una rendija en aquella Comisión para la Paz; de los historiadores que se la pusieron al hombro. Del gobierno de Tabaré Vázquez, que a mediados de 2005 materializó por primera vez el ingreso a un predio militar con una estrategia de búsqueda concreta.

El hallazgo es el resultado del Grupo de Trabajo por Verdad y Justicia, de la tan cascoteada Institución Nacional de Derechos Humanos. Todo a contrarreloj, corriendo contra el tiempo y el desvanecimiento de la prueba.

Lo que sigue

Con las emociones aún desordenadas asomando al borde de las palabras, es imprescindible aquilatar lo que hoy vivimos. Amelia Sanjurjo recuperó su identidad. Su familia y sus compañeros recuperaron sus restos y le dieron la sepultura que reclaman las civilizaciones desde la Antigüedad y que todos los regímenes totalitarios porfiadamente arrebatan.

Ahora hay un pedacito más de verdad y algo más de paz. No hay más justicia, pero hay más esperanzas en que un día la haya. Únicamente así, arrancándole la verdad a la tierra, sosteniendo el griterío ensordecer del silencio intencionado, construiremos una memoria colectiva que se parezca un poquito más a la verdad.

La memoria es un territorio en disputa. Rechaza el vacío y se completa con la narrativa que se ocupe de ella. Por eso hay que multiplicar los escenarios que pongan en crisis las falacias.

Ahora se renueva la esperanza y hace que el desorden aparente de las luchas ciudadanas inorgánicas cobre sentido. No nos quedemos con eso. Los derechos humanos y la democracia plena son una construcción permanente, muy lejos de la tarea cumplida que nos quieren contar para ir a dormir.

Sostener la lucha, desde el escenario cotidiano que nos toque, es la única garantía de Nunca Más.

Laura Fernández es abogada e integrante de Fuerza Renovadora, Frente Amplio.