Hay algo que nos reconoce con claridad como personas con una sensibilidad de izquierda: estar del lado y al servicio de los más vulnerables. Una de las frases más célebres de Artigas nos representa a cabalidad: “Que los más infelices sean los más privilegiados”.

El último 1º de mayo, la central de trabajadores de Uruguay centró su discurso en el plebiscito que impulsa para derogar las AFAP, colocar en la Constitución los 60 años como edad de retiro y equiparar la jubilación mínima al salario mínimo nacional. De aprobarse en las elecciones de octubre dicha reforma, su costo es muy relevante.

La ley de reforma previsional votada por este Parlamento es mala y es imprescindible que sea revisada en un eventual cambio de gobierno, pero la propuesta que expresa la papeleta que convoca al plebiscito no es el camino si tenemos la justicia como guía.

Los últimos datos aportados por el Instituto Nacional de Estadística (INE) arrojan que en Uruguay la pobreza en los menores de seis años alcanza el 20,09%, mientras que en los mayores de 65 años es del 1,8%, por lo que la pobreza infantil es 11,6 veces superior a la de los adultos mayores. En nuestro país la pobreza crece entre los niños, las personas afrodescendientes y las madres solas con hijos a cargo, no entre los jubilados. Por otra parte, el desempleo se ubica en el entorno del 10%, mientras que el desempleo en los menores de 24 años es el 27%.

En función de estos datos, parece bastante claro dónde se encuentran los principales problemas sociales en Uruguay, y no están principalmente entre la población en edad de jubilarse.

Pero si hablamos estrictamente de las consecuencias económicas y sociales que traería aparejada la aprobación de la papeleta que promueve el plebiscito, tenemos que en un horizonte de 20 años esta propuesta tendría un costo estimado de 4.000 millones de dólares. Poner la edad de retiro en los 60 años no beneficia a los más vulnerables, ya que los sectores más pobres de la población generalmente a esa edad no tienen acumulados los 30 años de aporte necesarios, más aún, el 30% de los trabajadores no llegan a configurar causal jubilatoria a los 70 años.

Cuando desde los sectores que apoyan el plebiscito algunos sostienen que hay que colocar en el centro del debate la revisión del sistema tributario y las exoneraciones impositivas vigentes, uno puede llegar a estar de acuerdo, pero lo que sigue sin responderse con claridad es dónde habría que volcar esos recursos (que siempre serán escasos) prioritariamente.

Por otra parte, esta propuesta tampoco aborda de manera integral las profundas transformaciones que en el mundo del trabajo, la tecnología y la demografía viene experimentando lo que se denomina capitalismo tardío o posfordista. Lo que parece prevalecer es una especie de “nostalgia” del Estado de bienestar, que surge de lo que se denominó “consenso socialdemócrata” posterior a la Segunda Guerra Mundial. En un mundo radicalmente diferente, en todas las dimensiones que nos propongamos analizar.

La ley de reforma previsional votada por este Parlamento es mala, pero la propuesta que expresa la papeleta que convoca al plebiscito no es el camino si tenemos la justicia como guía.

Melancolía de izquierda

Pero este debate tiene otra dimensión que resulta relevante intentar esclarecer. Desde sectores de la derecha se señala que este plebiscito es una demostración de una especie de giro a la izquierda del Frente Amplio, y del peso cada vez mayor que tendrían los sectores “radicales” que lo integran. Sobre esto me permito afirmar que más que un giro a la izquierda, lo que parece instalarse es un pensamiento que tiene características más conservadoras que progresistas.

En el último libro de Mark Fisher, Deseo postcapitalista (compilado luego de su fallecimiento), que refiere al desafío de pensar un futuro poscapitalista, se aborda el concepto de “melancolía de izquierda” de la mano de varias autoras y autores.

Ya Stuart Hall (en El largo camino de la renovación. El thatcherismo y la crisis de la izquierda), frente al auge del neoliberalismo, señalaba que la “crisis de la izquierda” no se debía a sus divisiones internas de los activistas o de la academia, ni tampoco al poderío económico y mediático de la derecha. Que su principal problema era no entender el carácter de la época y desarrollar una crítica política y una visión político-moral para tal interpretación. La tendencia principal pasó por sostener pensamientos anacrónicos, miedo y ansiedad, antes que una revisión crítica.

En la actualidad, Gibson Graham en Hacia una economía postcapitalista dice que el principal problema de la izquierda es su falta de imaginación para pensar los desafíos contemporáneos, y que esto se relaciona con la “melancolía de izquierda”. Cita un ensayo de Wendy Brown que sostiene que la melancolía de izquierda es una postura que lleva a que el apego a una identidad, o a que los análisis políticos abrazados en el pasado terminen siendo más fuertes que el interés en las posibilidades actuales de movilizarse, construir alianzas que permitan transformaciones de envergadura en el presente.

Esto resulta claramente explicable, ya que las “pérdidas” experimentadas por las izquierdas son relevantes, desde el socialismo de Estado, la legitimidad del marxismo, el peso del proletariado, etcétera. Y en lugar de hacer el duelo y superarlo, el sujeto melancólico se aferra a los ideales perdidos. En realidad, Sigmund Freud señalaba la diferencia entre el duelo y la melancolía. El duelo es posible transitarlo en la medida en que se identifica el “objeto” que provoca la pérdida; sin la identificación del “objeto” que provoca la pérdida, lo que se instala es un estado de melancolía que obtura la posibilidad de hacer dicho duelo.

“Hemos llegado a amar nuestras pasiones y razones de izquierda, nuestros análisis y convicciones de izquierda, más de lo que amamos el mundo existente que supuestamente queremos modificar”, señala Wendy Brown parafraseando a Walter Benjamin.

Esto tendría como consecuencia una izquierda que no puede dar cuenta del cambio de época que transitamos, que se aferra a sus “tradiciones”, corriendo el riesgo de volverse una fuerza conservadora que interpreta erróneamente el presente instalando el tradicionalismo en el núcleo de su praxis, en lugar de la imaginación y el compromiso con los desafíos que el momento nos impone. Una izquierda que queda atrapada en una estructura de apegos melancólicos, en la fijación de un relato de su propio pasado desaparecido, como un espíritu fantasmal, cuyos deseos terminan tornándose retrógrados y autoflagelantes.

Mientras seguimos buscando el rumbo que nos devuelva la confianza en un proyecto emancipatorio superador del capitalismo, podemos proponernos continuar abrazando la idea de Artigas de que los más infelices deben ser los más privilegiados.

Marcos Otheguy es integrante de Rumbo de Izquierda, Frente Amplio.