Demandar atención en adicciones en cualquier prestador de salud es someterse a un periplo habitualmente muy complejo de manejar, al punto que las familias asumen que deberán resolver esto de alguna otra forma.

El Estado no ofrece un panorama más auspicioso si nos atenemos a que las últimas acciones van en la dirección de financiar, mediante la asignación de vouchers, el ingreso en comunidades terapéuticas externas al sistema de salud, sin mayor control, apoyo ni seguimiento por parte de las entidades públicas con competencia en la materia.

Esta situación no solo es inaceptable desde una perspectiva de derechos, sino al considerar los recursos disponibles. En Uruguay el gasto público en salud es superior a 6% del PIB y el gasto total en salud es cercano a 9%. ¿Cómo es posible que este esfuerzo superlativo de la sociedad uruguaya no permita avanzar en el terreno de la salud mental y las adicciones y solo se piense en la asignación de partidas adicionales? Hay mucho para revisar en el terreno de la economía de la salud, especialmente en el contralor y la regulación de servicios y prestadores.

En el marco de esas dificultades, el problema de la salud mental y las adicciones se ha tornado en un desafío crucial para el bienestar y el desarrollo de la sociedad uruguaya. Tasa de suicidios, población en situación de calle, problemas de convivencia, fracasos en la educación y en la rehabilitación penitenciaria, niveles récord de uso de psicofármacos constituyen algunas de las manifestaciones que con toda razón ocupan un espacio creciente en la agenda pública y la preocupación de la gente.

Junto con esto, y quizá tardíamente, el sistema político recoge el guante y hace un tiempo ya que es habitual incluir este tema en entrevistas, discursos y, más importante aún, en los programas de gobierno.

No es que antes no se haya hecho nada. En 2017 fue aprobada, con el voto de todos los partidos, la Ley de Salud Mental (19.529) que plantea un marco normativo adecuado. Modifica el paradigma dominante, reemplazando el anterior que hundía sus raíces en el temprano siglo XX, centrado en una concepción asilar y patologizante, donde el concepto de derechos humanos e inclusión social brillaba por su ausencia.

Sin embargo, más allá de esfuerzos aislados, hasta el momento no hubo un avance sostenido y sistemático para que el conjunto de políticas públicas que abordan esta temática logre aplicar el mandato de la nueva ley. Por tal motivo, el cierre de las estructuras manicomiales y su reemplazo por programas modernos orientados a la inclusión social ha sido aplazado.

El objeto de esta nota es poner en el centro a las políticas de atención y tratamiento de lo que habitualmente se conoce como adicción a drogas y que profesionalmente se designa “uso problemático de drogas” y “trastornos por uso de sustancias”. Se trata de problemas de salud mental complejos en tanto involucran la dependencia y sus impactos psico-sociales asociados, incluyendo a la persona, su entorno inmediato y la sociedad en su conjunto.

Por supuesto, un dilema crucial aquí es cómo se conciben estos problemas, cómo se dirime su entidad y sus alcances. Principalmente, si se entiende que son problemas de salud pública o si son defectos morales que producen desviaciones de conducta. Esto determina si la respuesta fundamental debe ser de tipo sociosanitaria, instrumentada desde el sistema de salud y las políticas sociales, o por el contrario, de tipo correccional, aplicada en el campo del control social y el orden público.

Si bien la ley vigente despeja claramente este dilema, en la cultura actual persisten las visiones criminalizadoras y estigmatizantes que claman por una vía punitiva, propia de un paradigma prohibicionista que aún está lejos de ser desplazado.

También hay múltiples desafíos en el plano operacional. De hecho, para consolidar el paradigma de salud pública y derechos humanos en drogas se torna fundamental que las acciones de política pública sean efectivas y tengan una cobertura relevante. De lo contrario continuarán ganando espacio otras ofertas de atención de baja calidad profesional y limitada efectividad, carentes de respaldo científico, y muchas veces centradas en los intereses y creencias de grupos específicos, y no en el bienestar general.

En ese sentido, una materia pendiente es la completa incorporación de la atención integral de los problemas de salud mental en el Sistema Nacional Integrado de Salud (SNIS). A esta altura ya es alarmante el rezago en términos de calidad, suficiencia y cobertura de la atención. Ni que hablar en la equidad en el acceso.

Una materia pendiente es la completa incorporación de la atención integral de los problemas de salud mental en el Sistema Nacional Integrado de Salud (SNIS). A esta altura ya es alarmante el rezago.

Habitualmente tenemos soluciones delante de nuestros ojos y no las vemos. O las apetencias políticas, o incluso personales, impiden reconocerlas. En este período, por ejemplo, se ha colocado un cierto esfuerzo presupuestal en estos temas, sin embargo se ha hecho una distribución de recursos mal enfocada y pésimamente coordinada.

La Junta Nacional de Drogas, que tiene el mandato de la rectoría y la coordinación de estas políticas, durante este gobierno ocupó un lugar secundario y sin capacidad de incidencia real. Esto debe ser objeto de preocupación, porque es la institución que mayor acumulado tiene en la materia y que podría actuar como un buen director de orquesta, armonizando las acciones de las áreas sociales y sanitarias. En lugar de ello, se profundizó el parcelamiento de la política con base en los intereses de liderazgos políticos particulares, a ideologías y visiones incompatibles entre sí, y a la comodidad de las culturas institucionales preexistentes.

Al pensar en el futuro resulta necesario actuar con claridad y determinación. Hacer las innovaciones necesarias y, sobre todo, reconocer los instrumentos ya disponibles que pueden, y deben, ser potenciados.

La Renadro (Red Nacional de Atención en Drogas), que opera en la órbita de la Junta Nacional de Drogas, ofrece todos los componentes para expandir la cobertura a usuarios problemáticos, salvaguardando el control de la ejecución de recursos, la fluidez de la gestión, el seguimiento y evaluación de los programas y la integralidad en el enfoque. Es esto, ni más ni menos, lo que ha hecho hasta el momento con recursos bastante limitados. Ha seguido una lógica similar a la del valioso Plan CAIF: el Estado diseña, financia, controla y evalúa la ejecución de servicios que diversas contrapartes realizan. Esas contrapartes son fundamentalmente de la sociedad civil organizada, pero también del ámbito público (ASSE, Udelar, Sanidad Policial, entre otros).

Además de brindar servicios, la Renadro puede canalizar el financiamiento ya disponible en el sistema. ¿Es razonable que los prestadores de salud desarrollen servicios de atención en drogas para los cuales no tienen conocimiento acumulado y no están bien preparados cuando podrían derivarlos a una red especializada? ¿Por qué no impulsar un esquema de implementación similar al de los Institutos de Medicina Altamente Especializada? Cabe recordar aquí que todos los prestadores del sistema ya tienen obligaciones al respecto derivadas del PIAS, el catálogo de las prestaciones y programas que deben brindar a todos sus usuarios en el marco del Sistema Nacional.

Por supuesto, la expansión de cobertura de los servicios va a tensionar las capacidades sociales, comunitarias, institucionales y profesionales. Hay un camino recorrido, pero no es suficiente. No queda otra opción que desarrollarlas en paralelo a la expansión de los servicios. Para ello es imprescindible involucrar a múltiples entidades y ámbitos: universidades, sindicatos, cooperativas, asociaciones profesionales, barriales, deportivas, religiosas. Sumar a quienes tengan disposición de actuar en marcos regulatorios que aseguren calidad y transparencia en la ejecución de los recursos, en lugar de adaptar los marcos regulatorios a lo que hay disponible aunque no sea satisfactorio, como se ha hecho últimamente.

Si somos capaces de ordenar la cancha y concentrar los esfuerzos institucionales y financieros en un único mecanismo capaz de abordar los distintos niveles y formas de atención, tendremos un crecimiento ordenado y evaluable de un área de atención clave para nuestro desarrollo social. Es necesario tomar una decisión y aplicarla con claridad. No podemos seguir desgastándonos en esfuerzos descoordinados y poco eficientes que prolongan la angustia de las personas que requieren atención y sus familias.

Diego Olivera Couto fue secretario general de la Secretaría Nacional de Drogas y es senador suplente por el Frente Amplio.