Las manifestaciones del racismo en el deporte son recurrentes en Uruguay. Podemos identificar, a través de diversos medios, sucesos habituales semanalmente. Los gestos racistas en el deporte no son casos aislados, ni excepciones o rarezas, sino que se expresan bajo la naturalización y legitimidad en los espacios deportivos. Dentro de los tantos sucesos que nos toca analizar cada semana, el caso de los cánticos racistas (“negro cagón”) al unísono desde la parcialidad de Aguada hacia Jayson Granger, jugador afrouruguayo de Peñarol, durante una de las finales de la Liga Uruguaya de Básquetbol, alcanzó una mayor repercusión mediática.

Aunque sucedieron varios episodios de tensión y agravio durante las múltiples finales, no hubo medidas o sanciones deportivas frente al discurso de odio generalizado desde la tribuna. Por el contrario, la impunidad de los hechos evidenció la naturalidad, la minimización y la legitimidad del racismo en el ámbito deportivo. Esto demuestra que ya no es suficiente la protocolar condena discursiva, meras pancartas sin acciones detrás, por parte de las instituciones deportivas y estatales.

El cántico de la hinchada nos revela las estructuras racistas arraigadas en la sociedad uruguaya. Las acciones racistas hacia deportistas racializados se encuentran vinculadas al proyecto normativo de la identidad nacional uruguaya, históricamente erigida sobre la dominación racial sistemática. La minimización de las identidades raciales en nuestro territorio, el negacionismo sobre su historia –las persecuciones, las matanzas, el sistema esclavista– y el sometimiento moral de las poblaciones subalternizadas constituyen sus bases fundacionales. Así fue configurado el resultado de autoconcepción de Uruguay en tanto país blanco, que jerarquiza a determinados sujetos sociales y tensiona constantemente con aquellos que corrompen el ideal de nación blanca de matriz europea. Negar el racismo en Uruguay es un acto racista, y la tendencia a extranjerizarlo como si no hubiera sido constitutivo de nuestro Estado nación es también renegar y silenciar la experiencia cotidiana de las personas racializadas.

Es preciso resaltar la relación entre colonialidad e identidad nacional para comprender la participación de la población afrodescendiente en el deporte, en tanto sujetos admitidos pero bajo condiciones: someterse al deber ser. Durante la primera mitad del siglo XX persistieron las lógicas de segregación racial en espacios de la cultura en la sociedad uruguaya, como resabios activos de la colonialidad y el sistema esclavista. Como respuesta a esto surgieron las fundaciones de clubes de negros en varias localidades del país, en la búsqueda de espacios de socialización desde y para la población afro. Bajo el contexto segregacionista, el ámbito deportivo prolifera como un espacio de admisión social para la población afrouruguaya. Si bien se concibe inicialmente en clave transgresora, se trata de una participación deportiva ceñida de atributos, moralidades y exigencias hacia los sujetos racializados, propias de la discriminación racial y el orden heteropatriarcal.

Tal como destaca la antropóloga Rita Segato, la raza es signo y, como tal, depende de contextos definidos y delimitados para obtener significación, a la vez que estos contextos están localizados y profundamente afectados por los procesos históricos de cada nación.

En la narrativa mítica de la identidad nacional uruguaya en el campo deportivo –marcado por una predominancia del fútbol– se manifiestan moralidades y códigos que ilustran el deber ser del deportista. A modo de ejemplo, en la figura del “negro jefe” Obdulio Varela y su frase “los de afuera son de palo” se cruzan imágenes de masculinidad, audacia e imperturbabilidad frente a la adversidad. La imagen del jugador afro remite a un cuerpo aguantador y trabajador, labor representada simbólicamente por el número 5, un puesto con características especiales en el imaginario deportivo uruguayo en cuanto a su personalidad y físico.

Por otro lado, el contexto propio de un encuentro deportivo con carácter de ritual de multitudes constituye un espacio y tiempo imaginado como separado de la vida cotidiana, donde los límites de lo legítimo y de la moral son modificados o corridos. Aquí, la violencia toma un plano instrumental con el objetivo de incidir en la performance del jugador, y de reordenar simbólicamente los lugares del nosotros/otros mediante narrativas de dominación de uno sobre otro, donde el desenlace del ritual es reclamado por los hinchas como reafirmación propia (como la hinchada aguantadora, masculina y penetradora). En este sentido, determinadas prácticas y discursos violentos son percibidos como algo legítimo.

Las acciones racistas hacia deportistas racializados se encuentran vinculadas al proyecto normativo de la identidad nacional uruguaya, históricamente erigida sobre la dominación racial sistemática.

Otro aspecto importante a revisar es la forma de estos incidentes. A grandes rasgos, se pueden identificar situaciones que varían según sus protagonistas: aquellas que ocurren entre jugadores, entre la hinchada y los jugadores, o entre hinchadas rivales. En el deporte moderno se espera que el deportista sea capaz de soportar el sufrimiento propio de los entrenamientos para el alto rendimiento, las agendas apretadas y los propios escarnios de los adversarios y el público rival. En el Río de la Plata, entre jugadores rige el código moral del orden masculino “lo que pasa en la cancha queda en la cancha”, y quienes rompen este código suelen ser acusados de “llorones”, “mariquitas”, etcétera. Cuando los deportistas racializados reivindican su identidad y denuncian los hechos violentos, se los condena por haber desafiado el sometimiento esperado.

Finalmente, siguiendo los postulados de Segato, el racismo se manifiesta de diversas formas. De forma axiológica, como aquellos conjuntos de valores y creencias que atribuyen predicados negativos o positivos a las personas en función de su color, manifestado explícitamente y a conciencia, o de forma automática, que trata de prácticas naturalizadas, irreflexivas e inconscientes. Este segundo sentido resulta problemático para su tratamiento, en tanto quienes mantienen las conductas racistas niegan el carácter de estas. Ante los insultos mediante las fórmulas “negro de mierda” o “negro cagón”, se suele defender que el problema viene del segundo término, negando que el conjunto de las palabras es lo que le confiere el carácter racista, que es una frase en sí misma y no la sumatoria de dos palabras aisladas. Así, en el contexto del encuentro deportivo, la violencia racista es primero negada y, en segundo término, legitimada.

La Comisión Honoraria contra el Racismo, la Xenofobia y toda otra forma de Discriminación ha llamado la atención sobre la cantidad de incidentes de este tipo en el deporte. Resulta preocupante la falta de medidas institucionales tanto de los organismos públicos como de las federaciones deportivas, considerando que existen protocolos aprobados y marcos jurídicos estipulados para estas situaciones. En un contexto global donde los discursos de odio han vuelto a tomar protagonismo, la normalización de estos hechos sólo contribuye a que futuras agresiones sean más fácilmente perpetradas.

El discurso que celebra la muerte del rival y la jerarquización racial de las personas sostiene y legitima prácticas consecuentes que lamentamos posteriormente. No es un problema de casos aislados o individuos “inadaptados”, sino que, como mencionamos al comienzo, envuelve la construcción sociohistórica de nuestra nación y de nuestros mandatos de género, sexualidad y raza. En el deporte, estas expresiones más crudas encuentran legitimación social y complicidad de todo tipo. Desde el momento en que el juego se desarrolla con normalidad mientras miles de personas profieren insultos racistas o xenófobos, o se canta sobre la muerte del rival, hasta cuando no se sanciona ni se discute, o peor, se lo incluye como “folclore”.

Esto no se trata de ir en contra de la historia y el “folclore” del deporte, sino de reconocer que hay elementos en esas narrativas que son tomados como fundamentos para ejercer violencia y reproducir jerarquías raciales. El deporte no es algo aislado de la sociedad, ni tampoco reflejo de esta, se conforma de la misma vida cotidiana a la vez que desde él se construye significado y sentido en la cotidianidad de la vida social. La promesa moderna del deporte como factor de convivencia ciudadana y paz entre los pueblos se vacía de sentido en el momento en que se espera que por sí solo potencie las virtudes humanas. Trabajar por un deporte libre de violencias comienza por reconocerlas en su debida complejidad, dotadas de diferentes dimensiones: institucionales, de género, deportivas, históricas, económicas, políticas, etcétera. Más allá de la exigencia hacia las instituciones respecto de la toma de medidas, también corresponde asumir la responsabilidad ciudadana de desarmar el pacto racista, tan próximo, cotidiano y legitimado en los espacios deportivos.

Valentina Febrero es antropóloga. Rafael Bruno es licenciado en Antropología Social y docente del departamento de deporte del Instituto Superior de Educación Física.