La reciente presentación de datos del Área de Estadística y Criminología Aplicada (AECA) del Ministerio del Interior marca un punto de inflexión. Lo que comenzó como un cambio técnico dentro del Observatorio Nacional de Violencia y Criminalidad –una discusión sobre cómo clasificar los homicidios– se transformó en una disputa política e institucional que hoy exhibe sus consecuencias: un sistema estadístico debilitado, inconsistencias evidentes y una peligrosa falta de rigor en la información oficial.
Del Observatorio a la AECA: una historia de intervención
El proceso de desmantelamiento del Observatorio comenzó con un estudio de Emiliano Rojido, Ignacio Cano y Doriam Borges que sostenía que apenas el 11% de los homicidios estaban vinculados al tráfico de drogas, y que sólo el 2% respondía a choques entre bandas narcotraficantes. Esa lectura implicaba, en los hechos, una drástica reducción del peso del narcotráfico en la violencia letal del país. A partir de ese estudio, los autores propusieron una nueva tipología de clasificación que introducía una categoría difusa –“ejecuciones sumarias”– en la cual agrupaban numerosos casos que el Observatorio clasificaba como vinculados al narcotráfico.
Esa decisión fue objetada por Javier Donnangelo, director del Observatorio y doctor en Criminología por la Universidad de Cambridge, quien cuestionó la solidez metodológica del trabajo y advirtió sobre el riesgo de modificar las categorías estadísticas en pleno año electoral. Por hacerlo, fue sancionado por el entonces ministro del Interior, Nicolás Martinelli, con seis meses de suspensión, en una medida que muchos interpretaron como un acto de censura. En ese contexto, los asesores del Ministerio del Interior intervinieron para ocupar la conducción del Observatorio, que poco después sería transformado en la AECA.
Paradójicamente, la tipología de Rojido –que en su momento originó todo el conflicto institucional, y nos referimos a ella por el nombre de uno de los autores del documento técnico, con las disculpas por la personalización– ha sido inconsistentemente aplicada o directamente omitida en las últimas publicaciones. En la última actualización de datos, la AECA volvió a omitirla por tercera vez consecutiva. Las autoridades de la AECA, cuyo gerente técnico es Diego Sanjurjo, que impulsaron el financiamiento del estudio de Rojido y otros durante el ministerio de Martinelli hoy la evitan y apenas la mencionan de forma esporádica en declaraciones a la prensa (incluso anunciando su sustitución por una nueva clasificación de homicidios para fin de año). Cabe recordar que la tipología aludida sólo llegó a publicarse tras la insistencia de varios pedidos de informes parlamentarios y mediante una edición retroactiva del sitio web institucional de la AECA.
En esas intervenciones de prensa –nuevamente, sin respaldo en publicaciones oficiales–, sin embargo, dejan entrever un cambio sustancial: según sus estimaciones, el 24% de los homicidios de este año estaría vinculado al narcotráfico (aunque sólo un 6% correspondería a guerras entre bandas). Estas cifras, más allá de su inconsistencia, duplican las de Rojido y evidencian un viraje en la narrativa oficial. Pero ese viraje no viene acompañado de mayor transparencia: no existen documentos –nuevamente, nos referimos específicamente a la última actualización del sitio oficial del Ministerio del Interior– que sustenten los números, ni se han publicado las bases metodológicas utilizadas.
Una clasificación cada vez más opaca
Las inconsistencias se multiplican. Los responsables de la AECA reconocieron que el 20% de los homicidios permanece con “motivo indeterminado”, una proporción que crece respecto del informe anterior, pese al mayor tiempo transcurrido para investigar los casos. Ese dato resulta especialmente relevante: los homicidios con “motivo indeterminado” suelen coincidir con los casos no aclarados, y las investigaciones criminológicas demuestran que esos hechos suelen vincularse con el crimen organizado, dada su planificación, la falta de testigos y la mayor dificultad para obtener evidencia.1
En otras palabras, ese 20% de casos sin aclarar podría esconder un número importante de homicidios relacionados con el narcotráfico. Si se los incluyera, la proporción total de homicidios con trasfondo de drogas superaría con creces el 24% informado por los asesores ministeriales.
A ello se suma la categoría de “ejecuciones sumarias”, cuya definición se mantiene ambigua. Los técnicos de la AECA la describen como homicidios planificados y premeditados, donde no se dispone de más información. Pero esa descripción encaja perfectamente con el modus operandi típico del sicariato y los ajustes de cuentas –ejecuciones desde vehículos en movimiento, víctimas con vínculos previos con el crimen organizado, etcétera–. Sin embargo, la AECA no ha publicado cifras sobre cuántos homicidios fueron clasificados en esa categoría ni qué criterios se utilizaron para hacerlo.
Cifras implausibles, contradicciones y un laberinto técnico
La falta de coherencia interna en los datos es evidente. Los asesores del ministerio aseguran que los homicidios por enfrentamientos entre bandas representan sólo el 6% del total (unos 17 casos entre enero y setiembre, de los cuales los ocurridos durante el último trimestre serían apenas ocho). Pero esa cifra contradice declaraciones recientes del propio ministro Carlos Negro –cuyos aportes al debate público son sustancialmente más claros que los de sus asesores–, quien en tres días de setiembre atribuyó ocho homicidios a enfrentamientos entre grupos criminales. Resulta inverosímil pensar que en sólo 72 horas ocurrieron tantos casos como los que la AECA reporta para tres meses completos.
No se trata de “obsesionarse” con el narcotráfico, sino de reconocer que, sin una comprensión realista de su peso en la violencia urbana, cualquier estrategia de seguridad está condenada al fracaso.
Estas incongruencias revelan que las estimaciones oficiales no se basan en un trabajo empírico sólido ni en conocimiento directo del fenómeno. La identificación de homicidios vinculados al narcotráfico requiere años de análisis de documentos policiales y judiciales, un seguimiento de las redes delictivas y una comprensión profunda de sus dinámicas territoriales. Nada de eso puede hacerse en pocos meses y sin experiencia especializada. Los responsables actuales de la producción de información criminológica –cuya gerencia técnica recae sobre Sanjurjo, que no accedió al cargo por concurso ni cuenta con formación doctoral en el área– carecen de los antecedentes necesarios para formular diagnósticos confiables sobre un fenómeno tan complejo.
La historia reciente muestra cómo una disputa técnica sobre clasificación estadística terminó erosionando la credibilidad del sistema de información criminal. Los actuales asesores del ministerio lograron desplazar al Observatorio alegando que sus datos magnificaban la incidencia del narcotráfico. Su argumento resultó funcional al intento del entonces ministro Martinelli de minimizar el impacto del narcotráfico en plena campaña electoral. Pero el tiempo demostró que aquellas conclusiones eran frágiles y tenían una fuerte sinergia, en su formulación, con los intereses electorales del gobierno de turno.
Hoy, las inconsistencias y silencios de la AECA confirman ese fracaso. La tipología de Rojido y otros autores, que debía reemplazar a la del Observatorio, fue abandonada sin explicación, al menos por ahora. Los informes oficiales no ofrecen definiciones claras ni documentación de respaldo, y las cifras comunicadas a la prensa se contradicen entre sí y con otras fuentes oficiales.
Narcotráfico, mercado ilícito... whatever
Pese a los evidentes tropiezos metodológicos, los asesores del ministerio insisten en que el narcotráfico no es la principal causa de la violencia en Uruguay. Sostienen que los homicidios ligados a ese fenómeno constituyen una categoría “importante”, pero no determinante, y que el país no debe “obsesionarse” con el problema. Esta posición, sin embargo, implica minimizar una evidencia abrumadora: el narcotráfico sí es el principal motor de la violencia letal en el país, tanto por la cantidad de homicidios que genera directamente como por los efectos colaterales que produce sobre el tejido social y las instituciones.
Reducir su peso estadístico no lo hace desaparecer. Al contrario, impide comprender su verdadera dimensión y compromete la capacidad del Estado para diseñar respuestas eficaces. Las cifras que hoy difunde la AECA no sólo distorsionan el diagnóstico: también condicionan la acción política y desvían recursos hacia prioridades equivocadas.
No obstante, en el marco de esta asignatura, resulta relevante destacar y celebrar las posiciones de Negro, quien ha expresado su desacuerdo con las tesis político-criminales de Martinelli, centradas en la supuesta necesidad criminológica de perseguir exhaustivamente el microtráfico. Sin embargo, no parece previsible, al menos en el corto plazo, un cambio legislativo respecto del Decreto-ley 14.294 (instrumento legislativo matriz en materia de estupefacientes) dadas las dificultades inherentes al proceso de negociación parlamentaria.
La política de seguridad frente al espejo y una eterna deliberación
La política de seguridad uruguaya enfrenta una paradoja. Por un lado, los datos oficiales intentan sostener que el narcotráfico no es el eje central del problema. Por otro, la realidad cotidiana –los homicidios en barrios vulnerables, las disputas territoriales, las ejecuciones a sangre fría– desmiente esa versión. La distancia entre las cifras y la calle se ha vuelto insostenible.
Esa brecha erosiona la confianza pública y debilita la capacidad del gobierno para conducir una política basada en evidencias. No se trata de “obsesionarse” con el narcotráfico, sino de reconocer que, sin una comprensión realista de su peso en la violencia urbana, cualquier estrategia de seguridad está condenada al fracaso. Los asesores del ministerio desmantelaron el Observatorio con el argumento de corregir errores metodológicos. Hoy, los datos que producen son más dudosos y opacos. La insistencia en minimizar el narcotráfico no sólo falsea el diagnóstico, sino que amenaza con conducir a un nuevo fracaso en materia de seguridad pública.
Por último, todos coincidimos en que el origen del delito, los procesos de desindustrialización y la desintegración de las redes de contención barriales son variables clave en cualquier análisis, y también en que la cárcel, lejos de resolver el problema, se ha convertido en una de sus principales fuentes. Pero la pregunta –entre muchas otras, y sólo a modo de ejemplo– es: ¿cuántos metros cuadrados de cemento pulido necesitamos para empezar a reformar el sistema penitenciario?
Rodrigo Rey es abogado.
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Trussler, T (2010). “Explaining the changing nature of Homicide Clearance in Canada”. International Criminal Justice Review, 20 (4), 366-383. Sage. ↩