En estos tiempos, en que una vez más parece necesario volver a demostrar las desigualdades estructurales –porque los discursos simplistas sobre problemas complejos dominan los medios y las tertulias–, parecería central promover una mirada que, sin apuros, se detenga a analizar aquellas cuestiones que aún permanecen naturalizadas, permitiendo la vulneración de derechos una y otra vez. Una de esas cuestiones es la dimensión política de las maternidades, sus representaciones, el peso simbólico y material que atraviesa, y el modo en que han sido utilizadas como herramientas para el control social.

Un nuevo ataque hacia las maternidades y las formas de maternar se ha intensificado desde la aparición de normativas emancipatorias que reconocen la desigualdad de género y buscan revertirla. Paralelamente, a medida que diversos actores culturales, institucionales y políticos fueron incorporando –aunque aún de manera desigual e incompleta– el principio de igualdad de género como componente esencial de las democracias se ha desplegado una nueva forma de sospecha sobre las madres. En particular, las leyes destinadas a proteger a mujeres, niñeces y adolescentes frente a la violencia machista naturalizada parecen haber generado, paradójicamente, un renovado clima de desconfianza hacia ellas.

A lo largo de la historia, las maternidades han sido utilizadas como medio para la perpetración de diversos crímenes contra los derechos humanos, sobre todo contra mujeres, infancias y adolescencias. Regular y controlar las maternidades ha sido un objetivo implícito, así como sancionar de forma ejemplarizante a otras maternidades que están por fuera de la representación hegemónica. Estas últimas han sido deslegitimadas, perseguidas o bloqueadas. En distintas etapas históricas, tenemos ejemplos de maternidades castigadas. Los podemos encontrar en los procesos denominados “civilizatorios”, en los procesos autoritarios en las dictaduras militares ocurridos un siglo después, y los tenemos hoy. Asimismo, disciplinar las maternidades fue y es hoy una herramienta fundamental y eficiente de los procesos genocidas.

La violencia basada en la desigualdad de género ha sido un elemento central en los procesos autoritarios, donde los cuerpos de las mujeres también fueron campos de batalla. Asimismo, la destrucción de la transmisión cultural se ha llevado a cabo a través del quiebre de los vínculos familiares, y en particular, mediante la intervención cruel sobre las maternidades. Daniel Feierstein en El genocidio como práctica social escribió un tomo analizando el terrorismo de Estado de las últimas dictaduras civil-militares, a partir de definirlas como genocidio. La idea es la del exterminio de la otredad a partir no sólo de la eliminación física, sino también de diversas prácticas sociales de manipulación que sustentan esa eliminación. En este marco, la persecución no se limitó a los cuerpos individuales, sino que buscó desestructurar identidades, fracturar vínculos y, sobre todo, alterar la descendencia. En este contexto, el robo de hijxs y el cambio de identidades fue una de las prácticas más devastadoras. En este entramado, las maternidades fueron especialmente puestas bajo sospecha. No se trató únicamente de expropiar hijxs, sino de criminalizar el hecho mismo de ser madres en un contexto de militancia o de resistencia; la maternidad fue convertida en una amenaza política.

Rita Segato, en el “Peritaje antropológico de género en la causa del caso Sepur Zarco”, analiza en profundidad las relaciones de género en el medio comunitario de las aldeas q’eqchi’es y en el medio maya en general con el fin de identificar las lesiones de los actos perpetrados por las fuerzas autoritarias contra las mujeres en la guerra sucia de Guatemala, argumentando su demanda de justicia y reparación. Este peritaje implicó la traducción de una cultura a otra en torno al valor y al impacto de los crímenes perpetrados, y constituye un ejemplo que permite afirmar que las violaciones a los derechos humanos de las mujeres –y particularmente a su rol materno– han sido utilizadas como arma genocida de manera planificada y sistemática. En el punto tres del peritaje, en el que analiza los “móviles y propósitos de la violencia” demostrando la intencionalidad clara de cada acto, Segato demuestra que la destrucción de la posición de la mujer indígena se ordenó como un objetivo de guerra. En este proceso de aniquilación, fue central la destitución, degradación y profanación de las mujeres, como nodo en un haz de relaciones productivas y reproductivas –dice Segato– para una estructura en la que la comunidad se sustentaba material y simbólicamente en una relación conyugal en la que la maternidad es un rol catalizador y de trascendencia. Es así que en el punto cuatro del texto, llamado “Interpretación de los elementos de la denuncia a la luz de la teoría de género y de la hermenéutica antropológica”, Segato toma como un impacto central en el proceso de devastación de esas mujeres la imposibilidad de garantizar la supervivencia de su prole, lo que implica un golpe a la humanidad de esas mujeres en su rol de sostener la trascendencia y el linaje de su pueblo. La autora habla del femigenocidio para denominar el genocidio de un pueblo en la masacre física, moral y reproductiva de las mujeres.

Un nuevo ataque hacia las maternidades y las formas de maternar se ha intensificado desde la aparición de normativas emancipatorias que reconocen la desigualdad de género y buscan revertirla.

Otro ejemplo en la historia. Pablo Arias en Oíd el ruido de forjar cadenas. Vidas indígenas en la Buenos Aires de 1880 (2024) analiza cuatro historias de vida enmarcadas en los repartos masivos de indígenas en Buenos Aires a fines del siglo XIX. Dichas historias están documentadas, incluyen notas periodísticas, informes policiales y judiciales, y permiten reconstruir la experiencia brutal de sus protagonistas. Uno de los casos narrados aparece en el capítulo III: “Otra NN y su horca de faja pampa”. Este relato refiere a una mujer indígena que amanece muerta ahorcada con su faja en la cocina en la que había sido encerrada “por protección”. Arias habla sobre las maternidades indígenas y las discusiones de la época. El caso fue rápidamente caratulado como suicidio, pero el autor del texto reflexiona a la luz de la evidencia y propone que incluso en el caso de que el hecho hubiera sido un suicidio, el suicidio era un testimonio de las condiciones de deshumanización en las que estas mujeres vivían y el miedo permanente a que les quitaran a sus hijxs. Arias relata que hay registros de amplias discusiones públicas sobre la separación de las familias y, sobre todo, sobre la separación de las mujeres que eran distribuidas como esclavas de sus hijxs. Sin embargo, hay un punto en el que había consenso público: dejar a las infancias con sus madres era “perpetuar la barbarie”.

Señala Arias: “Lo cierto es que esa promoción para la separación de los hijos respecto a sus madres indias no era pura crueldad. Se enmarcaba en una política global. El objetivo expreso de los artífices estratégicos de los repartos era el de lograr deshacer los vínculos sociales y hasta parentales de las tribus aprehendidas para construir en las personas aprisionadas y repartidas individuos desasidos de la trama política comunitaria previa. Por eso Sarmiento caracterizaba como ‘infección’ el vínculo de las madres indígenas con sus hijos”.

Aquí y ahora, en democracia, pareciera que persisten esos registros abusivos en los aspectos normativos y los consuetudinarios, ya que se mantienen rasgos de pensamiento excluyente que imponen ciertos modelos de maternidad mientras condenan o invalidan otros.

No me detendré en ningún caso en particular, pero todos y todas tenemos grabados en la memoria los relatos y los testimonios de cientos de femicidios ocurridos en las últimas décadas en Uruguay, de los niños y niñas víctimas de violencia vicaria, de las madres perseguidas y de aquellas que debemos “proteger” escondiéndolas de sus agresores. Y, paradójicamente, en medio de esa evidencia abrumadora, resuenan las voces que insisten en el supuesto “riesgo” de las falsas denuncias o en el derecho de los padres sobre sus hijos/as, incluso cuando han dañado de forma irreparable a sus madres o a ellos mismos.

Si atendemos las cifras y reconocemos que la mayoría de las infancias y adolescencias viven con sus madres, debería resultar obvio que no existen políticas de protección a las infancias que puedan pensarse al margen de la protección a las familias y, en especial, a las maternidades. Y en ese sentido, reflexionar sobre el rol de las maternidades, sus representaciones y las respuestas posibles desde un enfoque transformador sería un elemento capital.

En suma, las maternidades son construcciones políticas, sociales, comunitarias que se han constituido como instituciones centrales para la reproducción de la vida, la cultura y la economía en nuestros territorios. Desde ellas, es posible tanto condenar como sostener a las comunidades, eliminar la diferencia o, por el contrario, potenciar las búsquedas inclusivas y emancipatorias. Esta centralidad convierte a quienes maternan en pilares sensibles y, a la vez, vulnerables, cuya comprensión y abordaje requiere un enfoque de género estrechamente imbricado con otras formas relacionales de circulación del poder.

Nohelia Millán García es militante feminista.