La propuesta de un Ministerio de Justicia y Derechos Humanos en Uruguay despierta esperanzas y recelos a la vez. ¿Podrá esta nueva cartera fortalecer la democracia y garantizar derechos, o quedará en un gesto simbólico que arriesga politizar la justicia? Este artículo hace un análisis crítico y ético sobre por qué el ministerio es necesario bajo ciertas condiciones y cómo evitar que se vuelva un cascarón vacío.
Contexto político-institucional: consenso histórico y primeras dudas
Tras las elecciones de 2024, el nuevo gobierno incluyó en sus 63 compromisos prioritarios la creación de un Ministerio de Justicia y Derechos Humanos. No fue una promesa aislada: por primera vez en décadas, todos los partidos mayoritarios mostraron apertura a la idea en campaña. Este consenso inédito se da en un país que, a diferencia de sus vecinos, carece desde 1985 de un Ministerio de Justicia. Uruguay abolió esa cartera al volver la democracia, pues la única experiencia previa había sido durante la dictadura (1973-1985), cuando un Ministerio de Justicia servía para subordinar a jueces y fiscales al régimen autoritario.
Con este telón de fondo, la propuesta actual busca ser radicalmente distinta. Iniciativas recientes muestran la intención de diseñar un ministerio “de nueva generación”, respetuoso de la separación de poderes. En junio de 2025, a sólo 100 días de gestión, el gobierno organizó un seminario internacional, con apoyo del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, para debatir el modelo de ministerio adecuado para Uruguay. Expertos de España, Colombia y Argentina compartieron sus experiencias ante autoridades locales y subrayaron que Uruguay es una rareza regional por no tener un órgano rector en justicia. La premisa del encuentro fue clara: si se hace bien, la reforma podría fortalecer el Estado de derecho y la calidad democrática, cerrando una brecha institucional histórica.
En ese mismo evento, el presidente Yamandú Orsi reafirmó su respaldo a la iniciativa: “Estoy convencido de que es el camino correcto”, sostuvo, aunque enfatizó que “en clave política debe haber un consenso mínimo” para evitar que la reforma quede trancada en su implementación.
Pese a esa señal de respaldo, las primeras resistencias no tardaron en aparecer. Algunos legisladores opositores plantearon que “no es el momento” para crear el ministerio. Esgrimen que antes habría que mejorar lo existente y que un nuevo ministerio sería “un traje a medida” para cierto candidato a ministro. Lejos de empobrecer el análisis, esta pluralidad de miradas reactiva un debate necesario, que no debe cerrarse en etiquetas ni en nombres propios.
Un ministerio necesario, pero con dilemas de fondo
Más allá del vaivén político coyuntural, conviene preguntarse: ¿qué explica que esta propuesta haya figurado en las plataformas de casi todos los partidos y vuelva a ocupar un lugar en la agenda pública? La respuesta está en los vacíos y fragmentaciones del actual sistema de justicia uruguayo. Hoy las competencias en la materia están dispersas en múltiples organismos sin coordinación clara. Por ejemplo, el Ministerio del Interior administra las cárceles, la Suprema Corte de Justicia gestiona la Defensoría Pública, y Presidencia (u otras carteras) se ocupa de distintos programas de derechos humanos. No hay una “cabeza” rectora que unifique políticas.
Esta estructura atomizada dificulta abordar problemas complejos de forma integral. El acceso a la justicia sigue siendo desigual: amplios sectores en situación de vulnerabilidad enfrentan obstáculos para obtener asesoría legal o defensa pública oportuna. La gestión penitenciaria sufre de males crónicos –hacinamiento, violencia, escasez de recursos– en parte porque carece de un organismo dedicado exclusivamente a políticas penitenciarias modernas.
El sistema penitenciario uruguayo ha sido calificado por organismos independientes como “situación límite y explosiva”. Con cárceles operando por encima del 120% de su capacidad nominal, esta crisis impide programas de rehabilitación, degrada las condiciones sanitarias y socava la dignidad de miles de personas privadas de libertad. También genera violencia institucional, tensión interna y riesgos de corrupción, lo que convierte el hacinamiento en un déficit humanitario y de seguridad.
Frente a este panorama, tener un Ministerio de Justicia y Derechos Humanos aparece como una respuesta estructural. Sus impulsores sostienen que unificar bajo una misma autoridad las políticas de justicia y derechos humanos permitiría diseñar estrategias coherentes y de largo plazo, en lugar de parches aislados. Un ministerio podría negociar “mano a mano” recursos presupuestales para justicia, elevando la prioridad de temas antes relegados (como el sistema penitenciario).
También actuaría como interlocutor técnico ante el Poder Judicial para impulsar modernizaciones (por ejemplo, digitalización de trámites, mejoras procesales, sistemas de tracking de causas) sin invadir su independencia. En palabras de un experto local, “nos falta un gran articulador que defina políticas públicas de justicia con visión integral para que todo funcione adecuadamente”.
Hoy Uruguay ni siquiera mide cuántos conflictos quedan fuera del sistema judicial por barreras de acceso, ni evalúa el desempeño real de sus reformas legales. Un organismo rector podría impulsar esa evaluación continua y aprendizaje institucional, elevando la calidad democrática mediante más transparencia y rendición de cuentas en la justicia.
La tesis central, entonces, es que Uruguay sí necesita un Ministerio de Justicia y Derechos Humanos para subsanar una falencia institucional histórica y mejorar la garantía efectiva de los derechos. Pero –y aquí surge el dilema principal– sólo será beneficioso si se lo crea con un enfoque crítico, ético y verdaderamente transformador. No se trata de fundar un ministerio por el mero prurito de imitar modelos externos o tachar una promesa electoral. Se trata de cómo se hace y con qué propósito.
Riesgos latentes: politización, cooptación y burocracia estéril
Las personas escépticas con esta iniciativa no carecen de argumentos. Varias alertas deben tomarse en serio, porque, de materializarse, desvirtuarían por completo el espíritu transformador buscado. Entre esos riesgos latentes destacan:
Politización de la justicia y debilitamiento de la Fiscalía. La preocupación más intensa es que el ministerio termine erosionando la independencia de fiscales y jueces. Actualmente, la Fiscalía General de la Nación es un órgano autónomo, justamente para que pueda “investigar a cualquiera, sea político oficialista o ciudadano común, sin que un ministro le diga qué hacer”. Si la nueva cartera asume control o influencia sobre los fiscales, “se pierde esa independencia”, advierten los críticos. Proteger la autonomía institucional es, por lo tanto, condición sine qua non en este proyecto. Cualquier atisbo de injerencia política –por ejemplo, que el ministerio pueda orientar investigaciones o nombrar/remover funcionarios clave– sería un retroceso inaceptable.
La creación del Ministerio de Justicia y DDHH podría realmente fortalecer la calidad democrática uruguaya, garantizar derechos de forma más efectiva y dotar al Estado de mayores capacidades para hacer justicia.
El gobierno asegura comprender esto y ha prometido explícitamente que el futuro ministerio “no tendrá injerencia” en la actividad de jueces y fiscales, ni designará magistrados. Pero en política institucional las garantías no pueden quedar sólo en declamaciones; deben estar blindadas por ley y diseño orgánico.
Cooptación política y pérdida de enfoque técnico. Otro riesgo es que, en vez de nombrar perfiles profesionales y éticos al frente del ministerio y sus áreas, prime el cuoteo partidario o la lealtad política. Un ministerio capturado por intereses de partido o utilizado como botín de poder traicionaría su cometido público. Si la persona que ejerza el rol de ministro/a de Justicia se elige por afinidad partidaria más que por solvencia técnica y compromiso con los derechos humanos, difícilmente se logre esa transformación que se pregona. La credibilidad de la cartera nacerá a partir de quiénes la integren y cómo actúen. Por ende, un diseño robusto debería prever mecanismos de transparencia, participación y control ciudadano que dificulten su uso faccioso.
Superposición burocrática y simbolismo vacío. Quizá el riesgo más sutil (pero igualmente dañino) es que el ministerio termine siendo un cascarón burocrático que duplique funciones existentes sin aportar valor real. Como señalan algunos detractores, Uruguay ya tiene oficinas dedicadas a la justicia. Crear un ministerio podría significar “más cargos, más sueldos públicos, más burocracia”, sin resolver el “problema de fondo”. La advertencia aquí es contra el fetichismo institucional: pensar que con sólo anunciar un nuevo ministerio se arreglan mágicamente problemas estructurales. Aplicado a este caso: si el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos se limita a reetiquetar oficinas dispersas bajo un nuevo rótulo, sin recursos adicionales, sin planes innovadores ni capacidades nuevas, sería un fracaso rotundo. No sólo no solucionaría nada, sino que añadiría complejidad administrativa. Peor aún, podría generar conflictos de competencia con organismos como la propia Suprema Corte o la Institución Nacional de Derechos Humanos si sus roles no quedan bien delimitados. La pregunta central es si habrá sustancia detrás de la forma: presupuesto adecuado, personal calificado, sistemas de gestión modernos, objetivos medibles.
Falta de consenso y visión de Estado. Un riesgo adicional es que el proyecto se encare de forma partidista o unilateral, minando el consenso amplio necesario para sostener una reforma así en el tiempo. Si la creación del ministerio se contamina de polarización –por ejemplo, si la oposición siente que el oficialismo lo impulsa para concentrar poder o figurar–, es posible que un próximo gobierno lo desarme o lo vacíe. Uruguay no puede darse el lujo de una política pendular en materia de justicia; se necesita una visión de Estado compartida. Esto implica involucrar a la oposición, al Poder Judicial y a la sociedad civil en la cocina misma del proyecto, para que nazca legitimado y trascienda un quinquenio.
En resumen, los riesgos de politización, cooptación y vaciamiento burocrático son reales. Ignorarlos sería necio. Cada uno de ellos trae preguntas estructurales que Uruguay debe responder antes de apretar el botón verde. ¿Cómo garantizar por ley la autonomía de fiscales y jueces? ¿Cómo elegir a los jerarcas del ministerio para que gocen de legitimidad y perfil técnico incuestionable? ¿Qué funciones exactamente asumirá la nueva cartera, y cuáles permanecerán en otros entes, evitando choques y redundancias? ¿Cómo asegurar que no sea más gasto superfluo, sino mejor calidad del gasto en justicia? ¿Qué indicadores de éxito se le exigirán para saber si realmente mejora las cosas (menor hacinamiento carcelario, mayor cobertura de defensoría pública, tiempos judiciales más razonables, etcétera)? ¿Cómo blindar la reforma para que perdure como política de Estado?
Condiciones para un ministerio transformador
Si aceptamos que el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos sólo tendrá sentido si fortalece la democracia, garantiza derechos y mejora capacidades estatales reales, entonces debemos establecer con claridad las condiciones bajo las cuales esta reforma cumpliría esa promesa. Sobre la mesa surgen al menos cinco condiciones clave:
Salvaguardas de independencia y marco legal claro. La ley de creación debe consagrar de forma explícita los límites del ministerio respecto del Poder Judicial y la Fiscalía. La Fiscalía General de la Nación debe conservar su autonomía como servicio descentralizado, sin subordinación jerárquica ni injerencia política. Del mismo modo, debe respetarse la independencia de la Suprema Corte de Justicia en la gestión de jueces. Estas garantías no pueden quedar libradas a promesas; deben estar blindadas por diseño legal e institucional.
Designación de autoridades por méritos éticos y técnicos. La credibilidad inicial del ministerio dependerá de quiénes lo lideren. Se necesita una figura de consenso, con trayectoria reconocida en justicia o derechos humanos. El mismo criterio debe aplicarse a los cuadros técnicos, que deberían ser seleccionados por méritos y diversidad disciplinaria.
Capacidad y seguimiento real. El ministerio debe contar con recursos presupuestales genuinos, equipos calificados y una estructura organizativa moderna. Pero también necesita planificación gradual, metas claras y evaluación permanente. Cada función asumida debe venir acompañada por indicadores verificables y mecanismos de rendición de cuentas. Implementar, medir, corregir: sin esta lógica de aprendizaje institucional, la reforma corre el riesgo de estancarse en lo simbólico.
Construcción de consenso y participación social. La reforma debe ser fruto de un pacto democrático amplio, capaz de sobrevivir al ciclo electoral. Eso implica acuerdos interpartidarios sobre los fundamentos del ministerio y la inclusión activa de la sociedad civil, la academia y operadores del sistema de justicia en el diseño. La participación no es sólo un gesto: es garantía de legitimidad y de arraigo social para una institución que debe ser vista como herramienta pública, no de gobierno.
Enfoque integral de derechos humanos. Más que una dirección sectorial, el ministerio debe asumir un mandato transversal que impregne de enfoque de derechos toda la política pública. Esto implica coordinar con otros ministerios, monitorear el cumplimiento de estándares internacionales y actuar como garante del acceso equitativo a la justicia en todo el país. La perspectiva de derechos no puede quedar atrapada en una lógica de gestión; debe orientar las decisiones estructurales del Estado.
Cumplidas estas condiciones –marco legal con salvaguardias, liderazgo meritorio, recursos genuinos, gradualismo evaluado y amplio consenso democrático–, la creación del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos podría realmente fortalecer la calidad democrática uruguaya, garantizar derechos de forma más efectiva y dotar al Estado de mayores capacidades para hacer justicia.
Un llamado al debate: ética pública y bien común por encima de todo
En definitiva, la pregunta de fondo no es sólo “Ministerio sí o no”, sino cómo mejorar la justicia y los derechos humanos en Uruguay sin sacrificar nuestros principios democráticos. La propuesta de crear esta nueva institución ha puesto sobre la mesa tensiones importantes: el equilibrio entre innovar institucionalmente y no concentrar poder, entre actuar con urgencia ante crisis evidentes (las cárceles no pueden esperar) y deliberar con calma para no cometer errores de diseño.
No hay solución mágica. Pero no podemos conformarnos con el statu quo: el sistema actual muestra grietas profundas que afectan la calidad democrática, sobre todo de quienes menos voz tienen. Ignorar eso sería también éticamente reprochable.
Por eso, este debate es saludable y necesario. Uruguay tiene la oportunidad de pensar en grande su arquitectura institucional en materia de justicia, aprendiendo de las experiencias internacionales, pero adaptándolas a su realidad y valores.
Ni fetichismo reformista ni miedo al cambio: el camino pasa por la reflexión crítica, el diálogo amplio y el compromiso con la ética pública. Invitamos a que esta discusión continúe con altura y apertura. Que gobierno y oposición, operadores jurídicos y ciudadanía se sienten en la misma mesa con datos en mano, con memoria histórica y con visión de futuro. Crear un ministerio transformador es posible si se hace sobre bases sólidas y mirando más allá de los intereses inmediatos. Fortalecer la justicia y los derechos humanos exige deliberación honesta, visión de largo plazo y compromiso con la democracia. Uruguay se merece esa conversación profunda. El desafío está planteado.
Leopoldo Font es docente en la Universidad de la República y en la Universidad Claeh y consultor internacional en planificación estratégica y en evaluación. Fue consultor para el diseño del primer Plan Nacional de Derechos Humanos de Uruguay (2023-2027).