Lo que sigue es un esbozo de reflexión que, tomando como punto de partida la crisis de disponibilidad de agua que vivió Uruguay en 2022-2023, propone revisar en un sentido amplio y radical la forma en que nos relacionamos con el entorno, es decir, con nosotros mismos. En esencia, plantea que existen dos tipos de límites que, con nuestro estilo de vida y expectativas de mediano y largo plazo, ignoramos consciente o inconscientemente. Y que ese desajuste no es trivial: implica que las proyecciones personales y sociales, así como las soluciones que pensamos para problemas críticos a escalas local y planetaria, resultan irracionales y faltas de realismo.

Un poco de agua salada (o “ninguna te viene bien”...)

Montevideo lleva la marca de ser la primera ciudad capital del planeta en haber quedado desprovista de agua potable1. Esta posibilidad simplemente no estaba en el imaginario colectivo: para la mayoría de nosotros, era algo impensado hasta que ocurrió. Fueron momentos difíciles y vale preguntarse: ¿qué puede aprenderse de esa experiencia? Seguramente mucho, pero el debate público ha sido avaro. En resumen, el sentido común actual plantea que, dada la trayectoria histórica de la demanda de agua y su crecimiento previsto, resulta inescapable expandir la capacidad del sistema de abastecimiento para Montevideo y el área metropolitana. Ello implica establecer nuevas fuentes de agua o, en otras palabras, decidir qué cuerpo(s) de agua será(n) intervenido(s) para generar el flujo necesario que sostenga el consumo actual y su crecimiento en las próximas décadas. En principio, además de generar una mayor capacidad de abastecimiento, las fuentes adicionales aportarían redundancia frente a situaciones de déficit u otros imprevistos.

Las discrepancias en el debate prácticamente se han limitado a la valoración de cuál sería el modelo de negocio y el cuerpo de agua más apropiado para usar como nueva fuente según las implicaciones legales, sociales, económicas y ambientales de cada alternativa. Hasta pocos días atrás, el menú incluía el proyecto Neptuno-Arazatí para extraer agua de la zona costera del Río de la Plata frente a Arazatí (San José) y el proyecto Casupá, que propone construir una reserva a partir de un nuevo embalse en la cuenca alta del río Santa Lucía, cerca de dicha localidad.

Neptuno-Arazatí genera amplia resistencia por razones de peso. Las opiniones técnicas independientes son unánimes en desaconsejarla por motivos que, en síntesis, tienen que ver con la calidad del agua en el punto de toma previsto (calidad física, química, biológica y toxicológica), así como por los impactos ambientales y sociales de la infraestructura asociada. De hecho, ponen en duda la utilidad misma del proyecto para los fines declarados. También existen planteamientos fundamentados que cuestionan su legalidad (conflicto con la Constitución). El costo del proyecto –en el entorno de 1.000 millones de dólares para el Estado uruguayo– exacerba los cuestionamientos.

Casupá tiene mayor aceptación a nivel social y técnico, e involucra un costo menor pero también alto. También implica pérdidas ambientales sustanciales, por ejemplo, de los ecosistemas en la zona a inundar, así como en un entorno más amplio no claramente determinado. Otro impacto negativo de tipo ambiental y para los fines últimos del proyecto radica en la transformación de un sistema de aguas corrientes (lótico, en términos técnicos) en uno de aguas quietas o embalsadas (léntico) sobre un tramo del actual curso de agua. Esta intervención supone una transformación que impactará en la calidad del agua: debido al tiempo de residencia incremental, los cuerpos lénticos tienen mayor tendencia a desarrollar floraciones de algas y/o bacterias. Incluso si se extremaran los cuidados para minimizar los aportes difusos de nutrientes –por ejemplo, generando un área protegida que prevenga alteraciones en el uso del suelo en la cuenca relativa– los tenores de nutrientes en las aguas naturales podrían ser suficientes para promover floraciones. Esto es particularmente inquietante, dado que un embalse en la cuenca alta funcionaría como centro de generación y dispersión de contaminación biológica aguas abajo2, justamente donde se ubica la fuente actual (Aguas Corrientes). Por último, crear un nuevo embalse en la misma cuenca actualmente en uso reduce la redundancia del sistema.

Sobre límites

Más allá de las virtudes y los defectos de las alternativas en juego, existe algo profundamente insatisfactorio en las estrategias de expansión como solución de problemas actuales o percibidos. Me refiero a que se trata de estrategias esencialmente de corto alcance. La capacidad de los sistemas biofísicos para proveer servicios y materiales es finita, incluso para materias renovables como el agua. Luego, es insensato pensar que podremos recurrir a ellas de manera sistemática, indefinidamente, en el largo plazo. Continuando con el caso del agua, ¿cuál es el límite? O, más específicamente, ¿cuál es el flujo máximo sostenido que podríamos obtener de los sistemas naturales en esta región? No tengo idea cuál es la respuesta, ni siquiera conozco que existan estimaciones concretas, pero estoy seguro de que no es infinito, ni mucho menos.

La capacidad de los sistemas biofísicos para proveer servicios y materiales es finita, incluso para materias renovables como el agua. Luego, es insensato pensar que podremos recurrir a ellas de manera sistemática, indefinidamente.

Genéricamente hablando, la tecnología es una aliada que permite incrementar la escala de extracción de recursos de los ecosistemas, aplicar nuevas formas de extracción de materiales y servicios, facilitar el trabajo, acceder a recursos nuevos, incrementar la eficiencia de los procesos (aunque esto último es relativo, depende de cómo definamos la eficiencia y cómo la estimemos). Todo ello efectivamente incrementa el conjunto de recursos a nuestro alcance. Es decir, permite empujar la frontera de explotación de los sistemas naturales. Y con ello la tecnología contribuye a la ilusión de ausencia de límites biofísicos o, aún peor, a la ilusión de que podremos burlarlos mediante la fuerza bruta. Esto último, pensar que mediante tecnologías actuales o eventualmente disponibles en un futuro incierto será posible superar los límites naturales es simplemente irracional, es la fe en la tecnología.

Tomando prestado un concepto de la ecología, podemos pensar en nuestra especie como “ingeniera ecosistémica”. Es decir, una especie que a través de sus actividades es capaz de transformar el ecosistema en el cual vive. Ello no es inusual, pero una característica notable en este caso (aunque tampoco original) es el ejercicio de esa capacidad en todo el espectro de escalas, de local a planetaria: hemos moldeado en provecho propio y de forma excluyente aspectos fundamentales del funcionamiento de la biósfera, notablemente los ciclos de elementos (carbono, fósforo), el ciclo del agua, y transformado de forma extensiva y radical el uso del suelo, es decir, hemos eliminado o modificado drásticamente los ecosistemas originales presentes para proveernos de bienes y servicios a través de la agricultura, el pastoreo, la silvicultura, las urbanizaciones, etcétera. Junto con los ecosistemas se pierden innumerables especies, y muchas otras son eliminadas intencionalmente por resultar inconvenientes a nuestros intereses; la pérdida actual de biodiversidad alcanza el punto de constituir una extinción masiva3. Ello es acompañado de cambios involuntarios o no previstos cabalmente, como la contaminación y la polución en forma de cientos de miles de sustancias y tipos de materiales que hoy circulan por la biósfera. El cambio climático es consecuencia directa e indirecta de esos y otros desbalances, y se manifiesta en aumento de temperatura global, aumento del nivel del mar, acidificación del océano, alteración de la circulación marina y atmosférica, cambios en patrones de precipitaciones, mayor frecuencia de eventos extremos, entre otros.

La estrategia de expansión conlleva, además, otro serio riesgo intrínseco: a medida que recorremos ese camino y nos acercamos o incluso superamos los límites biofísicos de los sistemas naturales, se hace crecientemente difícil y complejo volver sobre nuestros pasos para explorar alternativas, pues los ajustes necesarios en los estilos de vida y consumo y en las expectativas individuales y sociales hacen que adaptarnos a formas más sencillas, menos dependientes de la tecnología y menos intensivas en el uso de recursos requiera cambios cada vez más drásticos. Estas estrategias son una trampa que parecería que elegimos no ver. Y ello es un problema mayor, pues, llegado el caso de superar los límites (es decir, coquetear con el colapso de los sistemas biofísicos que sostienen nuestra vida y los efectos en cascada sobre los sistemas económicos, políticos y sociales4), adaptarnos a las nuevas circunstancias no será una opción. Si realmente somos seres racionales y relativamente inteligentes, deberíamos anticiparnos en orden de que la adaptación necesaria resulte lo más viable, ordenada y socialmente justa posible. Toda una utopía.

Más límites, derechos y naturaleza

En teoría, uno puede imaginar que sería posible manejar el ambiente global, la biósfera, en orden de lograr el mayor provecho de forma sustentable, es decir, maximizando la provisión de bienes y servicios en el largo plazo mediante sistemas de producción y distribución de beneficios que aseguren un grado razonable de equitatividad.

En esta última parte se plantea que, al menos desde algunos puntos de vista, ello es necesario pero no suficiente: además de los biofísicos hay otro tipo de límite, más restrictivo que los primeros, que resulta de la coexistencia de los humanos con millones de otras especies en el planeta. Una forma sencilla de expresarlo sería como el límite que resulta de reconocer el valor intrínseco (es decir, el valor per se, independiente de su utilidad) y el consiguiente derecho a la existencia de lo no-humano. Si reconocemos que ese derecho es real –y hay buenos argumentos para ello5– la forma racional de actuar en consecuencia implica habilitar el espacio físico y los recursos para que ese derecho pueda realizarse. Es decir, adoptar una ética que desde una perspectiva ecológica nos guíe a autolimitarnos en el uso de los recursos del planeta para habilitar la coexistencia y el bienestar de todos los seres vivos, o, en un sentido más amplio, el derecho a existir de la naturaleza.

El derecho de la naturaleza es un concepto simple y extremadamente poderoso por lo drástico de los cambios que requiere en nuestro esquema mental respecto a cómo nos pensamos en relación con el resto del universo. Implica considerarnos integrantes plenos de la comunidad planetaria, con derecho a vivir y desarrollar nuestras capacidades e intereses tanto como el resto de los seres vivos (versus imaginarnos como seres superiores, con derechos excluyentes); implica expandir el círculo de entidades por las que sentimos empatía, que valoramos y reconocemos como sujetos; implica entender la interdependencia de la vida y su evolución, y obrar en consecuencia.

Estas ideas no son nuevas en la tradición del pensamiento occidental, pero plantean enormes desafíos en el plano práctico: ajustes en las formas de producción y distribución, estilo de vida y consumo, y relaciones a la interna de las sociedades humanas que necesariamente deberían orientarse hacia modelos mucho más equitativos (y esto último es un tema que merece un espacio aparte). Y desafíos acaso mayores aún en cuanto requieren un cambio de mentalidad que supone romper con un paradigma civilizatorio: aceptar de buena manera, con serenidad y tranquila certeza, los límites al deseo y la vida humana. Esto siguiendo la formulación de Vicente Serrano, en el sentido de considerar la idea de ausencia de límites al crecimiento y desarrollo de las sociedades humanas como una característica fundamental de la civilización occidental moderna, que busca imponerse a la naturaleza, y el contraste con esta cosmovisión representado por pensadores del modernismo temprano como Baruch Spinoza, quien sí reconocería límites y, lejos de revelarse, mostró ante ello una actitud de “serenidad y tranquila certeza”.

Estos desafíos son de tal tenor que resultan sólo equiparables al riesgo de seguir haciéndonos los distraídos, viviendo como si tal cosa, con la secreta esperanza de que alguna novedad mágica nos sacará del atolladero.

Otra utopía es que el tipo de consideraciones esbozadas sobre el final del texto guíen la respuesta a preguntas como la planteada en el apartado inicial sobre un problema bien específico: ¿y entonces qué hacemos?.

Danilo Calliari es biólogo y doctor en Oceanografía y docente de la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República.


  1. Eduardo Gudynas. El día cero. Brecha, 30 de junio de 2023. 

  2. Un caso extremo puede verse en Kruk et al., 2021. “Rapid freshwater discharge on the coastal ocean as a mean of long distance spreading of an unprecedented toxic cyanobacteria bloom”. Science of the Total Environment 754. doi.org/10.1016/j.scitotenv.2020.142362

  3. Ver Cowie RH, P Bouchet, B Fontaine 2022. “The Sixth Mass Extinction: fact, fiction or speculation?”. Biological Reviews 97: 640-663. doi.org/10.1111/brv.12816

  4. Concepto que sigue en términos generales el planteo de Carlos Taibo. Colapso. Capitalismo terminal, transición ecosocial, ecofascismo, 2022. Catarata, Madrid. 

  5. Sobre esto hay mucho escrito y sólidamente fundamentado desde perspectivas muy diversas. Y aun otra forma, menos académica pero directa y clara, es cuestionarnos por las razones objetivas que darían a nuestra especie el derecho a acaparar los recursos de la biósfera de forma excluyente y decidir sobre el destino del planeta como si de una simple propiedad se tratara. En tanto no se manifieste una buena razón (y descartando argumentos de orden sobrenatural) debe reconocerse que el derecho a existir es extensivo al resto de los seres vivos, lo que equivale a decir a los sistemas naturales en un sentido amplio.