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“Yo no me morí, de asco”, dice Miriam, de apellido Bodeant. Los que sí se murieron fueron sus abejas y sus conejos, después de aquella noche de setiembre de 2013 en que se intoxicó por la fumigación. Ese día terminó en el hospital, casi sin conocimiento, con un respirador artificial. Y empezó un camino “muy largo y triste”, lleno de trabas burocráticas, que la llevó a recorrer escritorios varios, y a perder. Hasta hoy siente la quemazón con cada nueva fumigación, y la situación cambió tan poco que estudios que se hicieron en diciembre -y arrojaron sus resultados la semana pasada- comprueban la existencia de glifosato y atrazina en su jardín.