“En algún remoto rincón de la región central de África se esconde, protegido por una guardia de niños armados y bajo el cuidado de un harén de esclavas, uno de los criminales más temidos y buscados del planeta: Joseph Kony”. Así comienza una nota del diario El Espectador de Colombia dedicada a reseñar el fenómeno mediático de moda: una ONG estadounidense quiere hacer famoso (al estilo de un George Clooney o una Wanda Nara) a un criminal de guerra.

No hace falta escribir las tres primeras letras de Invisible Children -la ONG en cuestión- para que el buscador de Google la complete como primer resultado esperado. Si uno escribe Kony el resultado será una infinidad de esos artículos de prensa que recogen y reciclan las sobras de los trending topics (el nuevo fetiche de la cultura web, cuya definición sería algo así como los temas de moda en Twitter), que hoy hablan del nuevo famoso criminal de guerra ugandés como ayer lo hicieron de una adolescente que se parece a la muñeca Barbie y cuyo video “hace furor” en la web.

La pieza más conocida de la campaña de Invisible Children es un video de 30 minutos subido a Youtube la semana pasada, [ http://ladiaria.com.uy/Un ], una especie de documental en el cual Jason Russell (uno de los creadores de la ONG) nos cuenta cómo conoció la situación de una Uganda aterrorizada por el líder del Ejército de Resistencia del Señor -LRA por sus siglas en inglés-, cómo se involucró con ella desde lo emocional y cómo vamos a hacer nosotros (vos, yo, todos los que integramos la comunidad de la web) para detenerlo. Así, el planteo, que deben envidiar muchos estudiantes de publicidad, es tapizar el mundo con la imagen de Kony. Compartir el video, colgar su foto, pegar afiches en los muros de la ciudad, usar remeras y pulseritas con su cara para convertirlo en una celebridad negativa y, de esa forma, presionar al gobierno estadounidense para que no retire su presencia militar en Uganda o también, si la cosa marcha bien, la amplíe con el objetivo de capturar al líder rebelde.

La campaña ha sido cuestionada por varios motivos. Desde sospechas del mal manejo de los fondos recaudados (la ONG llama a adquirir el “Kit Activista”, es decir, las remeras, pulseras, pósters, etcétera, por 30 dólares) hasta acusaciones de imperialismo cultural (los blancos educados, civilizados y sensibles que van a ayudar a los negritos pobres que están siendo acosados por el negro malvado), pasando por toda una gama de críticas ante la grosera inexactitud de parte de la información proporcionada y de la realidad política actual de Uganda. Tampoco han faltado las típicas sospechas de que todo el asunto no sea más que otro fraude virtual.

Más allá de todo esto, y de la casi natural desconfianza acerca de las buenas intenciones de alguien que pide una nueva intervención militar estadounidense en alguna parte del mundo, lo que me interesa aquí es explorar la dimensión política del planteo, es decir, lo que la campaña (o el video, que en varias dimensiones es la campaña) nos muestra acerca de las nuevas formas del activismo político y cómo se vincula esto con la cultura de masas.

Lo primero a mencionar es el piso desde el cual se propone la acción. El video comienza mostrando una imagen de la Tierra como si fuera vista desde el espacio exterior, cuyos continentes aparecen “conectados” (término fascinante si los hay, maravilla que, como tal, no precisa ni puede explicarse) por una cadena de luces que simbolizan lo que el locutor nos cuenta: en este preciso momento hay más personas conectadas a Facebook que las que había viviendo por ahí, en todo el mundo, hace 200 años. Y esas personas, hoy, están profundamente entrelazadas entre sí.

Esta fase final e imperfectible de la democracia, este alcance verdadero y puro del amoldamiento entre la idea y la práctica, parecería abrir la última puerta del activismo: vos, tu tía, mi vecino, algún granjero de Alabama, yo y cualquier lista de etcéteras podríamos hacer “grandes cosas” si, en lugar de gritar todos a la misma vez y hacia cualquier lado, lo hiciéramos al unísono y en la misma dirección. Y ésa es la premisa de Invisible Children, que más que una novedad en sí misma es la recuperación y el ordenamiento de lo que, a su juicio, sucedió espontáneamente en la llamada Primavera Árabe: a saber, una cantidad de gente indignada se manifestó al mismo tiempo y cayeron varios gobiernos (que, obviamente, no hace falta aclararlo, eran de los malos).

Este planteo, más que una excepción y una alternativa a las formas dominantes de la cultura política contemporánea (tal es la visión que el video tiene de sí mismo, cuando trae burlonamente a la pantalla a esos veteranos que no aceptan que “el mundo está cambiando”), una exacerbación de la lógica comunicativa y relacional del capitalismo posmoderno. Es la proliferación de una cantidad de voces que se “expresan” por la mera posibilidad de hacerlo, redes sociales mediante, aunque nada sepan sobre la situación política de Uganda, conformando una marea de indignación pseudoinformativa en la que la opinión crítica y la investigación periodística se confunden y pierden. Es la liberación de una energía que explota y se dirige permanentemente desde un objeto a otro, hoy enfocada en Kony como ayer en unos adolescentes que le pegan palazos a un perro y que mañana puede volcarse en el frenesí de un recital de Justin Bieber (y es que la maquinaria empleada para hacer famoso al guerrillero africano es la misma que la de cualquier ídolo masivo). Y es también esa utopía comunicativa que con sólo prender la computadora nos permite saber cuántos niños secuestró el LRA, qué tipo de botox prefería Muamar Gadafi y cómo era la tele en la que Barack Obama vio en vivo el asesinato de Osama bin Laden, pero que no puede relacionar una cosa con la otra e incorporarlas en una estructura de sentido que permita entenderlas. Es la imposibilidad de la conciencia, de ese ejercicio conceptual que, de existir, nos pararía a un costado de nuestra experiencia vital y nos preguntaría para dónde estamos yendo.

Este nuevo montón de píxeles que han dado en llamar Kony ejemplifica la cuestión en forma notable. Uno de los pósters más difundidos de la campaña coloca gráficamente al líder rebelde ugandés en una línea de continuidad que llega hasta él luego de empezar por Hitler y continuar con Bin Laden, ambos, justamente, máximas expresiones de ese mal incomprensible que tanto fascina a la cultura estadounidense. Si en una cultura crítica la figura de Hitler podría servir como disparador para reflexionar sobre la naturaleza social del nazismo, sobre sus condiciones de posibilidad en sociedades industriales y estructuradas en torno a la obediencia, en una cultura hollywoodense pasa a ser algo así como un monstruo, una entidad incomprensible, una cosa ajena a cualquier tipo de entendimiento, un otro que hace el mal sin razón alguna. Nada muy distinto a lo sucedido con Bin Laden, ese “eje del mal” alrededor del cual giraban otros satélites malignos, ese fantasma esquivo cuyas pretensiones de destruir América eran tan decididas como incomprensibles y que, como tal, no admitía otra posibilidad que ser exterminado él, como un cáncer o una plaga de langostas.

Se trata entonces de la lógica militar puesta sobre el campo de la política. Y la política, entonces, vista desde esta perspectiva militarista, ya no es someter a juicio la experiencia -si veo monstruos y fantasmas, ¿no seré yo quien está loco?- sino gestionar esa experiencia de la forma más eficaz a los efectos de encontrar la estrategia y las armas apropiadas para cazar monstruos o fantasmas.

A todo esto, no faltará aquel ingenioso que guiñará un ojo como diciendo “viste, ¿no?; mal o bien, están hablando de lo que el tipo hace, y ése era el objetivo”. Ésta es la idea más peligrosa, pretender que en un mundo en el cual la novedad es el objeto de consumo más precioso y efímero, el tratamiento twittero de la violencia en África pueda derivar en algo distinto a un consumismo de sensibilidades del tipo “comparta el video y siéntase una persona menos banal”.

No es casual que para presentarnos a Kony el video utilice una conversación de Russell con su hijo de cinco años, en la cual le explica quién es y qué hace “the bad guy”. Es la expresión descarnada de la infantilización de la cultura contemporánea, es decirle sin vueltas a la masa amorfa e hiperconectada: “Mire, escúcheme, su capacidad mental es la de un niño de cinco años. Y, por supuesto, como si fuera tal, así le voy a contar las cosas”.