Argentina ingresa en la recta final antes de los comicios presidenciales de octubre. Como nunca desde 2003, cuando Néstor Kirchner sorprendió a propios y ajenos, el resultado de esta elección, a pocos meses de acudir a las urnas, es incierto: hay un puñado de candidatos con expectativas (algunas más realistas que otras), hay dos partidos históricos que buscan retener la centralidad, y fuerzas nuevas que quieren instalarse definitivamente en el escenario. También hay una presidenta con niveles altos de aprobación luego de dos mandatos, y hay, antes que nada, un electorado que, tal como ha demostrado en los últimos años, elige con el menú en la mano y sin estar atado a lazos de pertenencia como los que se establecían con los partidos en el siglo pasado.

También es incierto cómo los resultados de este proceso modificarán el mapa político, pero parece seguro que, luego de 12 años de ciclo kirchnerista, el 10 de diciembre, cuando un nuevo presidente reciba el bastón y la cinta de mando, sea oficialista u opositor, más cercano o más lejano a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, de izquierda o de derecha, joven o viejo, comenzará una nueva etapa, inédita, en la todavía joven, pero cada vez más afianzada, democracia local.

El camino hasta llegar a ese día D es largo, aunque los días en Argentina durante un año electoral pasen cada vez más rápido. Hay tiempo todavía para que el panorama que se presentará en estas líneas cambie parcial o completamente, y seguramente así será. Sin embargo, a poco más de 120 días de las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO), primera instancia de estos comicios, se pueden trazar algunas líneas que, de no mediar sorpresas, servirán para comprender mejor lo que está por venir.

*La hora de evaluar *

Antes de entrar en un laberinto de nombres, sellos, genealogías y lealtades, es bueno sentar las bases: en Argentina, como en todas o casi todas las democracias modernas, las elecciones en las que se decide la conformación del Poder Ejecutivo son, más tarde o más temprano, una evaluación del gobierno en curso. Se aprueba la gestión dando algunos años más de poder o se la castiga poniendo la posta en manos del rival. Mientras que en los comicios legislativos el ciudadano se permite un voto más ideológico, en los generales se vota, como suele decirse, “con el bolsillo”: a favor de la continuidad si está lleno, por un cambio cuando comienza a percibirse el hueco.

En Argentina esto se vio claramente en los últimos años: el gobierno, muy castigado en los comicios de 2009 y 2013, en los que arañó, en ambos casos, el tercio del electorado, fue reelecto en 2011, justo en el medio de esas dos grandes derrotas, con un abrumador 54 % de los votos. El factor que explica esta fluctuación es (estúpido) la economía, por supuesto. Mientras que en 2009 y 2013 el gobierno sufría los embates de la crisis financiera del hemisferio norte (y se tropezaba con sus propias limitaciones macroeconómicas), las elecciones de 2011 coincidieron con un período mucho más calmo.

Por eso, más allá de los pronósticos, los resultados de este año están definitivamente atados a la marcha de la economía local durante 2015. Con una inflación desacelerada aunque todavía muy alta, dólar y reservas estables desde hace un año y sin grandes pérdidas de empleos a pesar de una actividad económica que transita al borde de la recesión desde hace casi tres años (de qué lado del borde depende de quién haga las cuentas), si el gobierno logra mantener esta calma por medio año más se verá beneficiado en las urnas. Un escenario más turbulento terminaría de sepultar las aspiraciones del kirchnerismo de gobernar por un cuarto período.

Contexto continental

El oficialismo, conducido entre 2003 y 2007 por Néstor Kirchner y en adelante por su mujer, Cristina Fernández de Kirchner, se enmarca claramente en el ciclo de administraciones de corte “progresista” que se dio en América del Sur desde fines del siglo pasado hasta la actualidad. Con sus particularidades, y diferencias, está hermanado con el chavismo venezolano, los gobiernos petistas de Brasil, los procesos encabezados por Evo Morales, en Bolivia, y Rafael Correa, en Ecuador, y los tres mandatos del Frente Amplio en Uruguay.

Hace pocos meses, en Brasil, Bolivia y Uruguay, las urnas volvieron a legitimar estos proyectos políticos, que desde 1999 no fueron derrotados en elecciones ejecutivas en ninguno de los países en los que gobernaron (la única caída de un presidente en este contexto fue la del paraguayo Fernando Lugo, en un cuestionado juicio político). En los casos de Brasil y Uruguay, los votos ratificaron la continuidad de estos procesos a pesar del crecimiento de fuerzas opositoras que, en los meses previos, aparecían como favoritas en diversas encuestas y en un extensísimo metraje mediático.

Si bien es imposible extrapolar conclusiones de esas experiencias, la pauta marca que estos gobiernos siguen contando con el apoyo de importantes mayorías; Argentina no es la excepción. Sondeos de consultoras insospechadas de kirchnerismo confirmaron en los últimos días que la presidenta sigue recuperando imagen positiva en las encuestas, y ya se encuentra en los niveles que mostraba antes de que comenzara el affaire Nisman, que durante algo más de un mes impactó negativamente en su valoración.

CFK en el centro

Con más de 40% de aprobación de su gestión luego de ocho años (12 si contamos el gobierno de su marido), y la conducción del peronismo encolumnada en buena medida detrás suyo, Fernández de Kirchner llega a los comicios en los que se decidirá su sucesor ocupando el centro de la escena: no hay en la política argentina otra figura, oficialista u opositora, que tenga, ni de cerca, su peso específico. Sin embargo, CFK no logró traducir eso en un vector electoral, como hizo Luiz Inácio Lula da Silva cuando digitó la candidatura de Dilma Rousseff.

Hoy, ninguno de los precandidatos del peronismo es un “kirchnerista puro”, denominación de origen controlado con la que, en Casa Rosada, se etiqueta a un puñado de dirigentes que puede contarse con los dedos de una mano. El favorito, el gobernador bonaerense Daniel Scioli, es un hombre de relación zigzagueante con la mandataria y que, por su estilo extremadamente moderado (valga la aparente contradicción), es visto con desconfianza por una parte de la militancia. El challenger, el ministro de Transporte, Florencio Randazzo, si bien más cercano, no forma parte del círculo interno.

En este escenario, la mandataria aún no ha movido sus piezas. Deja jugar, hace guiños en varios sentidos, espera el momento oportuno para intervenir. Sus posibilidades son dos: dejar que la interna peronista se decida sin una injerencia explícita para luego apoyar, con mayor o menor entusiasmo, al que salga vencedor; o “jugar” en las primarias con uno de los candidatos, potenciándolo pero arriesgándose ella misma a una derrota.

El as guardado

Si se diera este último caso, le queda una carta en la manga para intentar torcer la interna a favor de su elegido: ser, ella misma, candidata, en una boleta que ayude a su delfín a traccionar votos. Esta hipótesis, siempre presente en las fantasías de los cristinistas, fue descartada en los despachos de la casa de gobierno, aunque en las últimas semanas, acaso, con menos énfasis que antes.

En los últimos días, algunos barrios de la ciudad de Buenos Aires amanecieron empapelados con un póster que la propone como gobernadora de la provincia de Buenos Aires. Esto fue descartado de plano por la mandataria, que ordenó remover los carteles. Sí está en evaluación una candidatura a diputada por ese distrito, en el que vota 40% del padrón nacional; la alternativa es proponerse como legisladora del Parlasur, cargo que este año se elegirá, por primera vez, mediante el voto directo.

Cerca del despacho presidencial aseguran que solamente es “un escenario más entre tantos otros que se evalúan” de cara al cierre de listas, que será en junio. En principio, durante su discurso por la apertura del año legislativo, ante ambas cámaras del Congreso, le dijo a un parlamentario opositor, en un cruce, que le “encantaría” ser legisladora para volver a debatir. “Me encanta”, confesó.

“Sólo va a ser candidata si considera que es necesario para asegurar una victoria”, moderan las expectativas en el gobierno. En la oposición, en cambio, barruntan con menos confianza que el interés de la mandataria por acceder a una banca respondería a los fueros, necesarios ante las eventuales complicaciones judiciales que podría tener una vez que abandone la Casa Rosada.

La cuestión Scioli

Daniel Scioli es el gran misterio de la política argentina. Ex campeón mundial de motonáutica (antes y después de perder su brazo derecho en un accidente en una carrera), llegó al peronismo y a la política de la mano de Carlos Menem en la segunda mitad de la década del 90 y fue en 2003 el compañero de fórmula de Néstor Kirchner cuando ganó la elección presidencial. Desde hace ocho años gobierna la provincia de Buenos Aires, el distrito más populoso del país, con resultados dispares, pero con una popularidad constante.

Su relación con los Kirchner nunca fue idílica. Néstor lo tuvo “en el freezer” casi tres años cuando consideró que se había excedido en sus atribuciones como vicepresidente. Cristina, que fue su compañera de bancada en la Cámara de Diputados, nunca le tuvo mucho aprecio. Quizás por eso, en su momento decidieron darle el desafío de gobernar la provincia más complicada: nunca, hasta ahora, un gobernador bonaerense llegó a la Presidencia de la Nación.

Scioli, sin embargo, se ganó a fuerza de dos mandatos su derecho a intentarlo. En 2011 fue reelecto con más porcentaje de votos incluso que CFK; fue el gobernador más votado de la historia. Consiguió en los últimos años el apoyo de buena parte de los gobernadores peronistas y una porción del sindicalismo. Espera un guiño de la presidenta: le alcanzaría con que ella se abstenga de apoyar a un rival suyo en la interna. Él está convencido de que, sin ese contrapeso, va a ser el candidato.

Sus detractores lo acusan de ser una especie de “quinta columna” de “las corporaciones” en el peronismo, por su buena relación con algunos de los enemigos de este gobierno, como el Grupo Clarín, las patronales rurales e incluso sus rivales en la carrera hacia la Casa Rosada, Mauricio Macri y Sergio Massa. Sus partidarios recuerdan que siempre fue fiel a los Kirchner, aun en los peores momentos del gobierno, como el conflicto con el campo y las derrotas electorales de 2009 y 2013, sin especular. Quizás lo cierto sea que todos ellos tienen un poco de razón.

Randazzo, sobre rieles

El 22 de febrero de 2012 una formación del ferrocarril Sarmiento no frenó al llegar a la terminal en la estación de Once, en la ciudad de Buenos Aires. La peor tragedia ferroviaria de la historia argentina costó 51 vidas, dejó más de 700 heridos y tuvo como consecuencia que el gobierno decidiera reformar de raíz la red ferroviaria urbana, en pésimas condiciones luego de años de administración corrupta, ineficiente y subsidiada en manos de una alianza entre empresarios, sindicatos y el Estado.

A Randazzo, ministro de Interior desde el primer día del gobierno de Fernández de Kirchner, le llegó la chance de su vida el día que la presidenta decidió poner el área de Transporte bajo su ala. Con instrucciones precisas y una billetera abultada, el funcionario se encomendó a trabajar en la tarea asignada. “Si esto sale bien, me animo a ser candidato a cualquier cosa”, decía pocos días después de su nombramiento.

En agosto, cuando tengan lugar las primarias, todas las líneas de trenes urbanas de Buenos Aires funcionarán con vagones nuevos, vías nuevas y mejores frecuencias. También se restablecieron servicios de pasajeros entre las principales ciudades y comienza a funcionar el renovado Belgrano Cargas, donde se están reconstruyendo tramos que fueron desguazados durante la privatización. Esta semana anunció el envío al Congreso de una ley para nacionalizar nuevamente el cien por ciento de los servicios ferroviarios.

Él, dice, sabe que es el candidato de Cristina. Pero también sabe que necesita que ese apoyo sea explícito para darle batalla a Scioli. En el kirchnerismo no son pocos los que no lo quieren: el vicepresidente Amado Boudou le atribuye las filtraciones que dieron comienzo a las investigaciones que pesan sobre él, y por las que ahora está procesado. También lo critican por la virulencia que le dio a la campaña, sobre todo en sus opiniones descalificadoras hacia su rival, inusuales para una interna.

En los últimos tiempos subió en las encuestas y sumó apoyos de peso, recorta distancia con el puntero, pero da la sensación de que todavía le falta (un poco más de lo que él querría, un poco menos de lo que supone su rival). Un endorsement presidencial podría inclinar la balanza en su favor, y él espera que llegue a tiempo.

Tres son multitud

Si bien el único que puede hacerle partido al gobernador sin “ayuda” pareciera ser Randazzo, hay todavía otros postulantes presidenciales del oficialismo que esperan una bendición de la jefa para terciar en la pelea. Es el caso de Aníbal Fernández, uno de los funcionarios más añejos del gobierno nacional, que tras un breve paso por el Senado regresó hace semanas a la Casa Rosada, primero como secretario general de la Presidencia y más recientemente, en una rápida sucesión de mudanzas, como jefe de Gabinete.

La lista la completan un tercer ministro de Fernández, el de Defensa, Agustín Rossi; y el gobernador de Entre Ríos, Sergio Urribarri. Aunque todos ellos tienen un abultado currículum de trabajo político en diversos espacios del oficialismo desde hace años, ninguno de ellos es “kirchnerista puro” para el paladar exigente de la Casa Rosada. Existe la chance, remota, de que la presidenta saque de la galera un candidato sorpresa, de su riñón, para dar pelea en la interna. Si eso sucediera, todas las fichas las tiene el ministro de Economía, Axel Kicillof.

La nueva Alianza

En 2007 y en 2011, el Frente para la Victoria, con CFK como candidata, enfrentó, y venció con amplitud, a una oposición desperdigada en, al menos, tres propuestas diferentes. Luego de esperar por años que el peronismo cayera por su propio peso, y al comprobar que eso no sucedía, esta vez hay un intento por presentar una propuesta que englobe a buena parte del voto descontento con el gobierno bajo un solo paraguas.

Ese paraguas es la estructura territorial de la Unión Cívica Radical (UCR), único sello, además del Partido Justicialista (álter ego electoral del peronismo), con presencia en todos los distritos del país y capacidad de fiscalizar una elección nacional. Hace una semana su comité decidió por mayoría incorporarse al acuerdo al que ya se habían comprometido Propuesta Republicana (Pro) -que encabeza el jefe de gobierno porteño, Mauricio Macri- y la Coalición Cívica de la diputada Elisa Carrió para dirimir una sola candidatura presidencial entre ellos en las primarias.

El radicalismo, que para derrotar a Menem se alió con la centroizquierda, ahora busca en la centroderecha la fórmula para volver al gobierno. Aunque ahora todo indica que lo harán, en el mejor de los casos, como copilotos. El presidente del partido y precandidato presidencial, Ernesto Sanz, está lejos de Macri en todas las encuestas y desde Pro ya advirtieron que no habrá un “cogobierno” sino que, como dicen los peronistas, “el que gana conduce y el que pierde acompaña”.

Para los radicales, la historia presenta una disyuntiva, como un camino sin señalizar que se abre en dos direcciones distintas. Ir “pegados” a la boleta de un candidato competitivo como Macri puede permitirles recuperar la gestión de varias provincias e intendencias, sumar bancas en las dos cámaras del Congreso (donde serán parte necesaria de cualquier coalición de gobierno que no incluya al peronismo) y en las legislaturas locales, algunos gabinetes y cargos en la estructura del Estado.

Tratándose de un partido que hace poco más de una década estuvo al borde de la desaparición, parece un buen punto de partida para reconstruirse definitivamente. Pero lo que puede salvarlos también puede destruirlos: una victoria de Pro consolidaría a ese partido como una fuerza nacional emergente, rompiendo en pedazos el bipartidismo del que se nutrió la UCR en los últimos 20 años para sobrevivir.

La chance de Macri

Sin ser el espécimen más brillante de la clase empresaria argentina, Macri tiene cerca de la punta de sus dedos la posibilidad de ser el primero de ellos en ocupar el sillón de Rivadavia, aunque fueron varios los que lo intentaron. Su carrera, de presidente de Boca a jefe de gobierno porteño, a candidato favorito de la oposición para ganar las elecciones, se construyó en base a partes iguales de paciencia, marketing y gestión, con una pequeña ayuda de sus amigos de los medios de comunicación masivos que, embarcados en una titánica pelea con el kirchnerismo, se encargaron de vestirlo de seda.

Aunque se vende como el emergente de una “nueva derecha” moderna y democrática, su programa de gobierno no difiere mucho del clásico manual liberal, que incluye devaluación, apertura total de los mercados y quita de retenciones a la exportación de granos “desde el día uno”, según él mismo prometió. También se ha manifestado a favor de reprivatizar la petrolera YPF y Aerolíneas Argentinas.

Durante su gestión en la ciudad, tuvo varias denuncias por sobreprecios brutales en obras públicas y licitaciones entregadas a familiares de sus funcionarios. La Policía Metropolitana, creada por él a su imagen y semejanza, tiene en sus jóvenes seis años de vida un prontuario interesante: escuchas ilegales a opositores (causa por la que está procesado Macri), represión con balas de plomo durante el desalojo de una sala del Centro Cultural San Martín, y balas de goma y gases en el interior de un hospital psiquiátrico durante otro desalojo.

Luego de esperar en vano durante años a que sectores de la derecha del peronismo renegaran del gobierno y lo fueran a buscar para empoderarlo, finalmente encontró de la mano de los radicales la chance de llegar a la Casa Rosada. En ese camino, cuenta además con otra ventaja: el momentum: Pro es favorito en la ciudad de Buenos Aires y en la provincia de Santa Fe, donde lleva como candidato a gobernador al humorista Miguel del Sel. Ésos son los primeros distritos grandes en los que se vota este año, y dos victorias consecutivas podrían hacer subir el valor de sus acciones.

El experimento Massa

El principal perjudicado por el acuerdo entre radicales y Pro fue Sergio Massa: el ex jefe de Gabinete del gobierno nacional rompió lanzas hace dos años para presentarse al frente de una fuerza compuesta principalmente por intendentes bonaerenses que abandonaban el oficialismo, pero también referentes de distintos partidos de la oposición. Como candidato a diputado en la provincia de Buenos Aires, le ganó al peronismo por amplio margen. Desde ese momento, la cima de su carrera política, hasta este presente deslucido, pasó poco más de un año y medio. Mientras, el Frente Renovador que él fundó no pudo atraer, como suponía, desertores en masa de un peronismo en declive.

Por el contrario, desde mediados del año pasado comenzaron los pases en reversa, los regresos a casa, ya sea el Frente para la Victoria, el radicalismo del Pro. Su discurso, que en un principio proponía un camino intermedio entre los discursos del oficialismo y la oposición, pronto se fue hacia un extremo y dejó de encontrar eco en la sociedad, que tenía mejores intérpretes para ese papel. En las últimas semanas se le sumaron problemas financieros: su magra cosecha en las encuestas no convence a sus mecenas de cargar con el peso de una cara campaña electoral.

Sus pocas chances dependen de un golpe de mano que lo devuelva al centro de la escena y le permita antagonizar con Macri y con el candidato del oficialismo, tres competidores para dos espacios en el balotaje. Para eso necesitaría sumar el favor de los peronistas disidentes (que gobiernan dos provincias y tienen sus propios precandidatos) y, en un escenario más improbable, acordar una alianza con los sectores socialdemócratas que quedaron al margen del acuerdo entre Pro y UCR. Por ahora intenta tapar los agujeros en un bote que se está llenando de agua.