El día antes del atentado suicida en Lahore estuve chateando con un amigo; mi amigo es judío no religioso y hablábamos sobre un conocido en común que es judío ortodoxo. Yo le explicaba que algunas actitudes de este me daban “miedito”, y él decía entender. Todo lo dogmático, con algún aroma a fanatismo, suele causar cierto resquemor. Similar a lo que me había pasado, le conté, con mi amiga paquistaní Ifrah, que se ofendió cuando le dije que la palabra española “ojalá” viene del árabe e incluye la noción de Alá pero no lleva mayúscula por tratarse de un sufijo, y la amistad se fue por la borda. Para hacérsela corta, le envié el link del relato publicado en la diaria del 15 de diciembre (Ver El misterio que afronta Occidente). Cuando escribí aquello, aún estaba esperanzada de que su promesa de enviarme un email más largo, retomando la amistad, se hiciera realidad. Fue tras los atentados en París que ella, después de tres meses de estricto silencio durante los cuales no pude sacarle ni una palabra, me escribió brevemente un mensaje que comenzaba con un “Lo siento”. No se refería a los atentados, sino a su largo mutismo, pero yo me sentí libre de interpretarlo como una muestra de repulsión hacia los actos de los extremistas de su religión. Un velado repudio, como una mano suavemente apoyada en el hombro del que fue agraviado. Aparte de eso, no volví a recibir ningún mensaje. Tampoco recibí más mensajes de nuestro conocido en común judío ortodoxo. Me asustan los muros tanto como los abismos. Los primeros son hechos intencionalmente; los segundos están ahí por alguna razón natural. Pero ambos se encargan de separar lo que está allá y lo que está acá. Yo moría de ganas de recibir noticias de estas dos personas. Quería comprobar que se había derribado el muro, o que el abismo era tan sólo una ilusión óptica.
Tuve mi oportunidad con Ifrah en la mañana del domingo 27 de marzo. Justo el día después de haber estado hablando sobre ella. Suelen pasar esas cosas raras si uno les presta la suficiente atención; no sé a qué se deben. Yo estaba trabajando en mi laptop. Hace algún tiempo Facebook obliga a sus usuarios a prestarle atención por medio de unas ventanitas que emergen en el ángulo inferior derecho de la pantalla; por más que te quieras concentrar, allí está el intruso: alguien que le puso “me gusta” a tu foto de perfil, entre otras insignificancias. Esa mañana me impresionó el mensaje que danzó ahí abajo por un momento, algo así como: “Ifrah ha confirmado que se encuentra bien tras el atentado en Lahore”. Era el recientemente creado safety check de Facebook, diseñado para dispararse desde las zonas de desastres, y que yo nunca había tenido la desgracia de experimentar. No supe qué significaba. Lahore es la ciudad donde vive Ifrah, claro. Quise seguir el link, pero la página ya no existía. Entonces hice una búsqueda de un par de palabras que incluían “Lahore” y me enteré. Había sucedido apenas una hora atrás. Creo que Ifrah habrá marcado “Estoy bien” ante la pregunta de Facebook, pero lo habrá borrado tras sentirse ridícula. Habrá pensado a quién le importaría que una mujer de casi 50 años estuviera bien, si habían muerto niños y sus jóvenes madres. Yo habría pensado algo similar sobre mí misma.
Entonces vencí mi timidez y le escribí. “Acabo de oír de la explosión en tu ciudad. ¿Estás bien?”. Me latía el corazón con fuerza; tenía miedo de su respuesta y del tono de su respuesta; de que respondiera y de que no respondiera. Lo hizo de inmediato: “Muchas gracias. Estoy bien, pero profundamente desconsolada. No tengo palabras. Niños y madres. Un enorme parque público. Estoy rezando para que algún día el mundo sea un lugar seguro. ¿Tu familia está bien?”. “Sí”, le dije. ¿Qué otra respuesta podría dar yo desde nuestro bendecido rincón del planeta? “Saludos por la Pascua”, agregó. Y yo: “Gracias. No sé si la Pascua tiene algo que ver con el islam, pero si lo tiene, saludos a ti también.” “Gracias” fue su última frase. No me explicó que no, que los musulmanes creen en Jesús como profeta, saben que los cristianos celebran su resurrección, pero que ellos ni siquiera creen que haya sido crucificado. Que en la Pascua no hay nada que celebrar, apenas guardar una respetuosa distancia. Eso lo averigüé en la tarde, cuando me puse a investigar por qué la facción talibán que se atribuyó el ataque dijo que el objetivo habían sido los cristianos que celebraban la Pascua en el parque. Algo extraña la reivindicación, ya que los cristianos rondan apenas el 2% de la población de Pakistán. La mayoría de las víctimas eran, estadísticamente, musulmanes.
Como antes de este último intercambio, volví a preguntarme por los sentimientos de Ifrah. ¿Por qué ya no me habla abiertamente? ¿Aborrece mi impiedad? ¿Mi pregunta fue tonta, despreciablemente ignorante? ¿O se avergüenza? ¿Sabe lo que la mayoría de los occidentales creen de los musulmanes y ha desistido de explicar?
En los albores de nuestra amistad, hace más de cinco años, ella me envió fotos de su marido asando carne en el jardín de su casa. Una parrilla circular metálica, como un sofisticado medio tanque nuestro. Una familia feliz sonriendo en torno a un círculo humeante. Le conté que aquí hacíamos algo similar. Me dijo que su casa estaba abierta para que probara carne asada paquistaní. Soñé varias veces que lo hacía. Pero dos años más tarde, asesinaron a su marido. En el último par de años, sus hijos se casaron y emigraron. Ya no publica fotos de familia feliz. Ahora, esto. No creo que me atreva a visitarla para darle el abrazo tanto tiempo dilatado, incluso si ella se dignara a volver a invitarme.
A esta altura creo que no es que ella haya levantado un muro; es que hay un abismo entre nosotras, una fosa cavada durante cientos de años por otros antes que nosotras, con la función de que, justamente, se precipitara al vacío cualquiera que se atreviera a saltar al otro lado.